La casa de nuestra madre. Julian Gloag

La casa de nuestra madre - Julian Gloag


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que buscaban la salida—. ¡A mí sí me importa! ¡Sí me importa!

      —No hagas eso, Dun —dijo Hubert—. Por favor, no lo hagas.

      La rabia de Dunstan se estaba convirtiendo en dolor. Se arrodilló, agachó la cabeza y rompió en llanto. Sus palabras se diluyeron en una letanía sin sentido que trataba de abrirse paso entre las lágrimas. Gerty y Willy también se habían puesto a llorar. Uno a uno habían ido rompiendo en llanto, salvo por Hubert y Elsa.

      Y cada uno de esos llantos individuales se combinó con los demás hasta conformar un grave lamento general que inundó la brillante habitación y se derramó sobre la oscuridad al otro lado de la ventana, donde el jardín se sacudía tímidamente con el viento fresco de la noche primaveral.

      —Lee, Elsa. Sigue leyendo —ordenó Hubert.

      La niña bajó la mirada de nuevo y la posó en las páginas, donde encontró otro pasaje. Batalló un poco con el lenguaje arcaico:

      ¡Oh, si tú fueras como un hermano mío que mamó los pechos de mi madre! Entonces, hallándote fuera, te besaría, y no me menospreciarían. Yo te llevaría, te metería en casa de mi madre; tú me enseñarías, y yo te haría beber vino adobado del mosto de mis granadas…

      Mientras leía, el llanto de los niños pareció apaciguarse. Y cuando mencionaba a la madre, los labios de sus hermanos dejaban escapar un pequeño suspiro.

      ¿Quién es ésta que sube del desierto, recostada sobre su amado? Debajo de un manzano te desperté; allí tuvo tu madre dolores, allí tuvo dolores la que te dio a luz. Las muchas aguas no podrán apagar el amor, ni lo ahogarán los ríos. Si diese el hombre todos los bienes de su casa por este amor, de cierto lo menospreciarían.

      Elsa dejó de leer y alzó la mirada. Observó las distintas actitudes de los niños que la escuchaban y la figura inmóvil sobre la cama, aunque sus pensamientos parecían hallarse muy lejos de ahí. Los niños se quedaron tranquilos y ninguno molestó a Elsa hasta que Hubert le retiró el libro del regazo y lo llevó a la mesilla de noche, su lugar. Mientras dejaba el libro sobre la tela bordada se dio cuenta de que el reloj estaba bocabajo. Lo tomó y se llevó la parte abollada de la caja a la oreja. Luego lo agitó, le dio la vuelta y lo abrió por la parte trasera. En el interior tenía grabadas las iniciales C. R. H. con una caligrafía casi indescifrable. Hubert trazó las letras con la uña del pulgar. Luego suspiró.

      —El reloj de Madre se ha estropeado —dijo.

      La observación sacó a Elsa de su ensimismamiento.

      —Sí, lo sé —contestó con brusquedad—. Ahora vamos, niños: es hora del chocolate. —Se levantó y aplaudió para llamar la atención de sus hermanos.

      —¡Chocolate! —gritó Gerty y se puso de pie. Alguien bos­tezó, y el barullo general se intensificó—. Elsa, ¿puedo quedarme con el peine? —Gerty se paró frente a Elsa y ladeó la cabeza.

      —Por supuesto que no.

      —¿Por qué?—Gerty defendió su causa.

      —¿Cómo que por qué? —respondió Elsa con asombro e irritación. Los niños se detuvieron a escuchar su respuesta—. Porque lo digo yo, por eso.

      —Pero Madre ya no necesitará el peine —dijo Gerty. Elsa inhaló profundo—. No lo va a necesitar, ¿o sí? —insistió la pequeña con el tono que usaba para pedir más de comer.

      Hubert pensó que, apenas una hora antes, Gerty habría sido incapaz de insistir así, en contra de la voluntad de Elsa. Ninguno, ni siquiera Dunstan, había desafiado jamás la autoridad de la hermana mayor. Pero todo había cambiado ya, y Hubert supo de forma instintiva que a partir de entonces los niños se aprovecharían de cualquier debilidad que Elsa mostrara.

      —No lo necesitará, ¿o sí? —repitió Gerty, cuyo rostro regordete desbordaba una enorme sonrisa.

      —Sí —respondió Elsa con firmeza—. Sí, Madre necesita su peine. —Luego agregó con vehemencia—: ¡Madre nece­sita todo!

      —Pero… —Gerty masculló con cara de puchero.

      —¡Mamá lo necesita!

      —Pero no ahora —Gerty apretó el peine contra el pecho.

      —Ahora… —Elsa luchó con la palabra—, ahora nada es diferente. Las cosas son tal y como han sido hasta ahora. —Miró fijamente a cada uno de sus hermanos y su expresión se suavizó—. Todo es igual que antes. Lo… lo que pasó no quiere decir que… Eso no cambia nada. ¿Comprenden, niños? Nada ha cambiado —habló con el poder de la iluminación—. Todo será exactamente igual a como era… Todo.

      Los niños permanecieron callados. Elsa estiró el brazo para alcanzar el peine. Gerty trató de retenerlo un instante; luego, despacio, cedió.

      —¡Vamos! —interrumpió Dunstan de forma abrupta.

      Comenzaron a salir de la habitación. Hubert se quedó inmóvil, mirando a Elsa.

      El repiqueteo de las pisadas disminuyó cuando los niños llegaron al pasillo y atravesaron la puerta grande, para después bajar la escalera que conducía a la cocina del sótano.

      Arriba, el ruido cesó. Hubert y Elsa se miraron el uno al otro sin permitir que sus ojos se desviaran hacia la cama, envueltos por el aire que corría entre la puerta abierta y la ventana, mientras la luz de la vela se mecía y tambaleaba en ebria reverencia.

      —Vamos —dijo Elsa.

      —Sí —Hubert apartó la mirada de la vela, y una multitud de parpadeantes dagas amarillas se disparó ante sus ojos—. Voy a apagar la luz.

      —No, yo la apago. Te toca hacer el chocolate, ¿no?

      —Sí.

      —Pues entonces más vale que te apresures.

      —¿Y qué hay de ti? —Cerró los ojos mientras hacía la pregunta, y las dagas bailaron con más furia.

      —No tardo nada.

      —Está bien. —Volvió a abrir los ojos—. Elsa…

      —Dime.

      —Elsa, ¿tú…? ¿Tú…? —Giró un poco la cabeza y miró fi­jamente el foco desnudo en el centro del techo.

      —¿Yo qué?

      La imagen solitaria de la luz refulgía.

      —Nada —respondió.

      III

      HUBERT REVOLVIÓ EL AGUA Y LA LECHE en la olla grande. El silencio de los niños sentados ante la mesa a sus espaldas sólo lo interrumpía el roce del cucharón contra las paredes de la olla. Poco a poco, los grumos de polvo de cacao se fueron disolviendo, dejando tras de sí estelas color marrón. Hubert cuidó que, al hervir, la leche no se derramara por la orilla.

      Sus hermanos esperaron en silencio. Ninguna desgracia ni culpa previa había podido silenciarlos de esa manera. Aun cuando Madre guardaba cama, ellos conversaban y reían como de costumbre.

      Y Madre había podido bajar a cenar los domingos, hasta que de pronto…, Hubert no consiguió re­cordar la última vez que había estado con ellos, apa­ciguándolos, jorobándolos, observándolos. Y riendo… porque Madre tenía una risa peculiar. Y todos comían, incluso Madre, hasta estar llenos como costales. Y ella les preguntaba:

      —¿Queda rastro alguno de apetito? —y luego decía una plegaria con el tono de voz que reservaba para Jesús. Después se ponía de pie, se limpiaba las manos en el delantal y afirmaba—: ¡Listo!

      El chocolate caliente empezó a hervir, así que Hubert lo quitó de la estufa y lo virtió en la primera de las tazas alineadas sobre el escurridor. “¡Listo!” De pronto la mano le empezó a temblar


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