Tuareg. Alberto Vazquez-Figueroa
un lugar al que aferrarse, un hogar definitivo que les acogiese y les librase de aquel eterno vagar sin destino de un lado a otro de África.
Con la lechosa luz del alba, filtrada por millones de diminutos granos de polvo en suspensión, los matojos surgían de la nada como fantasmas que quisieran lanzarse sobre hombres y bestias, para perderse luego, tal como habían llegado, en la infinita nada del desierto sin fronteras.
«Debe existir una frontera en alguna parte. Estoy seguro...», había dicho con un tono de desesperada ansiedad, y ahora estaba muerto.
A Gacel nunca nadie le habló antes de fronteras porque nunca existieron entre los confines del Sáhara.
«¿Qué frontera detendría a la arena o al viento?»
Volvió el rostro hacia la noche y trató de comprender, pero no pudo.
Aquellos hombres no eran criminales, pero a uno lo habían enterrado, y al otro se lo habían llevado nadie sabía adónde. No se podía asesinar a nadie tan fríamente, por grande que fuera su delito.
Y menos aún, mientras dormía bajo la protección y el techo de un «inmouchar».
Algo extraño rodeaba aquella historia, pero Gacel no acertaba a averiguar qué, y tan solo una cosa quedaba clara: la más antigua ley del desierto se había quebrantado y eso era algo que un «imohag» no podía aceptar.
Recordó a la vieja Khaltoum y una mano helada, el miedo se le posó en la nuca. Luego bajó el rostro hacia los abiertos ojos de Laila que brillaban insomnes en la penumbra reflejando los últimos rescoldos de la hoguera y sintió pena por ella; por sus quince años mal cumplidos y lo vacías que quedarían sus noches cuando se fuera. Y también sintió pena de sí mismo; de lo vacías que quedarían sus noches cuando ella no estuviera a su lado.
Le acarició el cabello y advirtió que agradecía el gesto como un animal abriendo aún más sus grandes ojos de gacela asustada.
–¿Cuándo volverás? –musitó más como súplica que como pregunta.
Negó con la cabeza:
–No lo sé –admitió–. Cuando haya hecho justicia.
–¿Qué significaban esos hombres para ti...?
–Nada –confesó–. Nada hasta ayer. Pero no se trata de ellos. Se trata de mí mismo. Tú no lo entiendes.
Laila lo entendía, pero no protestó. Se limitó a apretujarse aún más contra él como buscando su fuerza o su calor, y extendió las manos en un último intento de retenerle cuando él se puso en pie y se encaminó a la salida.
Fuera, el viento continuaba llorando mansamente. Hacía frío y se arrebujó en su «jaique» mientras un temblor inevitable le ascendía por la espalda, nunca supo si por el frío o por el espantoso vacío de la noche que se abría ante él. Era como sumergirse en un mar de tinta negra, y apenas lo había hecho cuando Suílem surgió de las tinieblas y le tendió las riendas de «R.Orab».
–Suerte, amo –dijo, y desapareció como si no hubiera existido.
Obligó a la bestia a arrodillarse, trepó a su lomo, y con el talón la golpeó levemente en el cuello:
–¡Shiaaaaa...! –ordenó–. ¡Vamos! El animal lanzó un berrido malhumorado, se irguió pesadamente, y quedó muy quieto, sobre sus cuatro patas, de cara al viento, esperando.
El targuí le orientó hacia el noroeste y clavó de nuevo el talón con más ímpetu para que iniciara la marcha.
A la entrada de la «jaima» se recortó una sombra más densa que el resto de las sombras más oscuras. Los ojos de Laila brillaron nuevamente en la noche mientras jinete y montura desaparecían como empujados por el viento y los matojos.
Ese viento sollozaba cada vez con más fuerza, sabiendo que pronto la luz del sol vendría a calmarle.
Aún el día no era ni siquiera aquella penumbra lechosa que le permitía distinguir apenas la cabeza de su camello, pero Gacel no necesitaba más. Sabía que no existía obstáculo alguno ante él en cientos de kilómetros a la redonda, y su instinto de hombre del desierto, y su capacidad de orientarse incluso con los ojos cerrados, le marcaban el rumbo aun en la más espesa noche.
Esa era una virtud que únicamente él, y los que como él habían nacido y se habían criado en las arenas, poseían. Como las palomas mensajeras, como las aves migratorias o las ballenas en lo más profundo de los océanos, el targuí sabía siempre dónde se encontraba y hacia dónde se dirigía, como si una viejísima glándula, atrofiada en el resto de los seres humanos, se hubiera mantenido activa y eficiente únicamente en ellos.
Norte, sur, este y oeste; pozos, oasis, caminos, montañas, «tierras vacías», ríos de dunas, planicies rocosas... Todo el universo de las inmensidades saharianas parecía reflejarse como un eco en el fondo del cerebro de Gacel, sin él saberlo, sin tomar plena conciencia de ello.
El sol le sorprendió a lomos de su mehari, y fue ascendiendo sobre su cabeza, cada vez más poderoso, acallando al viento, aplastando la tierra, aquietando a la arena y los matojos que no corrían ya de un lado a otro; sacando de sus cuevas a los lagartos, y dejando en tierra a los pájaros, que ni a volar se atrevían cuando alcanzó al fin su cenit.
El targuí detuvo entonces su montura, la obligó a arrodillarse, y clavó en tierra su larga espada y su viejo fusil, que sirvieron de soporte, junto a la cruz de la silla, a un tosco y diminuto techo de gruesa tela.
Se refugió a su sombra, apoyó la cabeza en el blanco lomo del mehari y se quedó dormido.
Le despertó, palpitando en las aletas de la nariz, el más ansiado de los olores del desierto. Abrió los ojos y permaneció muy quieto, aspirando el aire, sin querer mirar hacia el cielo, temeroso de que todo fuera un sueño, pero cuando al fin giró la cabeza hacia el oeste, la vio allá, cubriendo el horizonte, grande, oscura, prometedora y llena de vida, distinta a aquellas otras blancas, altas y como mendicantes, que de tanto en tanto llegaban del norte para perderse de vista sin aventurar la más vana esperanza de lluvia.
Aquella nube gris, baja y esplendorosa, parecía ocultar en su seno todos los tesoros de agua del universo, y era, probablemente, la más hermosa que Gacel hubiera alcanzado a ver en los quince últimos años, quizá desde la gran tormenta que precedió al nacimiento de Laila; la que había hecho que su abuela le predijera un tétrico futuro porque en aquella ocasión el agua ansiada se convirtió en riada que arrastró «jaimas» y animales, destrozó cultivos y ahogó una camella.
«R.Orab» se agitó inquieto. Giró su largo cuello y orientó el hocico ansioso hacia la cortina de agua que avanzaba descomponiendo la luz y transformando el paisaje. Barritó suavemente y de su garganta nació un ronroneo de enorme gato satisfecho.
Gacel se puso lentamente en pie, le despojó de la montura, y se despojó a su vez de la ropa que extendió cuidadosamente sobre matojos para que recibieran toda el agua posible. Luego, descalzo y desnudo, aguardó en pie a que las primeras gotas salpicaran la arena y la tierra, cubriendo de cicatrices, como de viruela, el rostro del desierto, para llegar luego el agua en oleadas, embriagando sus sentidos al escuchar el dulce repiqueteo que se tornaba en estruendo, sentir sobre la piel la tibia caricia, gustar en la boca la frescura limpia y clara y aspirar el ansiado perfume de la tierra empapada, de la que se elevaba un vaho denso y turbador.
Allí estaba al fin la unión maravillosa y fecunda, y pronto, con el sol de aquella misma tarde, la dormida semilla del «acheb» despertaría violenta, cubriría la llanura de verde, y transformaría el árido paisaje en la más hermosa de las regiones, floreciendo apenas unos días para sumergirse luego en un nuevo y largo sueño hasta la próxima tormenta que tal vez tardara otros quince años en llegar.
Era hermoso el «acheb» libre y salvaje; incapaz de nacer en tierra cultivada, ni junto al pozo, ni bajo la mano cuidadosa del campesino que lo regaba día a día, como el espíritu del pueblo de los tuareg, el único capaz de permanecer, siglo tras siglo, pegado a unos arenales y un pedregal al que el resto de los humanos había renunciado