Historias de mi abuela. Ella May Robinson

Historias de mi abuela - Ella May Robinson


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que ser un poco más rápida la próxima vez, para que Mabel no me gane!

      –¿Qué estás haciendo, abuela? –pregunté.

      –Estoy tejiendo calcetines gruesos para los obreros de la imprenta de Basilea, Suiza, y otros países donde los inviernos son muy fríos.

      –¡La imprenta de Basilea! Allí es donde yo nací, ¿verdad, abuela? –preguntó Mabel.

      –Sí. Los obreros allí vivían en departamentos en la Casa Editora.

      –Entonces no me adoptaron, ¿verdad? Ella me dijo que me habían adoptado –Mabel me lanzó una mirada despectiva.

      –No, Mabel, tú no eres adoptada; aunque si lo fueses, te amaríamos de igual modo –respondió la abuela–. Pero ¿de dónde sacaste esa idea, Ella?

      –Porque cuando vi a Mabel por primera vez, alguien me dijo que el doctor trajo al bebé en su maletín.

      Nos largamos a reír a carcajadas, y la abuela se reía con nosotras.

      En ese momento, papá entró a la sala para hablar con la abuela, así que esa noche no escuchamos ninguna historia. Pero la referencia al nacimiento de Mabel en la imprenta de Basilea me llevó, en mis recuerdos, muchos años atrás, a la noche en que mamá me pidió que le alcanzara un pedazo de bizcocho a la bebé, para que lo mordisqueara mientras le preparaban la comida en la lámpara de alcohol. Tímidamente, me levanté de la cama y salí al largo pasillo oscuro. Pero, todo el temor se me pasó cuando, al pasar por la habitación de la abuela, vi una luz que brillaba debajo de su puerta. Entonces supe que no estaba sola. La abuela estaba despierta, y ocupada escribiendo. Debió de haber sido entre las dos y las cuatro de la madrugada, porque ese era su horario habitual para comenzar a trabajar.

      Recuerdo un sábado cuando la abuela predicó en el salón de actos de Basilea. Un hombre a su lado traducía cada oración al francés, mientras ella hablaba. Entonces, otro lo repetía en alemán, para un grupo en otra parte del salón. Nuestra madre escribía los sermones de la abuela en taquigrafía y los pasaba en limpio con una lapicera, porque no teníamos máquinas de escribir en ese entonces. Ella seleccionaba partes para folletos y luego trabajaba con el traductor, para pasarlos al francés. A veces, cuando tenía poca ayuda, entraba en la sala de tipos y ella misma fijaba los tipos.

      Como mamá estaba muy ocupada, “tía Sara” McEnterfer, la secretaria y compañera de viajes de la abuela, cuidaba a la bebé Mabel. Con frecuencia yo quedaba al cuidado de la cocinera, una joven dulce y aplicada llamada Christina Dahl. Yo tenía cinco años en ese entonces. Una de mis principales diversiones era vigilar hasta que Christina estuviese absorta en alguna tarea culinaria complicada; entonces, me escabullía de la cocina, bajaba a la sala en puntillas y golpeaba a la puerta de la abuela.

      Si la encontraba escribiendo, me quedaba en silencio a su lado, hasta que dejaba la lapicera. Esa era la señal para una de las deliciosas charlas que tanto me gustaban. Ella me hablaba acerca de su niñez o de sus viajes; o quizá de algún gatito o pony; de los interesantes niños que conocía en el tren...

      A veces, yo me sentaba, en un banquito, a sus pies. Ella me daba una tijera sin punta y me dejaba recortar ilustraciones que había guardado de revistas. Una vez, cuando recorté la torre de una iglesia, me dijo dulcemente:

      –Debes recortar los bordes con cuidado, para no arruinar las lindas ilustraciones.

      Cuando veía que me cansaba, iba hasta su tocador, sacaba una pastilla de menta o una manzana, y me decía que le pidiera a Christina que lo guarde en el estante para mí, hasta la hora de la comida. Nunca pensamos siquiera en darle un mordisco a algo entre comidas.

      –Y cuando termines –decía ella–, ven que vamos a dar una vuelta a la manzana.

      Una vez nos perdimos, y como no sabíamos hablar francés, alemán ni italiano, llegamos tarde al almuerzo.

      Nunca olvidaré la paliza que me dio mi papá por tirar una caja de bloques de piedra sobre el duro piso de cerámica, después de prometer que estaría callada durante una reunión de comisión. La abuela, al ver mis lágrimas, me sentó en su falda y me consoló. Me explicó que el castigo era para ayudarme a recordar que nunca más debía hacer ruido durante una reunión.

      Estuvimos en Suiza durante dos años. Mamá trabajaba largas horas en la oficina, y contrajo tuberculosis. Cuando la abuela regresó a los Estados Unidos, nuestra familia fue con ella. Fuimos a vivir a Boulder, Colorado, con la esperanza de que el aire fresco y vigorizante y el sol tibio ayudaran en la recuperación de mamá. Pero nos llevamos una desilusión, y tuvimos que dejarla junto al abuelo Jaime White en el cementario Oak Hill, en Battle Creek, Míchigan.

      La abuela nos abrió su corazón y su casa. Pero, cuando se decidió que debía ir a Australia para ayudar a los misioneros que allí trabajaban y que nuestro padre, W. C. White, iría con ella, él compró una casita en las afueras del pueblo e hizo arreglos para que la señorita María Mortensen cuidara de nosotras, dos niñitas huérfanas. María había cuidado de mamá durante su última enfermedad, y nos amaba a nosotras y a ella.

      –¿Por qué no podemos ir contigo, papá? –le rogamos.

      –Es posible que la abuela y yo viajemos mucho, y quizá no tengamos casa propia por algún tiempo. Además, no hay escuela de iglesia, para que ustedes asistan. Aquí, en Battle Creek, Mabel puede ir al jardín de infantes con los huérfanos que el Dr. Kellogg atiende; y Ella, tendrás el privilegio de asistir a la primera y única (hasta ahora) escuela de la Iglesia Adventista en todo el mundo –respondió con ternura.

      Pasaron cuatro largos años. Entonces, un día abrimos una carta de papá proveniente de Australia. Decía:

      “Queridas hijas, encontré a una encantadora joven que accedió a ayudarme para formar un nuevo hogar. Ella será su madre, y podremos estar juntos otra vez. El pastor E. R. Palmer está viniendo a Australia para organizar la obra del colportaje aquí. Y hemos hecho arreglos para que ustedes viajen con él Él y su esposa las cuidarán, y velarán para que lleguen sanas y salvas”.

      Lloramos al dejar a nuestra querida María, que había sido tan buena con nosotras. Pero el viaje a Australia estuvo cargado de emociones, ya que nos detuvimos en Honolulú, Samoa y Auckland.

      Papá, May Lacey –quien sería nuestra nueva mamá–, la abuela y su secretaria estaban de viaje visitando iglesias en Victoria y Tasmania, cuando llegamos a nuestro nuevo hogar, así que la mesa era reducida; no obstante, si lo recuerdo bien, estaba lista para diez personas. Me encantó que Edith, una chica de catorce años, un año mayor que yo, se sentara junto a mí. Del otro lado de la mesa, junto a mi hermana, estaba Nettie, que era unos dos años mayor que Mabel. Por supuesto que queríamos saber por qué Edith y Nettie estaban allí, y si vivirían con nosotras en la familia de la abuela.

      –Cuando tu abuela se enteró de que a mi padre se le hacía difícil cuidar de mí y de mi hermano, mientras trataba de ganarse la vida al mismo tiempo, ella me buscó. “Edith”, me dijo, “¿te gustaría ser mi hijita por un tiempo?” Parecía tan amable que le dije: “Sí, me gustaría”. Así que, aquí estoy –dijo Edith.

      –Y también nos buscó a nosotros –dijo la mamá de Nettie, una mujer pequeña, no mucho más alta que Nettie–. Vinimos de Escocia después de que el padre de Nettie murió. Mandé a llamar a mi hermana y a mi otra hija, pero su barco se perdió en el mar. Por eso, Nettie y yo nos quedamos solas en Sídney.

      –Abrí un negocio de sombreros para señoras, pero no me fue bien. Habíamos conocido la verdad acerca del sábado y decidimos guardarlo sin importar el costo. Mientras me preguntaba si debía cerrar el negocio o continuar con él, tu abuela se me acercó para decirme: “Hermana Hamilton, ¿quisiera venir, con Nettie, a vivir conmigo?” Pronto, mis dos nietas estarán llegando de los Estados Unidos, y necesitaré una institutriz para ellas. También podrá ayudarme cosiendo para mi familia de ayudantes.

      Al extremo de la mesa estaba sentado un muchacho de 17 años, llamado Willie MacCann. Willie era el mayor de nueve hermanos. Después de que sus padres asistieran a las conferencias bíblicas,


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