Dejar huella. Ángeles Mastretta
nada más
Sergio Pitol
Sergio Pitol (Puebla, 1933) es novelista, ensayista y traductor de autores clásicos como Conrad, James, Gombrowicz y Andrzejewski. Entre sus obras destacan: El desfile del amor (1985), Domar a la divina garza (1988), La vida conyugal (1991), El arte de la fuga (1996), El mago de Viena (2005) y Autobiografía soterrada (2011). En 2005 recibió el Premio Cervantes, el más importante de la literatura en español. El texto que sigue es un fragmento de El arte de la fuga.
24 de abril de 1994.
Estoy a punto de abrir la puerta de mi casa cuando un joven se acerca y me pregunta si le permitiría sacar a pasear a Sacho esa tarde. La proposición me viene de perlas, porque tengo que escribir un artículo que debía ya haber terminado. A las cinco de la tarde, la hora del paseo vespertino, pasa por la casa. Me dice que llevará al perro al parque de Los Berros. Sacho sale con él sin protestar, lo que me deja bastante asombrado. Pero no regresa a la hora convenida. Por la mañana, muy angustiado, salgo a preguntar a los vecinos si saben algo de Sacho, si lo han visto con un joven de tales y cuales características, y nadie puede darme razón ni del perro ni de su acompañante. Al mediodía Sacho se presenta en casa, muy maltrecho, sediento e irritable. Llega solo, tiene un collar de cuero diferente al suyo; algo me llama la atención en ese collar pero no logro saber con exactitud qué es. Tiene un grabado que implica algo riesgoso. A esas horas se hace pública la noticia del asesinato de un político local. La ciudad se llena de rumores. Por la noche, en el noticiero de la televisión, me entero de que un personaje sospechoso había estado paseando con un perro por el lugar donde había ocurrido el crimen. Una locutora describe al perro, y todas sus características coinciden con las de Sacho. No me cabe ya la menor duda de que el criminal, o uno de sus cómplices, es el muchacho que se había llevado a Sacho. No logro explicarme cómo pude dejarlo en manos de un desconocido. Mi ansiedad crece a medida que pasa el día. Pueden sospechar que Sacho esté implicado en una conjura, que hasta yo pueda tener ligas con los criminales. A todo esto, Sacho se comporta conmigo con una insolencia infinita, pocas veces lo he visto tan desagradable, como si estuviera resentido y me culpara de los malos ratos pasados la tarde y la noche anterior. Pero, ¿dónde pudo haber pasado la noche? ¿Podría conducirme a ese lugar? ¿Y qué caso tendría intentarlo? No consigo salir de mi perplejidad. Me digo que todo eso no es sino un sueño; lucho por salir de ese sueño antes de que la policía llegue a interrogarme, pero no lo logro. Son precisamente los ladridos de Sacho los que me despiertan del sueño interminable. Está muy irritado. A duras penas puedo ponerle el collar y hacerlo salir para su habitual paseo matutino.
21 de abril de 1992.
Me he instalado en Roma, en donde acabo de comprar una casa. Debe ser en las afueras de la ciudad; su aspecto es pobretón: pocos muebles, todos viejos, polvosos y desvencijados. De pronto veo chisporrotear un cable eléctrico; las chispas se convierten en pequeñas llamas y comienzan a carbonizar una viga. Vivo solo, sin nadie que me auxilie en esos casos.
Salgo a buscar a un electricista, pero la situación parece no preocuparme demasiado, como si ese cortocircuito tuviera la misma escasa importancia de la puerta del armario que cierra con dificultad. Salgo a la calle con una escalera portátil en una mano y en la otra una maleta. Advierto que Sacho me ha seguido; lo dejo acompañarme, pues es la hora de su paseo. Escondo la escalera y la maleta entre un macizo de flores, en una pequeña rotonda bastante desabrida. Descubro una entrada al Pincio y me interno con Sacho por una puerta para mí desconocida. Pasamos frente a un aviario; jaulas enormes albergan allí a miles de aves exóticas, maravillosamente coloridas. Comenzamos a ascender una colina; al pasar por un tendajón se me antoja comprar un poco de pan y queso. A Sacho no le permiten el ingreso, así que lo dejo en la acera con instrucciones de no moverse durante mi ausencia. Me equivoco y salgo por una puerta trasera; aprovecho la oportunidad para dar unos pasos y disfrutar del paisaje. En un momento dado, descubro que me he perdido. Camino sin rumbo, angustiado; llevo a Sacho clavado en el pensamiento. Entro en un café y le cuento a todo el mundo mi desgracia, la pérdida de mi perro, la imposibilidad de encontrarlo. Pido que me orienten para volver a esa entrada del Pincio donde hay un aviario. Un joven se ofrece a conducirme al lugar, dice conocer el camino a la perfección por ser distribuidor de pan en todos los negocios del rumbo. Antes de salir, elige con mortal parsimonia un par de enormes hogazas, y luego, ya de camino, me explica lo importante que el pan es para los romanos, en especial ese tipo de pan oscuro y pesado; dice que al comerlo comulgan, ratifican su identidad. Lo oigo con desesperación. Comento que hemos errado el camino, que cada vez me siento más lejos del lugar donde Sacho yace abandonado. Responde con petulancia que conoce mejor que nadie esos lugares, que seguimos un atajo directo. Caminamos en silencio durante largo rato. Al dar vuelta a un recodo aparece ante mí la cúpula de San Pedro. ¡El Vaticano, pues! No me cabe la menor duda de que he seguido a un loco o a un irresponsable, que es lo mismo. Lo insulto y se marcha comiendo su pan. No me explico cómo pudimos haber pasado el río sin yo advertirlo. Hemos atravesado media Roma; estoy más lejos que nunca de mi pobre perro, y ha comenzado a caer la noche. Con toda seguridad también él andará, desesperado, buscándome. En el peor de los casos alguien apreciará la calidad de su pelaje, se enternecerá ante su desamparo, descubrirá sus cualidades y cuidará de él. Sacho no tendrá que vagabundear por las calles. A mí, en cambio, me será imposible sobrevivir a su pérdida. Me sentiré culpable de haberlo abandonado. Recuerdo que he dejado en algún lugar una maleta y una escalera, objetos insólitos para salir a la calle en busca de un electricista; recuerdo también que mi casa había comenzado a quemarse. Han pasado tantas horas que sólo quedarán cenizas de ella. Salí a la calle sin documentos de identidad, o tal vez estén en la maleta perdida. No tengo amigos en la ciudad a quienes recurrir. Me presentaré mañana en el consulado para pedir mi repatriación. Volveré a México en la miseria; pero eso no me importa, lo verdaderamente trágico es regresar sin Sacho.
En ese momento despierto desolado, con la sensación de que el resto de mi vida transcurrirá sombríamente, que nunca podré recuperarme, que todo ha sido culpa mía. Me cuesta trabajo convencerme de que he resucitado, es decir que he vuelto a la realidad, que estoy en mi cuarto, que la agonía que acabo de vivir ha sido un mero sueño, y en ese momento descubro que a un metro de mi cama Sacho duerme. Veo el reloj, es tardísimo, ha pasado la hora en que debe salir. Por ser domingo estamos solos en casa. Le pongo de inmediato la correa y hacemos nuestro habitual recorrido por el centro de Coyoacán. Vuelve a cada momento la cabeza, como si quisiera cerciorarse de que en verdad está conmigo, como si hubiera soñado que yo me había perdido en un inmenso parque de una ciudad extraña.
Quevedo para un perro
Ángeles Mastretta
Ángeles Mastretta (Ciudad de Puebla, 1949) es autora de las novelas: Arráncame la vida (1985), Mal de amores (1997) y Ninguna eternidad como la mía (1999), y de los libros de relatos: Mujeres de ojos grandes (1990), Puerto libre (1994), El mundo iluminado (1998), El cielo de los leones (2003) y Maridos (2007), y los libros de memorias: La emoción de las cosas (2012) y El viento de las horas (2015).
Pasada la primera juventud, uno se cree experto en el padecimiento y la contemplación de los abismos provocados por un amor no correspondido. Por eso es que hasta hace poco yo tenía la certeza de saber casi todo lo que es posible sufrir cuando se cruza por ese infierno azul que es el amor mal pagado. Mi perro me enseñó hace poco que no era así.
El Gioco parece dueño de una vida interior más intensa que la de cualquiera de quienes lo rodeamos, es capaz de aburrirse y gozar con más énfasis que María Callas y cuando implora con sus ojos tristones impone las excursiones más inusitadas. El Gioco duerme sobre las camas, ensucia los sillones de la sala con sus patas mojadas en lodo, ha desbaratado los barrotes de las bien amadas sillas que nos heredó la bisabuela, y el postre de su desayuno ha sido siempre un par de calcetines. Por las mañanas oye música y agradece fragmentos de La Bohemia o sonatas de Mozart,