Tuareg. Alberto Vazquez-Figueroa

Tuareg - Alberto Vazquez-Figueroa


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targuí que se fue esta mañana pudo muy bien haberme comentado que tiene noticias de que las caravanas de esclavos se están adentrando en nuestro territorio. Su tráfico está aumentando de nuevo en proporciones alarmantes.

      –Lo sé. Pero se dirigen al mar Rojo y hacia los países que aún aceptan la esclavitud.

      –Es cierto –admitió Malik–. ¿Pero quién nos impide intentar verificar una denuncia, y confesar más tarde que se trataba de una falsa alarma? –Sonrió con ironía–. Más bien tendrían que felicitarnos por nuestro celo, y nuestro espíritu de sacrificio.

      Penetraron en el barracón de oficinas, que no era más que una amplia estancia con dos mesas, recalentada ya a aquellas horas de la mañana, y el capitán fue a plantarse directamente ante el gran mapa de la zona que ocupaba toda la pared del fondo.

      –A veces me pregunto cómo diablos te agarraron para meterte en este agujero siendo tan listo. ¿Dónde piensas buscar?

      Malik señaló decidido una inmensa mancha amarilla, en cuyo centro aparecía un espacio completamente en blanco, sin la menor traza de pista, sendero de camellos, pozo, o lugar habitado.

      –Aquí, en el centro mismo de Tikdabra. Lógicamente la ruta de la caravana tenía que haber dejado Tikdabra al norte, evitándolo. Pero si se desviaron, adentrándose en las dunas, tuvieron que encontrarse luego con esta zona de «tierra vacía», demasiado tarde ya para volver atrás.

      No les debió quedar entonces más remedio que intentar alcanzar los pozos de Muley-el-Akbar, y no llegaron.

      –No es más que una teoría. Igual pueden estar ahí que en otra parte.

      –Tal vez. Pero no están en ninguna otra parte –le hizo notar–. Durante años se ha rastreado la región al sur de Tikdabra. Y al este, y al oeste. Pero nadie se atrevió nunca con Tikdabra mismo. O, al menos, los que se atrevieron jamás regresaron.

      El capitán calculó a ojo:

      –Más de quinientos kilómetros de largo por trescientos de ancho de dunas y llanuras. Tendrías más oportunidad de encontrar una pulga blanca en una manada de meharis.

      La respuesta fue concisa;

      –Tengo once años para buscar.

      El capitán tomó asiento en su desvencijada butaca forrada de piel de gacela, buscó un cigarrillo, lo encendió despacio, y estudió detenidamente un mapa que conocía al dedillo, pues ya estaba allí clavado el día que llegó al puesto. Conocía el desierto y sabía muy bien lo que significaba adentrarse en un «erg» como el de Tikdabra, formado por una ininterrumpida sucesión de altísimas dunas que se prolongaban como un mar de gigantescas olas que parecían proteger, como una trampa de arena movediza en la que hombres y camellos se hundían a veces hasta el pecho, a una inmensa llanura sin horizontes, tan plana como la más plana de las mesas, y en la que el sol reverberaba de continuo dificultando la visión, cortando el aliento, y haciendo hervir la sangre a hombres y bestias.

      –Ni un lagarto puede sobrevivir allí –musitó al fin–. Si alguien te acompaña, es que ya tiene el «kafard», y me harás un gran favor quitándomelo de encima. –Abrió la pequeña caja fuerte empotrada en el suelo y oculta bajo unas tablas al lado mismo de su mesa; contó el dinero que había en ella y negó con un gesto–. Tendrás que requisar los camellos entre las tribus beduinas –señaló–. No tengo dinero, y no puedes llevarte los nuestros.

      –Mubarrak me ayudará a conseguirlos. –Se dirigió a la puerta–. Si me da su permiso, hablaré con mis hombres.

      Respondió con un gesto a su saludo, cerró de nuevo la caja y permaneció muy quieto, con los pies sobre la mesa, contemplando el mapa. Sonrió levemente, satisfecho de haber aceptado la propuesta. Si las cosas iban mal, perdería seis hombres y un guía targuí, amén de dos vehículos. Pero nadie iba a reclamarle por algo que era hasta cierto punto normal en aquellas latitudes. Patrullas que desaparecían para siempre había muchas, pues bastaba un error del guía, una avería en el motor, o la rotura de un eje, para que un simple paseo rutinario se convirtiese en una tragedia sin solución posible. De hecho, con ello contaban cuando enviaban a Adoras a todo aquel desecho de los cuarteles y prisiones del país. En buena lógica, ninguno de sus hombres debería regresar con vida a la civilización, porque la sociedad no les quería en su seno, y los había rechazado para siempre. A nadie le importaba, por tanto, que se matasen a cuchilladas, se los llevaran las fiebres, se perdieran en el transcurso de una patrulla rutinaria, o desaparecieran durante la persecución de un mítico tesoro.

      «La Gran Caravana» estaba allí, en alguna parte hacia el sur, y en eso todos estaban de acuerdo, pues no podía haberse volatilizado, y lo más preciado de su cargamento soportaba sin deterioro el paso de los años, y aun de los siglos. Con una minúscula parte de ese cargamento, el capitán Kaleb-el-Fasi podría abandonar para siempre Adoras y plantarse de nuevo en Francia, en aquel Cannes en cuyo «Hotel Majestic» pasó una de las épocas más hermosas de su vida, en compañía de la preciosa dependienta de una «boutique» de la Rue de Antibes que debió esperar durante años a que algún día cumpliese su palabra de regresar a buscarla.

      A media tarde abrían los grandes ventanales que daban sobre la piscina, «La Croisette» y la playa, y hacían el amor cara al mar hasta el oscurecer, para irse luego a cenar a «Le Moulin de Mougens», «El Oasis», o «Chez Félix» y terminar la noche en el Casino, arriesgándolo todo al número ocho.

      Era un duro precio el que estaba pagando por aquellos días; demasiado alto a su modo de ver, y lo peor no estaba, quizás, en el desierto en sí, su calor y su monotonía, sino en los recuerdos, y en la seguridad de que, si algún día lograba salir vivo de Adoras, ya no estaría en condiciones de disfrutar nuevamente de los hoteles, los restaurantes, o las muchachas de Cannes.

      Permaneció hundido en sus recuerdos, permitiendo que el sudor comenzara a escurrir por todo su cuerpo a medida que un calor de horno se iba apoderando del campamento, a la espera de que su ordenanza llegara con una bandeja y el pringoso y repugnante «cuscus» de todos los días que consumió sin hambre, acompañado de cortos sorbos de una agua tibia, turbia y levemente salobre, a la que aún no había conseguido acostumbrarse, y que le seguía produciendo diarrea pese a los años transcurridos.

      Luego, cuando el sol caía a plomo, vertical, tan agobiante que ni las moscas alzaban el vuelo, atravesó despacio el solitario, palmeral y buscó refugio nuevamente en su barraca, dejando ahora puertas y ventanas completamente abiertas en un intento de aprovechar el menor soplo de aire.

      Era aquella la hora de la «gaila», la siesta sagrada en el desierto pues durante las cuatro horas de calor más intenso los hombres –y aun las bestias– debían mantenerse quietos a la sombra, si no querían correr el peligro de deshidratarse o caer fulminados por una insolación.

      Los soldados dormían ya en sus barracones, y tan solo un centinela se mantenía en pie, protegido por un sombrajo, luchando con todas sus fuerzas –a menudo inútilmente– por mantener los ojos entrecerrados lo justo para no dormirse por completo, y lo suficiente como para que la reverberación del sol en las blancas dunas no acabara por dejarle momentáneamente ciego.

      Una hora después se hubiera podido creer que el puesto militar de Adoras estaba muerto. El termómetro, a la sombra, pues al sol probablemente hubiera acabado por estallar, se aproximaba peligrosamente a la raya de los cincuenta grados centígrados y los penachos de las palmeras se mantenían tan inmóviles por la falta de viento, que se llegaría a pensar que no eran reales, sino que estaban únicamente pintados en el cielo.

      Con la boca abierta y, los rostros cubiertos de sudor, desmadejados y rotos como muñecos sin vida, los hombres roncaban, aplastados por el bochorno, incapaces siquiera de espantarse las moscas que llegaban incluso a posárseles en la lengua, en busca de una leve humedad. Alguien soñó brevemente en voz alta, en lo que fue casi un lamento, y un cabo se despertó de un salto con los ojos dilatados de espanto, pues durante unos segundos angustiosos temió que se asfixiaba, ya que el aire no llegaba a sus pulmones.

      Un negro esquelético, insomne en su rincón, le observó fijamente hasta que


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