El fuego de la montaña. Eduardo de la Hera Buedo

El fuego de la montaña - Eduardo de la Hera Buedo


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dormir y a velar, a rezar y a no rezar, a comer con él, con Cristo, y a no comer (o sea, a celebrar o no su Eucaristía). Uno puede habituarse a todo, hasta a lo más sublime, y seguir llamándose «cristiano». O sea: seguidor del que vivió permanentemente «convertido» ¡Seguidor del que siempre estuvo orientado hacia su Padre! ¡Discípulos del que hizo, contra viento y marea, la voluntad de Dios, y acertó a descubrirla en el servicio a los excluidos, a los últimos!

      ¿Podemos decir que Jesús de Nazaret vivió una permanente conversión hacia su Padre?

      Pienso que sí, que podemos utilizar este lenguaje. Por eso permítaseme situar a Jesús aquí como paradigma de convertidos. Si convertirse es girar y volver la vista al que nos mira con ojos benevolentes, Jesús, que nos llamó a todos a la «conversión» (cf Mc 1,15), vivió siempre de cara a Dios, su Padre y nuestro Padre. Él, evidentemente, no experimentó el cambio brusco de los conversos a los que aquí nos referiremos. Jesús de Nazaret vivió siempre «convertido». Pero él también tuvo que ir haciendo sus opciones, sus permanentes «conversiones»; él tuvo que ir rechazando tentaciones e ir dejando a un lado caminos que lo desviaban de la misión a la que le llamaba el Padre.

      Hacer un seguimiento aproximado del camino de conversión que hizo el Jesús histórico, no es tan difícil como tal vez puede parecer a primera vista. Es verdad que los datos que conservamos de la vida del Señor están encerrados en una predicación: o sea, en la transmisión de un mensaje, tal y como viene realizado por los testigos de su resurrección. Pero, como ha precisado Josef Ratzinger (Benedicto XVI), en su libro Jesús de Nazaret, «para la fe bíblica es fundamental referirse a hechos históricos reales»[5]. La fe bíblica «no cuenta leyendas como símbolos de verdades que van más allá de la historia, sino que se basa en la historia...»[6]. Por eso, aunque no me corresponde hacerlo aquí, pienso que no es difícil estudiar la cadena de momentos precisos en los que el Padre llama a Jesús y él va respondiendo y haciendo su propio camino de vocacionado, de «convertido»[7].

      ¿Por qué he seleccionado a estos y no a otros conversos?

      He seleccionado siete personajes significativos, que pueden todavía hoy decirnos algo; o sea, pueden susurrarnos palabras y gestos de esperanza, precisamente en esta época nuestra a la que podemos considerar de gracia y oportunidades felices para los cristianos, aunque también de riesgos y dificultades.

      ¿Por qué escuchar, hoy, más a los «profetas de calamidades» que a los que interpretan los «signos de los tiempos» como llamadas de Dios? Algunos airean con frecuencia la cantinela: «¡Malos tiempos corren!». No conviene exagerar aquello del palentino Jorge Manrique: «¡Cualquiera tiempo pasado fue mejor!». Hay que frotarse los ojos para ver las rosas junto a las espinas, como decía el poeta Tagore. En todo tiempo, ayer como hoy, espinas y rosas han convivido, y el mundo, impulsado por el Espíritu de Dios, ha seguido rodando en el espacio...

      En una primera selección, elegí no menos de cincuenta significativos conversos de distintas épocas y de todas las profesiones y países. Había que decidirse por algunos. Y me decidí, según devociones mías, por dos mujeres y cinco hombres que me parecen interesantes para los hombres y mujeres de hoy. Podían haber sido otros; fueron estos. Entre ellos hay ensayistas y novelistas laicos (Chesterton, Papini, Graham Greene); hay una filósofa, religiosa carmelita, venida del judaísmo (Edith Stein); hay una actriz de variedades (Eva Lavallière), está el fundador de los Hermanitos de Jesús (Charles de Foucauld) y un obrero que colaboró en la fundación del conocido Movimiento Apostólico, la HOAC (Guillermo Rovirosa)...

      A todos une lo mismo. Se mostraron inconformistas, buscadores y, llegado el momento, insisto, «se tomaron a Dios en serio». O sea, fueron coherentes con su fe recién estrenada. ¿Pecadores? Sí, también fueron pecadores como todos los humanos. Graham Greene, por ejemplo, no fue precisamente un dechado de virtudes domésticas. Pero la fe ardió en todos ellos como una llama fuerte, sugestiva, y se convirtió, como la zarza bíblica, en fuego que ardía y no se consumía.

      Ellos, por encima de debilidades y mediocridades, entendieron, como Moisés, que el lugar que pisaban era sagrado (cf Éx 3,5). Y echaron a andar por esta tierra en un éxodo difícil, de horizontes anchos, abiertos. Peregrinaron a la luz centelleante de la misteriosa y cautivadora zarza, a la que me referí antes. Y escucharon, atentos, la voz que salía de la misma y que les invitaba a no detenerse e ir cada vez más lejos...

      Es verdad que ellos encontraron al Dios de su fe en el rostro de Cristo. Y Cristo siempre está más acá, más cerca de nosotros, puesto que tiene rostro humano A Cristo, como decía el discípulo amado, lo podemos palpar (cf 1Jn 1,1-4). Ellos no encontraron a un Dios Altísimo, perdido en el cielo; su conversión fue un encuentro con Jesucristo. Atrás dejaron el ateismo, el agnosticismo o la indiferencia religiosa. Supieron, en el momento oportuno, aferrarse a la mano del Dios hecho hombre, y así es como dieron el salto de la entrega confiada. Lo hicieron, es cierto, con ayuda de otros; nadie camina solo. Pero la decisión, como en Pablo de Tarso y en Agustín de Tagaste, fue muy suya, personalísima e intransferible. Una opción libre, de cada uno de ellos. Y, en el camino de su vida, se abrieron las aguas tempestuosas del mar. Y apareció, en el océano de su personal recorrido humano, una frontera definida: el antes y el después de su conversión.

      ¿Dónde vivieron su fe todos estos conversos? En el ámbito de la comunidad cristiana. Vivieron su cristianismo en el seno de la Iglesia católica, una y diversa, santa y pecadora, llamada por Cristo, cada día, a la conversión. Quiero subrayar este aspecto en su vida de fe: ellos no vivieron el cristianismo al margen de la Iglesia. En ocasiones se mostraron críticos con ella. Pero sabían que ella les había dado ya el abrazo previo que dan las madres.

      ¿Qué límites impone el tema elegido?

      No otros que los derivados de la dificultad que surge cuando se intenta hablar del mundo interior de las personas. ¡Qué difícil es contar las experiencias íntimas del corazón! De igual modo, según apunté más arriba, no siempre es fácil hablar del mundo interior de los conversos. Excepto de lo que ellos mismos quieran comunicar. Por eso, llegado el momento de las experiencias íntimas, prefiero darles a ellos la palabra.

      Todos los que han intentado bucear en el interior del converso, pronto han chocado con las dificultades propias del que quiere estudiar y describir con precisión algo tan personal e íntimo como es el diálogo de la criatura con el Creador, del ser humano con su Dios. Se hace cuesta arriba, aunque sea tarea apasionante, describir esos momentos en los que Dios irrumpe en la vida de alguien, hasta el punto de darle un revolcón, de trastocarlo: es decir, de transformarlo en criatura nueva. Es difícil, pero no imposible. Ellos mismos echan mano, en ocasiones, de imágenes que a más de uno pueden resultar extrañas. Así ocurre, por ejemplo, con Blas Pascal en el famoso Memorial de 1654 en que cuenta su conversión y en el que habla de «fuego». «Nuestro Dios es un fuego devorador» (Heb 12,29)[8].

      En todo caso, siempre hay que ser cuidadosos y honrados con los personajes. No hacerles decir lo que a uno le gustaría que dijeran. Hay que ser fieles a sus experiencias personalísimas, hay que acercarse a ellas con respeto e interpretar sus palabras con máxima fidelidad y objetividad.

      Lo que, en su libro citado, nos dice Guardini acerca de Jesús vale para todos los conversos. Dice Guardini que no siempre es posible señalar una «verdadera evolución» en la vida de los que fueron tocados por la gracia. No siempre se acierta a descubrir los «motivos» que empujaron a algunos a una entrega total a Dios. Repito: siempre se choca con esa región misteriosa que el Maestro de todos los conversos llamaba la «voluntad del Padre», el Reino que irrumpe dentro de nosotros como un misterio y que cede a toda aclaración histórica.

      Y, sin embargo, hay que decir que se puede indagar en el curriculum histórico de determinadas personas; se puede apuntar con el dedo signos externos, momentos continuados y expresiones inequívocas de que Dios ha «tocado», de algún modo, al que antes recorría otros caminos, alejados de la fe religiosa. Esto es posible hacerlo, aunque, en ocasiones, se haga difícil describir una conversión. Sobre todo, contarla desde el interior del converso. Por eso siempre que se pueda, como ya dijimos, habrá que darle la palabra al propio converso. Es algo que he cuidado especialmente en este libro.

      ¿Y ellos qué han dicho? ¿Cómo nos


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