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Imágen de portada: © Tregolam
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1ª edición: 2021
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15 de enero de 2019
Para mis hijas
1. La memoria
With your feet in the air and your head on the ground.
Siempre creí que «esto» empezaría conmigo en la última planta de un edificio de oficinas mientras contemplo a través del cristal cómo el resto de rascacielos se desmoronaban. Pero claro, la primera vez que vi esta escena de la película yo debía de tener unos veinte años y ya llevaba un tiempo emborronando hojas, por lo que no resulta posible. Desde un primer momento albergué la idea de escribir «esto» y, si la concepción fue previa a la película, antes tuvo que haber otro principio en mi cabeza. De hecho, la película ni siquiera comienza así. Sin duda, se trata de uno de esos falsos recuerdos, esas memorias injertadas que cuando crecen dan la sensación de haber estado siempre allí pero resultan falsas, un artificio; como las nuevas construcciones en una ciudad. Una buena mañana te das cuenta de que el chalet abandonado, la antigua casita semiderruida o la fábrica vacía ya no están, y en su sitio un solar rodeado de vallas anuncia otro pasito de la modernidad. Para cuando la nueva construcción de viviendas unifamiliares con zonas comunes y gimnasio ya está terminada, resulta totalmente imposible imaginar que ese mamotreto no hubiera estado siempre allí. Lo que la ciudad fue, desaparece de la memoria y en su lugar una nueva horterada ha brotado con total naturalidad.
Por tanto, es imposible que siempre haya creído que «esto» empieza conmigo en la última planta de un edificio de oficinas mientras contemplo a través del cristal cómo el resto de rascacielos se desmoronan. Pero, aun así, da lo mismo porque en ese momento «aaaaa, STOP», Mi Do#m Sol# La. Y puedo contemplar cómo el resto de rascacielos se desmoronan, pero no del modo en el que sucede en la película. No, no como ese falso prólogo que en realidad al final resulta un telón cayendo para dar paso a una nueva esperanza. No, no, nada parecido. «Esto» es que todo cae, y cae. Y yo contemplo el panorama con una mueca estúpida, aterrado por lo que acabo de hacer, lleno de remordimiento y tratando de recuperar, como puedo, algo de la rabia y el odio que me llevaron a provocarlo.
Aunque claro, un momento, ahora todo corre el riesgo de descarrilar. Si quien lea «esto» no ha visto las aventuras y desventuras de Tyler Durden, esta imagen no evoca nada, ya no hay un lugar común que podamos visitar cogidos de la mano, usted ya no puede asomarse conmigo a esa última planta de un edificio de oficinas, todo lo que le he contado no sirve de nada. ¿Y entonces?
Es entonces cuando dejo que fluya el torrente de conciencia desbordante. Esa escritura en primera persona que pretende ser aguda, que pretende ser ingeniosa, que pretende ser rápida y que siempre resulta pretenciosa. Esa escritura de huida sobre la que se cabalga entre el centeno, arrastrado de la mano de Holden en la fuga para encontrar a su hermana, viendo el mundo por primera vez a través de los ojos de otro adolescente incomprendido como uno mismo, como todo el mundo. Un torrente de ideas que poco a poco va sustituyendo a las propias, un torrente que en realidad no sustituye nada porque antes no había nada. Es entonces cuando recuerdo a un profesor de literatura durante mi adolescencia explicando que la escritura en primera persona resulta propia de aquellos que no saben escribir y esa idea, afortunadamente, en su momento contuvo mi torrente. No podía dejarme llevar por una literatura convencional resultado de mis debilidades. Debía ser capaz de dominar la técnica. Entonces yo, disciplinado, me propuse regar de manera concienzuda las vegas de los alrededores, nada de torrentes desbocados pues. Así, de una manera premeditada, fui disponiendo nuevas tierras de regadío, nuevos relatos en tercera persona, novelitas cortas, novelitas más largas, todo para encauzar mi torrente en aras de un bien mayor. Obviamente, el resultado siempre fue el mismo, en las zonas irrigadas solo brotaban malas hierbas y, tras mis esfuerzos, solo obtenía acequias rotas. Por ese motivo, no me resultaba posible demorarlo más tiempo, no tenía sentido evitar dejarme llevar por esas grandes ideas que arrastran y que impulsan mis letras. Intentar así ser otro de esos grandes adolescentes que escriben para adolescentes que quieren ser grandes, todas las idioteces que les aterran inspirados por ciertos trastornos más o menos leves. De repente, ya no tenía ninguna excusa para no dejarme arrastrar y dar rienda suelta a mi verborrea, como Sallinger o como Sábato, escribiendo una novela, la única que siempre han sabido escribir, la única que siempre han tenido en la cabeza, la única que podría merecer la pena aunque el resultado fuera un tostón.
Tras tantos años canalizando aguas turbias, comprendí que no residía ninguna gloria en emborronar hojas en tercera persona condenadas al olvido. Por fin tenía claro que quería escribir algo importante en primera persona condenado al olvido. Yo, que aún conservo ni más ni menos que en francés, tiene cojones, en un idioma que apenas hablo, Los cantos de Maldoror, no sé cuántas páginas casi ininteligibles de los delirios de un tipo poco inteligible. De la misma manera yo quería escribir algo que acabara en el enorme compost mundial de libros editados cada año, cada mes, cada día. Quería hacer mi aportación de árboles transformados en pasta de papel intentando emular a Isidore Ducasse, ese joven hambriento en un París sitiado por el ejército prusiano. Él corría ciego tras sus alucinaciones así como yo también dejaría de prestar atención a la deforestación del Amazonas embriagado gracias a tanta poesía. Al fin dejarme llevar por la tisis de Lautreamont, por mis rutinas alienantes y hacer mi libro, el único libro que sería capaz de escribir, ese que se sumaría a los millones de libros que van saliendo de la cinta de producción para caer en una enorme montaña de hojas emborronadas. Pero tras tantos años, ahora comprendo que no solo el Amazonas debe estarle agradecido a mi profesor, gracias a que dejé compostar ínfulas e ideas, pude llegar a comprender dos cosas, que la historia no sería resultado de la inspiración y que yo mismo sería el resultado de la historia.
En un principio, la historia estaba formada por algunos elementos sueltos:
Nací en Mallorca en donde se conocieron mis padres tras recalar en la isla en busca de trabajo.
La familia de mi madre residía en Madrid y la de mi padre hacía lo propio en Santa Pola.
Mis padres se divorciaron cuando yo tenía unos cuatro o cinco años.
Desde entonces mi abuela materna hizo lo posible por pasar largas temporadas con mi madre y conmigo en Palma.
Mi padre hacía lo posible por desaparecer.
Mi abuela materna falleció cuando yo tenía unos nueve o diez años.
Desde entonces mi madre hizo lo posible por conservar algo de cordura pero poco a poco su mente también se fue desvaneciendo.
Estos eran los frágiles mimbres con los que debía comenzar a componer una vida cuando llegué a Madrid para estudiar en la universidad.
Había estado pasando todos los veranos de mi vida en un pueblo de Madrid junto a mis abuelos maternos, por lo que el camino no me resultaba nuevo, pero recuerdo perfectamente el tórrido viaje en el taxi, mi comentario burlón al taxista insinuando que había dado un rodeo innecesario y su indignación diciéndome que yo no tenía