El color de su piel (versión latinoamericana). John Vercher
No excluían a Robert, pero tampoco lo incluían. No los culpaba. Disfrutaba de estas rotaciones con el hospital escuela. A menudo, pero no siempre, se ganaba cierto respeto. Sin embargo, una cosa permanecía constante: dondequiera que fuera, en especial con los equipos de traumatología, no lograba establecer la camaradería de la que había disfrutado en las trincheras y, por lo tanto, solía estar solo, esta noche más que nunca.
Terminó de redactar sus notas, tomó su abrigo del perchero que había detrás de la estación de enfermería y volvió a salir. Una ráfaga de aire helado atravesó su uniforme quirúrgico y los calzones largos que llevaba debajo. Se apoyó en su lugar de costumbre de la pared externa y buscó otro cigarrillo del paquete doblado en el bolsillo delantero de su abrigo. Apreció el aire frío, inhaló profundamente, cerró los ojos y volvió a ver la mesa del comedor.
Ella no había esperado su respuesta. Allí estaba su firma, estampada en cada página junto a las etiquetas de plástico multicolores en forma de flecha que indicaban el espacio vacío donde él debía firmar. Tamara Winston.
El día que habían llegado los papeles, había estado a punto de llamarla, pero la última vez que lo hizo había sido un error. Se habían dicho cosas, cosas peores que la vez anterior, cuando ella había decidido que necesitaban pasar más tiempo separados. Se había ido a casa de su hermana, de su maldita hermana, a quien nunca le gustó Robert para empezar, y quien él sabía, simplemente sabía, que aprovecharía la oportunidad de ahondar en la brecha que amenazaba con separarlos definitivamente. Asqueado por la idea de que ella estuviera susurrando al oído de Tamara como si estuviera pronunciando un conjuro, Robert apagó el cigarrillo en la huella de sus zapatillas deportivas y regresó al interior del edificio. Se acercó a Lorraine, quien estaba sentada a su escritorio.
—¿Algún lugar cerca donde pueda beber un trago? —preguntó.
—¿No escuchas el pronóstico, eh?
—Todavía no está tan feo —respondió él—. Uno solo antes de volver.
—Si fuera tú me iría a casa. Esos caminos se van a poner feos enseguida.
—Nací conduciendo en la nieve —dijo—. ¿Quieres venir conmigo?
Lorraine levantó la mano izquierda con la palma hacia ella y movió los dedos. Un diamante atrapó las luces encima de su cabeza y resplandeció.
Robert se llevó las manos al pecho en un mea culpa.
—No quise faltarte el respeto.
—Olvídalo —respondió ella con una sonrisa—. Lou’s queda a un par de cuadras hacia allá. —Señaló el oeste—. Es lo más cerca si quieres un trago rápido. Tal vez no sea lo más hospitalario, pero puedes arriesgarte.
Robert ladeó la cabeza, sin entender a qué se refería. Lorraine arrugó la boca y lo miró con el ceño fruncido, y Robert entendió. El bar equivocado para su color de piel.
—Gracias —dijo—. Nos vemos mañana.
Afuera, los copos caían con más intensidad. Los coches se deslizaban, el ruido de los neumáticos quedaba amortiguado por la gruesa capa de nieve que cubría la calle. Robert se levantó el cuello del abrigo y sacó un gorro de lana del bolsillo. Caminó en dirección a Lou’s. Un camión de sal pasó con estruendo y salpicó los parabrisas y las puertas con trozos cristalizados que dejaron marcas pequeñas en el blanco prístino.
Robert y Tamara se habían dicho cosas que no habían querido decir, o al menos cosas que sí habían querido decir pero que deberían haberse guardado para sí mismos. Durante las semanas que siguieron a la pérdida del bebé, Tamara se había apartado sistemáticamente de Robert. Ella tenía esa risa ancha y contagiosa, acompañada de movimiento de cabeza pero nada pretenciosa, y seguida de resoplidos cuando algo le resultaba verdaderamente divertido. Se había reído de esa manera en la camilla cuando le hicieron el primer ultrasonido. Sus movimientos emocionados al escuchar el rápido latido del corazón habían hecho sonar el papel que cubría la camilla como un aplauso.
Pero no hubo risas en el último ultrasonido. Tan solo la respiración de los dos, primero contenida a causa de la emoción, luego llena de temor, y por último, liberada con un suspiro lento y simultáneo. Una asistente del médico les había dado la noticia. Robert supuso que el médico solo se tomaba la molestia de aparecer en ocasiones felices y, en cierto modo, entendía por qué. Cuando era estudiante de medicina, sus instructores lo obligaban a dar las malas noticias a los pacientes terminales o a los miembros de las familias que perdían a un ser querido. Había sentido un dolor físico al tener que hacerlo, como imaginaba que les había sucedido a sus profesores antes que a él. Se asemejaba más a un rito de pasaje que a una práctica habitual a la que se sometía a los novatos. Qué extraño y claro había parecido en ese momento, mientras la asistente limpiaba el gel del vientre de Tamara y volvía a colocar la sonda manual del ultrasonido en su lugar con el sonido de un arma al ser enfundada.
—Tu cuerpo ha completado el aborto —le había explicado—. Tómate el tiempo que necesites.
Cuando los dejaron solos, Tamara y Robert habían oído sonidos de excitación apagados a través de la pared. Tamara le tomó la mano y él la había ayudado a bajarse de la camilla y a vestirse en medio de un aturdimiento silencioso. Sin lágrimas. Sin palabras. Robert la había guiado a través de la sala de espera llena, con sus manos en los hombros, como para protegerla de los paparazzi. Por la forma en que todos la habían mirado, tratando de aparentar que no lo hacían, con los ojos por encima de las revistas de embarazo, de novias y de entretenimiento, Robert se dio cuenta de que sabían lo que había ocurrido; ella no merecía esa atención. En el pasillo hacia el elevador, Tamara se volvió con los ojos llenos de lágrimas.
—Tengo hambre —declaró. Frunció la boca en una media sonrisa. Él le devolvió la sonrisa.
—Yo también me comería algo —convino.
Tomaron un desayuno tardío en un restaurante cerca del consultorio del obstetra. Todavía no habían logrado quitarse el frío invernal de encima y Tamara se perdía dentro del enorme jersey con capucha de Robert. Revolvió sus huevos pasados por agua con el tenedor y mezcló las yemas con la montaña de kétchup que los cubría.
—¿Estás tratando de encontrarlos? —preguntó Robert.
—¿Qué?
—Los huevos que te trajeron con el kétchup. Porque no los veo. —Tamara trató de contener una sonrisa—. No sonrías. No es gracioso. No estoy bromeando, creo que nos estafaron. —Tamara apretó más los labios mientras seguía forcejando. La camarera les sirvió más café y ella lo bebió. Robert se inclinó sobre la mesa—. ¿Viste? ¿Viste cómo nos miró? —inquirió—. Apuesto a que si eres blanco te dan huevos con el kétchup. —Tamara escupió el café en la taza, se limpió la boca y resopló. Robert sonrió.
—Estás muy loco —dijo.
Robert se encogió de hombros y sonrió. Superarían esto. Eran fuertes. Sabían reírse. Tomó la mano de Tamara y ella se reclinó hacia atrás, pero luego frunció el entrecejo y entornó los ojos. Se tomó del estómago. Su sonrisa desapareció. Se movió en el asiento y sus ojos se humedecieron al instante.
—Robert —susurró.
Miró hacia abajo y meneó la cabeza. Cuando la alzó, las lágrimas rodaban por sus mejillas. Robert se deslizó junto a ella en el cubículo. La entrepierna de sus pantalones deportivos grises estaba manchada de rojo, como si se hubiera roto un bolígrafo. Robert se quitó el suéter y se lo envolvió alrededor de la cintura, dejó dinero sobre la mesa y la sacó deprisa del restaurante. Incluso con quince semanas de gestación, le habían dicho que podía esperar tener calambres, manchas de sangre, tal vez algo de sangrado. No le habían dicho cómo se sentiría. Tamara se acurrucó en posición fetal en el asiento trasero y lloró calladamente durante todo el trayecto a casa.
Esa noche y todas las siguientes, ella se había alejado cada vez más del centro de la cama y evitado el contacto con Robert cuando él intentaba salvar la brecha. Se acostaba completamente vestida