Una relación especial. Douglas Kennedy
mentido?».
Tony estaba siempre a la defensiva respecto a una sola cosa: su altura... Aunque, como le aseguré en más de una ocasión, su baja estatura no me importaba en absoluto. Por el contrario, me parecía conmovedor que un hombre de semejante talento y tan sorprendentemente arrogante pudiera ser tan vulnerable por su estatura física. Y me di cuenta de que gran parte de la fanfarronería de Tony, su necesidad de hacer las preguntas más difíciles, su competitividad por un reportaje y su despreocupación ante el peligro, procedían de la percepción de su pequeñez. Íntimamente sentía que no estaba a la altura: un forastero perenne con la nariz pegada al cristal, mirando un mundo del que se sentía excluido. Tardé un poco en detectar el singular complejo de inferioridad de Tony porque lo disimulaba tras una ingeniosa superioridad. Pero un día lo vi en acción con un colega inglés, un corresponsal del Daily Telegraph llamado Wilson. Aunque solo tenía treinta y tantos años, Wilson había perdido mucho pelo y había empezado a desarrollar la carnosidad excesiva que le convertía (en palabras de Tony) en un «queso de Camembert al sol». A mí no me caía mal, aunque sus lánguidas vocales y sus mejillas prematuramente flácidas (por no hablar de la chaqueta absurda de safari que llevaba siempre con una camisa de cuadros) le daban un aire de dibujo animado. Tony siempre se comportaba correctamente en presencia de Wilson, pero no podía ni verlo, sobre todo después de un encuentro que tuvimos con él en el Gezira Club. Wilson estaba tomando el sol en la piscina. Iba sin camisa, con unas bermudas de cuadros y zapatos de ante con calcetines. No era una visión agradable. Después de saludarnos, preguntó a Tony:
—¿Irás a casa por Navidad?
—Este año no.
—Tú eres de Londres, ¿verdad?
—De Buckinghamshire.
—¿De qué parte?
—Amersham.
—Ah, sí, Amersham. El final de la Metropolitan Line, ¿verdad? ¿Una copa?
Tony se puso tenso, pero Wilson no se inmutó. Llamó a un camarero, pidió tres gin-tonics, y luego se fue al baño. En cuanto se alejó, Tony susurró.
—Cabrón pedante.
—Calma, Tony... —dije, sorprendida por aquel estallido de rabia inesperado.
—«El final de la Metropolitan Line, ¿verdad?» —repitió, imitando el acento exagerado de Wilson—. Tenía que decirlo. Tenía que meter el dedo en la llaga. Dejarlo bien claro.
—Lo único que ha dicho ha sido...
—Sé lo que ha dicho. Y sabía muy bien lo que decía...
—¿Qué decía?
—Tú no lo entiendes.
—Creo que tiene demasiados matices para mí —dije alegremente—. O a lo mejor es que soy una americana tonta que no entiende a Inglaterra.
—Nadie entiende a Inglaterra.
—¿Aunque seas inglés?
—Sobre todo si eres inglés.
Aquello me sonó a verdad a medias. Porque Tony entendía a Inglaterra muy bien. Igual que entendía (y me explicaba a mí) su posición en la jerarquía social. Amersham era espantosamente gris. Descaradamente pequeñoburgués. Lo odiaba, a pesar de que su única hermana, a la que no veía desde hacía años, se había quedado allí viviendo con sus padres, a los que no fue capaz de dejar. Su padre, ya muerto, gracias a una larga historia de amor con los cigarrillos, había trabajado para el ayuntamiento en la Oficina del Registro (que acabó dirigiendo cinco años antes de morir). Su madre, también fallecida, trabajaba como recepcionista en una consulta médica frente a la modesta casita semiadosada en la que había crecido.
Aunque Tony estaba decidido a marcharse de Amersham sin mirar atrás, se esforzó mucho por complacer a su padre y obtuvo una plaza en la Universidad de York. Pero en cuanto se licenció (con matrículas, si bien, haciendo honor al estilo flemático de Tony, le costó mucho reconocer que había recibido una nota excelente en literatura), decidió esquivar el mercado de trabajo durante un año. Se marchó a Katmandú con un par de amigos. Pero por lo que fuera acabaron en El Cairo. A los dos meses estaba trabajando para el Egyptian Gazette, un periodicucho en lengua inglesa. Después de seis meses de informar sobre accidentes de tráfico, pequeños delitos y los habituales temas de poca monta, empezó a ofrecerse a los periódicos ingleses como periodista independiente en El Cairo. Al cabo de un año, escribía regularmente artículos breves para el Chronicle, y cuando el corresponsal en Egipto del diario volvió a Londres, el periódico le ofreció el puesto. Desde aquel momento, fue un hombre del Chronicle. Con la excepción de un breve período de seis meses en Londres a mediados de los ochenta (cuando amenazó con dimitir si no lo mandaban de nuevo a primera línea), Tony estuvo moviéndose de un lugar en conflicto a otro. Por supuesto, por mucho que hablara de acción en primera línea y de independencia profesional absoluta, seguía teniendo que pasar por el aro corporativo y cumplir períodos en las oficinas de Fráncfort, Tokio y Washington, una ciudad que odiaba de todo corazón. Pero, a pesar de esas pocas concesiones a lo prosaico, Tony Hobbs se esforzaba en esquivar las trampas potenciales de la vida doméstica y profesional que atrapaban a la mayoría. Como yo.
—Yo siempre acababa por cortar y salir huyendo de esas cosas —le dije a Tony alrededor de un mes después de que empezáramos a salir.
—Ah, entonces eso es lo que es... una cosa.
—Ya sabes a lo que me refiero.
—¿Que no debo arrodillarme y declararme, porque estás pensando en romperme el corazón?
Me reí y dije:
—Te aseguro que no pienso hacerlo.
—Entonces lo que querías decir... ¿es?
—Lo que quiero decir es... —me interrumpí, sintiéndome profundamente tonta.
—¿Qué ibas a decir? —preguntó Tony, sonriendo encantado.
—Lo que quiero decir... —seguí, desesperada—. Creo que a veces sufro la enfermedad de los «bocazas». No debería haber hecho un comentario tan tonto.
—No tienes que disculparte —dijo.
—No me disculpo —contesté, como si estuviera enfadada, y de repente añadí—: De hecho, sí. Porque...
Por Dios, me sentía como si tuviera un defecto del habla y no lograra articular las palabras. Como siempre, Tony me sonreía divertido. Luego dijo:
—Entonces, ¿no planeas cortar y largarte?
—Ni hablar. Porque... yo... oh, ¿quieres hacer el favor de escucharme?
—Soy todo oídos.
—Porque... soy muy feliz contigo, y el mero hecho de sentirme así me tiene realmente sorprendida, porque no me siento así desde hace mucho tiempo, y deseo muchísimo que tú te sientas igual, porque no quiero perder el tiempo con alguien que no sienta lo mismo que yo, porque...
Me interrumpió inclinándose hacia mí y besándome. Cuando terminó, dijo:
—¿Responde esto a tu pregunta?
—Bueno...
Supongo que los actos son más expresivos que las palabras, pero seguía deseando oírle decir lo que yo acababa de decir. Por otro lado, si yo no me las arreglaba muy bien para expresar asuntos del corazón, ya me había dado cuenta de que Tony era aún más taciturno que yo para esos temas. Por ese motivo me quedé realmente sorprendida cuando él dijo:
—Estoy encantado de que no vayas a fugarte.
¿Era aquello una declaración de amor? Lo esperaba fervientemente. En aquel momento, supe que estaba enamorada de él. Como supe que mi balbuceante admisión de felicidad era lo más lejos que llegaría en mi descubrimiento emocional. Esa clase de confesiones siempre me han resultado difíciles. Tan difíciles como lo eran para mis padres, dos maestros que no podrían haber amado y