100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт

100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт


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la fuerza de sus emociones y, pensando que así la tranquilizaría, le pregunté por la niña.

      —Tú y yo no nos conocemos demasiado, Nick —dijo de pronto—. Aunque seamos primos. No fuiste a mi boda.

      —No había vuelto de la guerra.

      —Es verdad —dudó—. Bueno, lo he pasado mal, Nick, y me he vuelto una cínica.

      Tenía, evidentemente, razones para serlo. Esperé, pero no dijo nada más, y al cabo de un momento volví sin demasiada convicción al tema de su hija.

      —Supongo que habla y… come, y esas cosas.

      —Ah, sí —me miró, ausente—. Oye, Nick: deja que te cuente lo que dije cuando nació. ¿Quieres saberlo?

      —Por supuesto.

      —Eso te demostrará lo que he llegado a sentir acerca de… todo. Bueno, la niña tenía menos de una hora y Tom estaba Dios sabe dónde. Me desperté de la anestesia con una sensación de profundo abandono, y le pregunté a la enfermera si era niño o niña. Me dijo que era una niña, y volví la cabeza y me eché a llorar. «Estupendo», dije, «me alegra que sea una niña. Y espero que sea tonta. Es lo mejor que en este mundo puede ser una chica: una tontita preciosa». Ya ves, creo que la vida es terrible —continuó, muy convencida—. Todo el mundo lo piensa, las personas de ideas más avanzadas. Y yo lo sé. He estado en todas partes, he visto todo y he hecho todo —lanzó una mirada desafiante a su alrededor, a la manera de Tom, y se echó a reír con impresionante desprecio—. Sofisticada… Dios mío, ¡qué sofisticada soy!

      En cuanto la voz se apagó y dejó de exigirme atención y confianza, tuve conciencia de la insinceridad básica de todo lo que había dicho. Y me sentí incómodo, como si toda la velada hubiera sido una trampa para extraer de mí una contribución sentimental. Esperé y, en efecto, al momento me miró con una espléndida sonrisa de satisfacción, como si me hubiera confesado su pertenencia a una distinguida sociedad secreta a la que tanto ella como Tom estaban afiliados.

      Dentro de la casa, el salón carmesí florecía de luz. Tom y miss Baker se sentaban en los extremos del amplio sofá, y miss Baker leía en voz alta un artículo del Saturday Evening Post: las palabras, en un susurro, sin inflexiones, se fundían en una melodía de efectos sedantes. La luz de la lámpara resplandecía en las botas de montar, perdía brillo en el pelo amarillo otoñal de miss Baker, y destellaba en el papel cada vez que pasaba la página y palpitaba la delicada musculatura de sus brazos.

      Cuando entramos, nos obligó, alzando una mano, a mantener silencio unos segundos.

      —Continuará —dijo, y arrojó la revista sobre la mesa— en nuestro próximo número.

      El cuerpo impuso su poder con un movimiento impaciente de las rodillas, y miss Baker se puso de pie.

      —Las diez —señaló, como si comprobara la hora en el techo—. Es hora de que esta niña buena se acueste.

      —Jordan participa mañana en el torneo de Westchester —explicó Daisy.

      —Ah, ¡eres Jordan Baker!

      Ahora sabía por qué su cara me resultaba familiar: aquella expresión agradable y desdeñosa me había mirado desde muchas fotografías en huecograbado en las páginas de noticias sobre la vida deportiva en Asheville, Hot Springs y Palm Beach. También me habían llegado chismes sobre ella, una historia negativa y desagradable, de la que me había olvidado hacía tiempo.

      —Buenas noches —dijo en voz baja—. ¿Te importaría despertarme a las ocho?

      —Si piensas levantarte.

      —Pienso levantarme. Buenas noches, mister Carraway. Nos veremos pronto.

      —Claro que os veréis pronto —confirmó Daisy—. E incluso pienso organizar una boda. Ven a menudo, Nick, y ya veré yo…, ay, cómo juntaros. Ya sabes… Encerraros sin querer en un armario, o lanzaros al mar en un bote, cosas así…

      —Buenas noches —dijo miss Baker desde la escalera—. No he oído ni una palabra.

      —Es una chica estupenda —dijo Tom al cabo del rato—. No deberían dejarla viajar así por el país.

      —¿Quién no debería? —preguntó Daisy, fría.

      —Su familia.

      —Su familia es una tía que debe de tener mil años. Además, Nick la va a cuidar, ¿verdad, Nick? Jordan va a pasar con nosotros este verano bastantes fines de semana. Creo que tener un hogar le hará mucho bien.

      Daisy y Tom se miraron un momento en silencio.

      —¿Es de Nueva York? —pregunté inmediatamente.

      —De Louisville. Allí pasamos juntas la adolescencia inmaculada. La adolescencia inmaculada y maravillosa…

      —¿Le has estado contando secretos a Nick en la terraza? —preguntó Tom de repente.

      —¿Te he contado secretos? —me miró Daisy—. No me acuerdo, pero creo que hemos hablado de la raza nórdica. Sí, estoy segura. Casi sin darnos cuenta, ya sabes, lo primero que…

      —No te creas todo lo que te cuenten, Nick —me aconsejó Tom.

      Dije despreocupadamente que no me habían contado nada, y pocos minutos después me levanté para irme a casa. Me acampanaron a la puerta y se detuvieron, juntos, en un radiante cuadrado de luz. Cuando arrancaba el coche, Daisy gritó perentoriamente: «¡Espera!»

      —Se me ha olvidado preguntarte algo importante. Nos han llegado noticias de que te has prometido con una chica del Oeste.

      —Es verdad —corroboró Tom con calor—. Nos han dicho que te habías prometido.

      —Es mentira. Soy demasiado pobre.

      —Pues nos lo han dicho —insistió Daisy y, para mi sorpresa, volvía a abrirse como una flor—. Nos lo han dicho tres personas, así que tiene que ser verdad.

      Yo sabía, por supuesto, a qué se referían, pero no estaba ni vagamente prometido. El hecho de que los cotilleos hubieran dado por publicadas las amonestaciones fue una de las razones de que me fuera al Este. No se puede dejar de salir con una vieja amiga por culpa de las habladurías, y, por otra parte, tampoco tenía intención de casarme por lo que dijeran unos y otros.

      El interés de Tom y Daisy me conmovió bastante: me parecieron más cercanos, menos remotamente ricos. Sin embargo, ya en el coche, me sentía confuso y un poco disgustado. Pensaba que la obligación de Daisy era salir corriendo de la casa con la niña en brazos, aunque, por lo visto, no tenía la menor intención de hacer tal cosa. En cuanto a Tom, que tuviera «una mujer en Nueva York» era menos sorprendente que el hecho de que un libro lo hubiera deprimido tanto. Algo lo llevaba a roer lo más superficial de unas cuantas ideas rancias como si su egoísmo, físico, rotundo, ya no bastara para alimentar a su corazón apremiante.

      Se notaba el verano en los tejados de los hoteles de carretera y en las estaciones de servicio, donde los surtidores rojos, nuevos, se levantaban sobre charcos de luz, y cuando llegué a mi casa en West Egg aparqué el coche en el cobertizo y me senté un rato en el jardín, en un cortacésped abandonado. Ya no soplaba el viento, que había dejado una noche clara y ruidosa, con alas que batían en los árboles y el sonido persistente de un órgano, como si el fuelle poderoso de la tierra insuflara vida a las ranas. La silueta de un gato se movió vacilante a la luz de la luna y, al volver la cabeza para mirarlo, vi que no estaba solo: a unos quince metros de distancia una figura había surgido de la sombra de la mansión de mi vecino y de pie, con las manos en los bolsillos, contemplaba la pimienta plateada de las estrellas. Algo en la lentitud de sus movimientos y en la seguridad con que apoyaba los pies en el césped me sugirió que se trataba de mister Gatsby, que había salido a calcular qué parte le correspondía del firmamento local.

      Decidí llamarlo. Miss Baker había mencionado su nombre durante la cena, y eso serviría de presentación. Pero no lo llamé, porque de pronto dio pruebas de sentirse a gusto solo: extendió


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