Patrimonio urbano de la Ciudad de México: la herencia disputada. Víctor Delgadillo

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esto así, asistimos entonces a un momento de obsolescencia del espacio público urbano: la plaza y la calle. Algunos colegas añadirán que, en efecto, esto es así y que, como complemento de la agorafobia y del miedo frente a la inseguridad, el nuevo espacio social (que no público) son los centros comerciales.

      Conviene añadir que, para Mongin y Choay, la muerte de la ciudad no equivale a catástrofes que impliquen su desaparición física, sino al despojo de sus atributos urbanos, que tienden a liquidar la riqueza y la complejidad de la vida urbana. Para ellos, la ciudad clásica, limitada a los centros y a algunos barrios históricos (el llamado «patrimonio urbano»), se ha reducido a excepciones: pequeños territorios que cada vez más se constituyen en «un lujo», cuyo placer urbano disfruta sólo una minoría, que, por otro lado, se pretende museificarlos (momificarlos) y turistificarlos para así, supuesta y paradójicamente, «salvarlos» o «rescatarlos».

       Ciudad y metrópolis, local y global

      Las ciudades no son islas ni realidades sociales endógenas. Las ciudades siempre han estado en estrecha relación con su hinterland y con el mundo mediante diversas relaciones multidimensionales, que cada vez con mayor intensidad son facilitadas por las tecnologías de los transportes y las comunicaciones. Sin embargo, en las tres últimas décadas el desmantelamiento de las barreras nacionales a los flujos de capitales internacionales ha colocado y expuesto a las ciudades a relaciones más intensas en el ámbito económico, social, cultural, etcétera. Así, grandes flujos de capital financiero trasnacional se invierten en mercados inmobiliarios de distintas ciudades con la lógica de incrementar la acumulación de capitales, sin importar los efectos locales que éstos tienen. Asimismo, los flujos de inmigrantes establecen múltiples relaciones entre periferias urbanas de las ciudades del norte y del sur, y tejen múltiples conexiones trasnacionales en las ciudades del mundo mediante flujos económicos, comunicaciones, reproducción de prácticas culturales y procesos de hibridación cultural.17 En efecto, una ciudad nunca ha sido una unidad social endógena. Además, en el siglo XXI los procesos sociales que ocurren en las ciudades y las urbanizaciones están cada vez más interconectados con procesos multidimensionales en escala inter y trasnacional.

       Reivindicar la ciudad

      Pese a reconocer que en los tiempos actuales ya no se construye «ciudad», varios académicos, organizaciones civiles y sociales de distintos lugares del planeta continúan hablando y reivindicando «la ciudad» en el siglo XXI por dos razones: 1) porque hay aún partes de nuestras ciudades (por lo general, los centros y los barrios históricos) que, al igual que la «ciudad clásica», poseen todavía un conjunto de atributos colectivos, públicos y sociales que es preciso defender y difundir en el resto de las urbes y 2) porque bajo el eslogan de «El derecho a la ciudad» reivindicamos los atributos y los valores de «la ciudad para todos»: residentes y usuarios. Es decir, una ciudad que integre y acoja a los diversos, a los diferentes, que garantice la cohesión y la coexistencia colectiva ante los conflictos cotidianos derivados de los intereses particulares de los actores sociales, económicos y políticos. Una ciudad, en fin, que permita la mezcla y el encuentro social, donde el suelo tenga una función social y los servicios urbanos sean para todos y todas.

      Somos conscientes de que muchos de estos atributos asignados a «la ciudad» tal vez nunca hayan estado presentes en la Ciudad de México ni en otras ciudades latinoamericanas. En este sentido, junto con Mauricio Merino,18 reivindicamos un espacio público (la ciudad) que ha sido secuestrado por intereses mercantilistas y monopolios, y defendemos la construcción de un espacio público y de una(s) ciudad(es) que nunca hemos tenido. Aquí coincidimos también con autores que han guiado parte de nuestra formación académica, como Lefebvre, Harvey, Ortiz19 y otros autores,20 para quienes el derecho a la ciudad no consiste sólo en la conquista de una ley, sino en una utopía a construir y en un eslogan de batalla para la construcción de otras ciudades y sociedades, bien diferentes a las que tenemos ahora.

       Un mundo irremediablemente urbano

      En 2015 la mayor parte de la población en el mundo vive en «ciudades» (54%) y se espera que esta cifra se incremente en 2050 a 66%.1 La urbanización del mundo parece un hecho irreversible: no sólo no hay utopías que promuevan el retorno al campo o la creación de comunidades rurales autosustentables2 en un momento en que las tecnologías del transporte y las comunicaciones permitirían facilitarlo, sino que la población del campo se sigue trasladando a las ciudades en las regiones menos urbanizadas (Asia y África). Así, la población urbana se incrementó de 2 300 millones de habitantes en 1990 a 3 900 millones en 2014, y se prevé que se incrementará hasta 6 300 millones en 2050.3 En este contexto, el número de megaciudades de más de 10 millones de habitantes en el mundo se ha incrementado de 10, en 1990, a 28 en 2014. Estas megaciudades alojan en conjunto a 453 millones de habitantes o 12% de la población urbana mundial: 16 megaciudades se encuentran en Asia, cuatro en América Latina (una de ellas es la Ciudad de México), tres en África, tres en Europa y dos en América del norte. Para 2030 el Programa Hábitat de la ONU prevé que habrá 41 ciudades con más de 10 millones de habitantes, todas ellas emergerán en el sur global, antes llamado tercer mundo.4

      La migración del campo a la ciudad, que en el siglo XX definió la urbanización latinoamericana, es cosa del pasado. En el siglo XXI las migraciones de población son internacionales y se dirigen de países del sur a países del norte: mexicanos y centroamericanos arriesgan la vida al cruzar fronteras para trabajar en Estados Unidos, mientras que los africanos atraviesan por conductos clandestinos el mar Mediterráneo para llegar a Europa. Así, en 2010 más de 30 millones de latinoamericanos y caribeños residían fuera de su lugar de origen, fundamentalmente en Estados Unidos, Canadá y España,5 mientras que 10% de la población mexicana vivía fuera de su país, en gran parte en Estados Unidos. En cambio, en Brasil apenas 0.4% de su población total había emigrado.6 Ecuador es un país que ha perdido entre 10 y 15% de su población desde la década de 1990: en 2013 se tenía un registro de 428 000 y de 456 000 ecuatorianos residentes en Estados Unidos y en España, respectivamente.7

      América Latina es la región más urbanizada del mundo, con casi 80% de su población viviendo en ciudades.8 Esta tasa es mayor que la de Europa, que alcanza 73% de su población viviendo en ciudades.9 Sin embargo, en algunos países este porcentaje se incrementa en torno a 90% (Argentina y Uruguay) y a 85% (Chile y Brasil), mientras que en América Central la tasa de urbanización ronda 55% (lo que significa que hay una gran cantidad de población potencialmente emigrante). En México la tasa de urbanización en 2010 era de 77.8% y se preveía su incremento a 80.6% para 2020.10 Es decir, que cuatro de cada cinco mexicanos vive en ciudades.

      Además, la mayoría de las ciudades grandes y medianas en México, como en el resto de América Latina, son metropolitanas. Es decir, son ciudades que físicamente se extienden en más de una entidad político-administrativa. Se trata de una realidad urbana que constituye un enorme desafío para las democracias locales y la gobernabilidad urbana, pues día a día miles de personas, que tienen sus derechos políticos y pagan sus impuestos en el lugar donde duermen o tienen su domicilio, se trasladan a otras partes de la ciudad para trabajar, consumir, estudiar o visitar. En 2010 en México se habían definido de manera oficial 59 zonas metropolitanas que se extendían en 367 municipios y delegaciones de 29 entidades federativas. Aquí vivían 63.8 millones de habitantes, equivalentes a 56.8% de la población nacional.11

      Además, el crecimiento demográfico en América Latina se ha reducido. Entre 1950 y 2010 la tasa de fecundidad bajó de 5.8 a 2.09 hijos por mujer y la esperanza de vida se incrementó de 51.4 a 74.5 años en promedio. Asimismo, en nuestra región la estructura etaria presenta un «bono demográfico», donde la población económicamente activa es mayor que la población no activa (situación que no durará más de 30 años): en 2010 la población menor de 14 años era de 28%, la de 15-64 años, de 65%, y la de más de 65 años, de 7 por ciento.12

      Este grado de urbanización, acompañado


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