La verdad, fruto de la sabiduría y del amor. Omraam Mikhaël Aïvanhov

La verdad, fruto de la sabiduría y del amor - Omraam Mikhaël Aïvanhov


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pues, tocáis cierto aspecto, alcanzáis cierto grado de la verdad, y estos aspectos y grados son infinitos. Hay que encontrar, pues, la verdad, y, al mismo tiempo, seguir buscándola, es decir, hay que consagrarse, de una vez por todas, a estos dos principios irrefutables del amor y de la sabiduría, y, al mismo tiempo, hay que seguir buscando siempre las formas más convenientes para aplicar estos dos principios.

      III

      LA SABIDURÍA Y EL AMOR: LUZ Y CALOR

      Cuando la sabiduría y el amor se unen, nace la verdad, es decir, una vida más plena, más intensa, que, como el agua, regará todas las semillas de vuestra alma para producir gran abundancia de flores y de frutos: pensamientos luminosos y sentimientos cálidos.

      La sabiduría representa el principio masculino y el amor el principio femenino. El amor tiende hacia la sabiduría, y la sabiduría tiende hacia el amor. Sabiduría y sabiduría se repelen, amor y amor se repelen también. Ésta es una realidad que también hay que tener en cuenta en las relaciones humanas. Muchos lazos se rompen porque las dos partes son, o demasiado reservadas, o demasiado apasionadas. Para que una relación sea duradera, es preferible que ambas partes tengan temperamentos complementarios.

      En el plano físico, la sabiduría y el amor están representados por la luz y por el calor, con los que tienen grandes similitudes. Igual que la luz, la sabiduría tiene la capacidad de concentrarse en puntos ínfimos; e, igual que el calor, el amor tiene la capacidad de dilatarse en el espacio. Cuando veis a alguien por primera vez, como no le conocéis, no tenéis ningún motivo para amarle, y es entonces vuestro intelecto el que reacciona y el que empieza a mirarle detalladamente: sus ojos, su nariz, su boca, sus gestos, su profesión, sus ingresos... Mientras que, si se trata de alguien a quién amáis, no analizáis estos pormenores; le amáis tal como es, aceptáis todo su ser, vibráis al unísono con él. Y, aunque cometa algunos actos censurables, como le amáis, le perdonáis; sus faltas son detalles a los que no dais importancia. Pero, el día en que dejáis de amarle, la más mínima falta es puesta de relieve, subrayada, examinada cuidadosamente.

      ¿Queréis un ejemplo? Un químico, o un biólogo, está trabajando en su laboratorio; está ahí, concentrado en unas moléculas de gas, o en unas células extraídas de una planta o de un animal. Toda su atención está absorbida por ínfimas partículas de materia. Pero este eminente investigador está enamorado. Cuando, por la tarde, deja su laboratorio, piensa que va a ver a su amada, y, entonces, el cielo estrellado que se extiende sobre su cabeza, no le parece lo suficientemente vasto para contener su amor, ni todas las flores le bastan para expresar todas las gracias que le ve, y desearía ofrecerle todos los palacios y los tesoros de la tierra. Pero he ahí que, un día, las cosas se estropean: con el tiempo, el sentimiento se ha debilitado y su bien-amada ya no le parece tan encantadora. Entonces, sus miradas se concentran, de repente, en los más mínimos hechos y gestos para criticarlos: “Has llegado tarde; no me has lavado la camisa; has extraviado de nuevo mis gemelos; has puesto demasiada sal en la sopa; te has olvidado de comprar el periódico...” ¡Se diría que todos los microscopios de su laboratorio están ahí para amplificar cientos y miles de veces los detalles más insignificantes!

      De esta forma, el calor que dilata el corazón, ha sido reemplazado por la luz, que pone de relieve las más pequeñas cosas. Pero, ¿qué luz? En todo caso, no se trata de la luz espiritual, sino de luz corriente que está conectada con la electricidad. ¿No se dice, acaso, cuando va a estallar una disputa, que hay “electricidad en el aire”? La electricidad, convenientemente utilizada, puede dar luz, pero la electricidad no es luz.

      Y, de la misma manera que la electricidad está conectada con la luz, el magnetismo está conectado con el calor. El calor dilata, y el magnetismo atrae: uno y otro se manifiestan mediante una expansión, un aumento de los volúmenes y de las formas. Esto es tan cierto en el plano físico como en el plano psíquico. Una persona cálida y magnética produce una impresión de dilatación y ejerce una atracción sobre todos los que la rodean. Mientras que la luz y la electricidad en un ser producen efectos inversos. La mayoría de los seres, se sienten poco atraídos hacia aquél que posee la luz, el saber, porque se sienten inferiores, tienen miedo de ser juzgados y prefieren mantenerse apartados. En cuanto a aquél que está demasiado cargado de electricidad, evidentemente, repele a los demás.

      Ahora os corresponde a vosotros comprender cómo debéis utilizar el amor (el calor y el magnetismo) y la sabiduría (la luz y la electricidad). El amor ata, y la sabiduría desata. La sabiduría os permite distinguir el bien del mal y rechazar este último. Pero si utilizáis siempre la sabiduría, ni siquiera vuestros amigos permanecerán mucho tiempo a vuestro lado. La sabiduría brilla, desde luego, pero es fría, y a los hombres no les gusta demasiado permanecer junto a una luz fría. Por eso los sabios son, a menudo, solitarios, mientras que los menos sabios, pero cálidos, están rodeados de amigos. ¿Qué hacer entonces?... ¿Hay que decidirse, acaso, a desdeñar la sabiduría para no quedarnos solos? No, claro, porque entonces corréis también un peligro: el de ser invadidos e inmovilizados. La dificultad se encuentra, precisamente, en aprender a armonizar ambas corrientes en uno mismo: saber cuándo es deseable manifestar el amor, y cuándo la sabiduría.

      Ya os expliqué cómo ha resuelto este problema el agua*, que está continuamente subiendo y bajando entre la tierra y el cielo.

      * Leer “El ciclo del agua: amor y sabiduría” en Las revelaciones del fuego y del agua? (Izvor N° 232).

      Sube para cultivar la sabiduría, y baja para manifestar el amor. Sube para recibir las bendiciones del cielo, y baja para transmitir estas bendiciones a la tierra. Tomar y dar, recibir y transmitir, he ahí la verdad, el cumplimiento de la voluntad de Dios.

      En los tres primeros versículos de la oración dominical: “Padre nuestro, que estás en los Cielos, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo”, encontramos una aplicación de lo que os explico concerniente al amor, la sabiduría y la verdad.

      “Santificado sea tu nombre”: la santificación es un acto unido a la sabiduría, a la luz. La luz es la que santifica e ilumina las obras de Dios. Si nuestra comprensión es justa, santificamos todo aquello a lo que nos acercamos. Y ¿por qué debemos santificar el nombre de Dios? Porque el nombre es una síntesis de todos los elementos. El nombre de Dios encierra, comprende, todas las formas, todas las existencias.

      “Venga a nosotros tu reino”: el reino de Dios es el amor perfecto. No existe verdadero reino fuera del amor: éste es el que asegura la cohesión de todas las partes. Un reino sin amor se disloca. Para los Iniciados, el amor no es un sentimiento efímero, sino un estado de conciencia estable, ininterrumpido, en el que nos sentimos en armonía con todo lo que existe.

      “Hágase tu voluntad”: aquél que, gracias a la sabiduría, ha llegado a santificar el nombre de Dios en él, y, gracias al amor, ha llegado a establecer su reino, necesariamente hará su voluntad. Hacer la voluntad de Dios es estar en la verdad.

      Todos los cristianos recitan esta oración; ciertamente que es la que recitan más a menudo, pero sin conseguir captar, la mayoría de las veces, su profundidad. Así que vosotros, al menos, cuando la recitéis, sed conscientes de lo que decís.

      Os daré, incluso, un ejercicio para practicar. Sentaos tranquilamente poniendo vuestras manos sobre las rodillas. Inspirad durante seis tiempos, diciendo: “Dios mío, que tu nombre sea santificado en mí…” Retened el aliento (también durante seis tiempos) y decid: “Que tu reino se instale en mí”; y finalmente expiradlo (otros seis tiempos también) diciendo: “Que tu voluntad se cumpla a través de mí…” Repetid este ejercicio cuatro o cinco veces por día durante algunas semanas, y os daréis cuenta de que algo dentro de vosotros se ilumina, se ensancha, se serena. Desde hace veinte siglos, millones y miles de millones de cristianos han recitado esta oración, y aunque no fuesen demasiado conscientes de su significado, han hecho de ella una fórmula viva en el mundo invisible, un depósito de fuerzas acumuladas. Y vosotros, al repetirla ahora conscientemente, os conectáis con este gran depósito y atraéis hacia vosotros todas estas energías benéficas para continuar mejor vuestro trabajo.

      Meditad sobre la sabiduría, que se ocupa de las pequeñas cosas, y sobre el amor,


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