Gloria en el infierno. Pepa L. Casanova
pero me dio por visitar su perfil y enviarle un saludo con algún comentario sobre su anuncio. No contestó. Normalmente, no le daba importancia a ese gesto. Era habitual que la gente recibiera mensajes y no contestara, así como que los enviara y tampoco recibiera contestación, pero a mí me molestó que me ignoraran en esta ocasión.
Al día siguiente volví a verle en línea. Le envié otro mensaje, que además llevaba tirón de orejas. Esta vez respondió y se disculpó. Chateamos un ratito y nos intercambiamos los teléfonos. Me llamó y justo dos días después me operaban de rodilla. Las semanas de convalecencia y rehabilitación me impidieron hacer una vida normal y salir de casa, pero las aproveché para hablar por teléfono con Gonzalo. Horas y horas. Recuerdo algunos días que de una sentada podíamos estar hablando hasta seis horas seguidas. No nos cansábamos y esperábamos con ilusión al día siguiente para continuar. En ese mes y medio intenso hablamos de todo: de nuestra infancia y adolescencia, de nuestras familias, de las exparejas, de política, de sexo, de nuestras ilusiones y frustraciones, de lo que esperábamos de la vida, de la amistad, de nuestros miedos, complejos… Quedaron muy pocas parcelas por tratar. Recuerdo aquella etapa como muy divertida. Gonzalo sabía estimular mi imaginación y a menudo sacaba esa niña ingeniosa que dormía dentro de mí. Como le gustaba jugar, para mantener despierta su curiosidad elaboraba algunos juegos excitantes hechos expresamente para nosotros. Exprimimos al máximo esa situación, sacándole partido y disfrutando de ella en lo posible. Esas largas horas de charlas nos permitieron mostrarnos tal cual éramos y expresar lo que pensábamos abiertamente. Estar parapetados detrás del teléfono ayudó y facilitó la labor de desnudarse. La confianza fue creciendo y algo se iba gestando entre nosotros. Teníamos la sensación de conocernos bien aunque solo nos hubiéramos visto en algunas fotos y vídeos que intercambiamos.
Se acercaba el momento de conocernos en persona. Quedamos el último sábado de mayo en su casa y preparamos minuciosamente ese encuentro. Gonzalo dejó la llave bajo el felpudo del portón de la entrada y hasta que yo llegué se quedó en la calle haciendo tiempo. Entré en la casa, me encontré una nota de bienvenida y a Pink Floyd sonando de fondo. Eché un vistazo rápido a lo que alcanzaba mi vista desde el sofá del salón, donde le esperé sentada. Recuerdo aquel momento de lo más excitante y temblaba como una adolescente en su primer baile, convencida de que este hombre me gustaba tanto por dentro que me daba igual cómo fuera el envoltorio. Así que, para demostrárselo, le recibí con los ojos vendados. A los pocos minutos apareció Gonzalo y nos besamos apasionadamente. Quería sentirle, saborearle y olerle antes de verle. Retiró el pañuelo que cubría mis ojos y ahí empezó esta aventura. Luego necesitamos un tiempo para encajarnos en los moldes respectivos que nos habíamos prefabricado. El perfil virtual había que acoplarlo en la foto real. Descubrimos la otra parte que nos quedaba por conocer: los gestos, las miradas, el tono de voz, los olores… Si interesante fue conocernos delante de un ordenador, detrás de la pantalla las posibilidades fueron inagotables.
Como acordamos en un contrato previo, firmado por ambas partes, vivíamos cada uno en su casa. Decidimos ser novios de forma indefinida y matrimonio a tiempo parcial. Los fines de semana y un par de días laborales nos los reservaríamos para nosotros. Se fue redefiniendo lo individual, lo común, lo que queríamos compartir y lo que no, cómo nos organizaríamos, el trato con las familias… Todo se desarrollaba bajo un clima de permanente negociación. Nunca nos levantamos la voz ni nos faltamos al respeto. Incluso en los momentos más difíciles (que, por supuesto, los hubo también) supimos hablarnos y escucharnos sin sentirnos agredidos. La tolerancia y la comprensión estuvieron siempre en lo alto de la mesa. La convivencia nos puso a prueba en muchos sentidos. Su forma de vida, más o menos anárquica e improvisada, frente a la mía, ordenada, disciplinada y muy apegada a la rutina, nos obligaba a renegociar continuamente para poder hallar puntos y espacios intermedios. La rigidez con la que he podido tratar algunos asuntos tal vez haya podido abrir brecha entre nosotros. Recuerdo etapas de Gonzalo en las que pasaba de un estado de euforia a otro de melancolía en cuestión de minutos, hecho que hacía difícil convivir con él en esos momentos.
Aparentemente, Gonzalo está en un polo y yo estoy en el opuesto, somos muy diferentes. Desde fuera había quien no daba un duro por nosotros y, por el contrario, quien pensaba que nos moriríamos juntos. Lo que ha posibilitado que esta pareja haya funcionado han sido esos espacios invisibles que solo Gonzalo y yo veíamos, donde realmente se desarrollaba nuestra vida en común y que dieron sentido a nuestra historia, tales como una profunda complicidad, una entrañable amistad, una vida sexual satisfactoria, una fuerte compenetración, incansables diálogos, desinhibición, ausencia de complejos, aceptación de las limitaciones de cada uno…
Evidentemente, en el haber también tuvimos nuestros más y nuestros menos. En Irlanda Gonzalo me dio la primera sorpresa. Incumplió una de las cláusulas de nuestro particular contrato. Estaba de vacaciones con él en Dublín, donde vivió durante un año, y descubrí que me había sido infiel un par de meses antes. Adelanté mi viaje de vuelta a Málaga y rompí con él. Podía entenderlo y comprenderlo todo, excepto la infidelidad. Para mí es importantísimo que mi pareja sea fiel. El hecho físico de acostarse con otra mujer escuece, pero lo que realmente lacera es el engaño, la deslealtad y la pérdida de confianza. Aquel momento fue tremendamente doloroso. De Gonzalo era del último hombre que me podía esperar algo así. Aunque conocía sus antecedentes, hasta ese momento no me dio muestras para pensar lo contrario. Además, lo último que puedes imaginar cuando estás tan enamorada de alguien y convencida de que de ti también lo están es que te harán de menos con otra mujer. ¡Qué ingenua!
Un par de meses más tarde, por aquello de que todos merecemos una segunda oportunidad, lo intentamos de nuevo. En ese caso, Gonzalo buscó trabajo en Málaga y se vino para acá en noviembre de ese mismo año. Retomamos la relación. La verdad es que me costó volver a confiar de nuevo en él. Hubo de jurarme que no me engañaría más y que si conocía a alguien me lo diría y acto seguido romperíamos. El regreso de Gonzalo a España coincidió con mi etapa premenopáusica. Ahí los momentos difíciles los aporté yo: cambios de humor, dolores de huesos, depresión, insomnio, sofocos, ausencia de libido… ¡Una racha de órdago, vamos! Valoré enormemente su actitud conmigo. Fue paciente, comprensivo, siempre dispuesto a escucharme y a demostrarme su cariño. Momento también importante para mí fue cuando le descubrí a Gonzalo a lo que me había dedicado de jovencita. Con él desenterré ese fantasma, lo necesitaba, y con él sentí que se evaporó. Hasta el punto de que hemos aprendido a sacarle partido a esta historia. Hemos incorporado a nuestras fantasías las vivencias pasadas. Me siento liberada con respecto a aquello y reconozco que Gonzalo contribuyó a ello. Con él me he sentido querida, respetada, deseada, amante, niña, amiga, madre, libre para hacer y deshacer, para ir y venir, para expresarme sin miedo. Todas estas cosas, entre otras, son las que han inclinado mi balanza para seguir manteniendo y apostando por esta relación.
Gonzalo
Mi nombre es Gonzalo. Nací en León capital a finales de los años sesenta. Conservo recuerdos difusos de cuando tenía unos tres años y algunas ideas un poco extrañas: pensaba que la gente fumaba para combatir el frío y que usaba relojes de pulsera porque eso le daba fuerza.
Fui el mayor de cuatro hermanos. Siempre discutíamos por todo y casi siempre me llevaba las regañinas de mi madre. Recuerdo haber vivido en bastantes sitios. Del último, del barrio de San Mamés, es del que mejor recuerdo tengo: los olores del café por la mañana en los bares, mi primer colegio, el portal donde vivíamos, las heladas en las calles y sobre todo, de manera especial, guardo en mi memoria las veces que íbamos a casa de mis tíos. Aunque el camino era largo y lo hacíamos andando, resultaba muy agradable. Mis tíos no pudieron tener hijos. Creo que debido a eso nos trataban como si nosotros lo fuéramos. Tenían un trato especial conmigo, me sentía muy arropado con ellos. Mi tío es todo un melómano y me enseñó mucho sobre música clásica, a escucharla, a distinguir cómo sonaba cada instrumento y a reconocerlos. ¡Eso sí que era estimulante!
Mi abuela se escapaba de su casa para vernos. Llegaba en el autobús y nosotros la esperábamos en la parada. Era una mujer prisionera de dos mundos, sin capacidad para decidir y siempre triste por mi madre y por nosotros.
A primeros de los años setenta, por cuestiones de trabajo de mi padre, nos mudamos a