Episodios Nacionales: La Segunda Casaca. Benito Pérez Galdós

Episodios Nacionales: La Segunda Casaca - Benito Pérez Galdós


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observaciones fisiognómicas, porque mis ojos, lo mismo que mi atención, se distraían con el recreo y embobamiento que tan grande hermosura les producían. ¡Lástima grande que bajo aquella serenidad majestuosa, aunque algo artificial como los papeles del teatro, se escondiese, cual serpiente en nido de rosas, el odio tan ponderado verbalmente por ella!

      – Si es cierto – dije, – que merced a las averiguaciones que ha hecho usted, como principal agraviada, se logra descubrir y capturar a ese hombre, el Estado y el Rey están de enhorabuena. Precisamente nuestro amigo el Sr. Lozano bebe los vientos por ponerle la mano encima. ¿Pues y D. Buenaventura?… Poco contento se va a poner cuando yo le diga… Como que nuestro paisano es el alma y la clave de las conspiraciones. Parece mentira que una señora haya conseguido lo que intentaron hasta ahora en vano tantos y tan buenos espías…

      – ¡Espías! Los de la Inquisición, lo mismo que los del Gobierno, están vendidos a los masones – afirmó Jenara con desprecio.

      – Cuénteme usted todo; cuénteme esos prodigios.

      Ella sonrió, y por breve rato puso los ojos en el brasero, sin dejar la sonrisa que parecía esculpida en su rostro.

      – Si le contara a usted todo lo que he hecho – dijo al fin, – se asombraría de algunas cosas y de otras se reiría, formando mala idea de mí.

      – Vamos a ver.

      – Es preciso hacerse cargo de la impresión que produjo en mí la vista de ese hombre en la iglesia del Rosario, para comprender las locuras que he hecho. Yo estaba aterrada; parecía que me apretaban el corazón con tenazas de hierro; yo no podía dormir; la terrible imagen iba tras de mí a todas horas, infundiéndome miedo y una congoja extraña.

      – Lo conocí.

      – Yo presagiaba toda clase de males; atribuía a ese hombre un poder maléfico; tenía un desasosiego inexplicable. Era tal mi turbación y lo preocupada que yo vivía, que una noche creí verle deslizarse por esos pasillos como un fantasma.

      – ¡Jenara!

      – Sí; la imaginación me lo puso delante… ¡y con cuánta verdad! Vi su cara, sentí el ruido que hacía su capa rozando en las paredes…

      Yo me quedé frío.

      – Pero no… no se asuste usted… yo no creo en fantasmas. ¡Cosas de mis ojos, que suelen ver lo que no existe!… Ya me ha pasado lo mismo otras veces… Ello es que la propia exaltación mía me dio fuerzas para sobreponerme al miedo, a la congoja, y furiosa me revolví contra mi atormentador. El placer de castigarle, de hacerle sentir el peso de una mano justiciera dirigida por mí, dio mayor fuerza a mi voluntad. ¡Era preciso buscarle, burlar su astucia, sorprenderle, cogerle, destrozarle!

      – Veamos lo que hizo usted.

      – Desde luego, sabiendo que ese hombre estaba en Madrid parecía natural creer que vivía en alguna parte.

      – Eso no tiene la menor duda.

      – Yo pensé de otra manera; yo pensé que viviría en muchas partes.

      – Ya… es decir, que cambiaría todos los días de domicilio para desorientar a sus perseguidores.

      – Justamente. Pero esta idea tenía poco valor, mientras no se averiguase una por lo menos de las guaridas del miserable. Empecé sin resultado mis pesquisas, cuando de repente vino en mi ayuda la casualidad, proporcionándome un nuevo encuentro con él cierta noche que volvíamos a casa Paquita y yo un poco tarde.

      – ¿Y le habló a usted?

      – ¡Qué disparate! No me conoció: yo sí le conocí perfectamente, a pesar de que iba embozado hasta los ojos.

      – ¿Y dónde fue ese encuentro?

      – En la calle Mayor. Eran las nueve. Él iba en dirección a la plaza de la Villa. Paquita y yo veníamos de casa del Sr. Grima, corregidor que fue de Vitoria.

      – Y usted y Paquita, llenas de terror, avivaron el paso para huir de él.

      – Al contrario, volvimos atrás… y le seguimos.

      – ¿Le siguieron?

      – Sí, señor. Nos arrebujamos muy bien en nuestros mantones y le seguimos a cierta distancia. Como él anda tan aprisa, llegamos sin aliento a la calle de Santiago.

      – Donde se escurrió por algún portal, y aquí paz y después gloria.

      – Entró, sí, en una casa; pero yo no me desconcerté por eso, y con toda serenidad examiné el edificio detenidamente. Era un palacio enorme, pesado y triste, con grandes balcones y un escudo formidable sobre el del centro. Parecía la vivienda de un Grande de España, y Monsalud, al entrar en ella, iba a visitar a alguien; de ningún modo a quedarse allí.

      – Muy bien pensado; pero las casas de los grandes, sobre todo si los que las habitan no son muy grandes, suelen tener bohardillas que se alquilan a gente pobre, y a las cuales se sube por la escalera de servicio.

      – También pensé yo esto – dijo Jenara demostrándome su prodigioso método de raciocinio; – y para salir de duda me decidí a preguntar al portero.

      – Lo que no dejaba de ser aventurado y sospechoso.

      – No me importaba: yo entré resueltamente y dije al portero: «¿Vive en las bohardillas de esta casa una pobre viuda enferma, llamada Doña Petra, que ha puesto un anuncio en el Diario, pidiendo una limosna a las almas caritativas?». El portero me informó de lo que yo quería saber, diciendo: «En esta casa no hay bohardillas alquiladas, ni aun vivideras, ni aquí vive nadie más que mi amo el Sr. Conde…». Ya estaba segura de que Monsalud no vivía allí y de que más tarde o más temprano saldría. Paquita y yo nos llenamos de paciencia, y aguardamos.

      – ¡Qué valor, qué constancia sublime!… En una noche fría… dos mujeres solas en la calle.

      – Nadie se metió con nosotras. Antes de las once Monsalud salió.

      – ¿Y le siguieron ustedes?

      – Le seguimos. Él miraba atrás algunas veces; pero viendo transeúntes indiferentes o mujeres, seguía tan tranquilo.

      – ¿Y fue larga la segunda caminata?

      – No muy larga. Entró en el café de Levante, pero no por la puerta del local público, sino por otra lóbrega y estrecha que hay al costado y por la cual creo se sube a la tertulia.

      – Así es en efecto. Supongo que no entrarían ustedes en el café ni aguardarían tampoco la salida del aventurero, porque tales garitos no se vacían hasta la madrugada.

      – Entrar no; pero aguardar sí – me contestó con una serenidad que me dejó pasmado. – En aquella acera, que es de gran tránsito a causa de las puertas de los cafés cercanos, hay muchas mujeres y chicos que piden limosna, castañeras, ciegos que venden villancicos, y también muchos rateros y gente sospechosa, con la cual alternan en amor y compaña los alguaciles. Paquita limpió el lodo junto a la puerta por donde él había entrado y por donde esperábamos que saliera, y…

      – ¡Jesús, María y José! – exclamé interrumpiéndola: – ¿fue usted capaz?

      – Sí señor; nos sentamos allí – repuso con la mayor naturalidad del mundo. – Con los mantos sobre la cabeza, no nos diferenciábamos gran cosa de la sociedad allí reunida… Yo no me acobardaba ante ningún obstáculo. Resuelta a marchar derecha a mi objeto, llena y encendida toda el alma con la llama de un aborrecimiento que era mi sostén y mi martirio, no reparaba en dificultades. Sólo así se vence, Sr. Pipaón.

      – ¿Y hasta cuándo duró la guardia?

      – Hasta las cuatro de la mañana. Fue aquella noche que estuve fuera de casa. ¿Se acuerda usted? Entré por la mañana diciendo que había estado acompañando a una amiga parturienta.

      – Me acuerdo, sí.

      – Hasta las cuatro, sí. Nos levantamos de allí medio heladas – continuó riendo. – Él salió con otros tres; marchó hacia la calle Mayor. A


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