La casa de nuestra madre. Julian Gloag

La casa de nuestra madre - Julian Gloag


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con fuerza. Por fin brotaron dos lágrimas que le cayeron por la nariz. Se secaron casi al instante. La habitación estaba prácticamente a oscuras y la figura tendida en la cama no era más que un pálido reflejo. Cepillar le resultaba reconfortante.

      De repente la luz de la vela titiló con fuerza y estuvo a punto de apagarse. Atemorizada y en silencio, Elsa levantó la mirada: alguien estaba de pie en el umbral de la puerta.

      —¿Quién es? —preguntó—. ¿Dun?

      —No, soy yo: Hubert.

      Elsa se relajó un poco.

      —¿Qué ocurre, Hu?

      —Ya pasan de las siete, Elsa.

      La llama de la vela se agitó débilmente.

      —Entra. Y cierra la puerta.

      Cuando la luz recuperó su brillo y Hubert se acercó, Elsa volteó el rostro para que su hermano no notara que había estado llorando.

      —¿Madre sigue dormida? —preguntó el chico, aún entre susurros.

      Elsa se inclinó para dejar el peine en la mesa. En medio de aquel silencio, el chirrido de la silla de mimbre al moverse los asustó a ambos, y el peine cayó al suelo con un chasquido agudo. Hubert se puso de rodillas para recogerlo y entregár­selo a Elsa. Ella lo miró de frente al recibirlo; ya no le importaba que Hubert viera sus lágrimas.

      —Has estado…

      —¡Sí! —respondió ella.

      —¿Qué pasa, Elsa? —Ya se había puesto de pie y miraba hacia la cama.

      —No, Hu: quédate donde estás.

      —Es Madre, ¿verdad?

      —Sí —respondió—. Ella… Ya acabó todo.

      —Pero no es posible que…

      —Se acabó, Hu. Ya sé. Yo sé que… no tiene ningún caso hacerse falsas esperanzas.

      Hubert frunció el ceño de forma tan parecida a como lo hacía Dunstan, que Elsa se vio obligada a contener el aliento en medio de aquella habitación a media luz. Él levantó la mano y se quitó el cabello que le caía sobre la frente. En la ca­lle principal, a lo lejos, un autobús aceleró y el ruido del tráfico se hizo de pronto insoportablemente intenso, para enseguida desvanecerse como el pulso de un corazón agotado.

      —¿Qué vamos a hacer, Elsa?

      —No lo sé. Es decir, tengo que pensarlo. Debo tener un plan.

      —Tenemos que pensar en algo.

      —¿Acaso no siempre se me ocurre algo?

      Hubert no respondió. Del pasillo detrás de la puerta llegó un estallido de tos. Elsa se quedó de piedra.

      —Dunstan.

      —Son todos —dijo Hubert—. Debes decírselo.

      —No esta noche. Les diré mañana.

      —Tienes que decírselo a todos. No tiene ningún sentido que lo pospongas, Elsa —Hubert habló en voz baja.

      —No me digas lo que tengo que hacer. ¡Que no se te olvide que soy la mayor! —exclamó. El niño de nueve años la miró y asintió. Elsa respiró hondo y se puso de pie. La silla de mim­bre volvió a chirriar—. Está bien. Me lavaré la cara, y mientras tú ve a buscarlos.

      Se acercó al lavamanos y metió los dedos en el agua helada de la jarra.

      —Será mejor que encienda la luz —dijo Hubert. Ya no susurraba.

      —No, Hu, déjala así.

      Se estiró para tomar la toalla de Madre, pero titubeó y volteó a ver a Hubert. Rápidamente, bajó la cara y se secó el rostro con la falda. Regresó a la silla y volvió a sentarse. Se dio unas palmaditas en la nuca, se alisó la falda húmeda sobre las rodillas y cruzó los brazos sobre el regazo.

      —De acuerdo —dijo—. Estoy lista.

      II

      NO ESTABAN MUY SEGUROS DE ENTRAR. Cuando Elsa gritó “¡Primero el mayor!”, Diana se decidió al fin a cruzar el umbral de la puerta. Esperaron, nerviosos al percibir la solemnidad del rostro de Elsa. Sólo la figura de Dunstan, recargada sobre la puerta, parecía imperturbable.

      Y entonces habló Elsa, haciendo un gran esfuerzo por impedir que se le quebrara la voz:

      —Niños…, niños… —se detuvo.

      Aprovechando el silencio, Willy, de cuatro años, se separó del grupo en medio de la habitación y se apostó en la cabe­cera de Madre. Los niños lo observaron. Tocó las puntas de la bufanda de Madre y le dio unas palmaditas en el brazo tendido. Apoyó la cabeza en su hombro y la olisqueó. Despacio, se dio la vuelta.

      —Está muy callada —anunció.

      Como si las palabras de Willy fueran premonitorias, los niños se agruparon alrededor de la cama; Dunstan, sin embargo, siguió inmóvil en la puerta. Miraron a Madre, con la cabeza acurrucada en el hombro, en señal del último estertor, y las rodillas encogidas bajo la manta. La luz sólo alumbraba su amplia frente y sus pómulos, de modo que los ojos se le veían negros y enormes, y parecían mirar fijamente los pies de los niños. En un abrir y cerrar de ojos, la madre que amaban se había convertido en un extraño objeto envuelto en un silencio sepulcral.

      —Niños —anunció Elsa—: Madre ha muerto.

      Ellos no parecieron oírla.

      Diana se inclinó y puso su mano sobre la de Madre.

      —Madre —dijo con suavidad—. Madre. Hace frío, Madre. —Y trató de levantarle el brazo para guarecerlo bajo las cobijas.

      La abrupta maniobra provocó que la cabeza de Madre se desparramara hacia la izquierda y que los hombros se resbalaran un poco; luego todo se detuvo. Diana estalló en llanto y le soltó la mano.

      Un segundo después, Dunstan estaba a su lado.

      —Está bien, Dinah. Está bien. —La abrazó mientras lloraba. A pesar de que había dos años de diferencia entre ellos, Diana era muy pequeña para tener doce y siempre buscaba la protección de Dunstan, quien la defendía con una intensidad que no pocas veces había asustado a otros niños. Ahora Diana lloraba y su cabello dorado se guarecía bajo el cabello negro de Dunstan—. Está bien, Dinah.

      —Pero tiene frío. Está muy fría.

      Los niños miraban la escena atónitos. Luego Jiminee, cuya sonrisa iba y venía, se echó a llorar también.

      Hubert, que había estado junto a Elsa, dio un paso al frente.

      —Madre ha muerto —exclamó con fuerza suficiente para acallar los sollozos. Elsa asintió.

      —Es cierto. Mamá está muerta.

      Un breve suspiro escapó del grupo de niños. Willy alzó la barbilla.

      —¿“Muerta”? ¿Qué significa eso? —preguntó.

      —¿“Muerta”? —murmuró Hubert—. Muerta es como… como Jesús.

      —Al que crucificaron, murió y después enterraron —agregó Dunstan—. Pero al tercer día resucitó y… —titubeó— y volvió a levantarse.

      —Madre no volverá a levantarse —dijo Elsa con firmeza.

      Dunstan frunció el ceño.

      —¿Por qué no? ¿Tú cómo sabes…?

      —Simplemente no va a pasar —respondió ella.

      Diana levantó la cabeza del hombro de Dunstan y ambos miraron fijamente a Elsa. En apariencia,


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