Episodios Nacionales: Un voluntario realista. Benito Pérez Galdós

Episodios Nacionales: Un voluntario realista - Benito Pérez Galdós


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era un tipo acabado de militar gallardía; pero él marchaba por la calle abajo con desenfado, aunque sin fanfarronería, indiferente a las hablillas que sus insólitos arreos suscitaban.

      – Mejor le sienta la sotana – decían en los corrillos. – ¿A dónde va ese holgazán con media vara de cartuchera y un quintal de morrión?… Mírenlo… pues no va poco tieso… Todos los bordados del cuello y solapa, así como las charreteras y los cordones del morrión se los han hecho las monjas… Es el uniforme más guapo que hay en toda Solsona… Y diz que entra en el cuerpo con el grado de alférez… Si no hay como ser sacristán de las monjas cascabeleras para llegar pronto a general… No, mujer, no entra de alférez sino de sargento; pero como haya guerra, y dicen que la habrá, verás cómo sube más vivo que un águila, con el favor de las madres… Mírale, mírale, cómo pasa sin saludar a nadie… ¡Condenado Tilín! ¡cómo se reirá de él la tropa! No habrá un solo voluntario que le obedezca.

      Y siguieron los comentarios.

      Así como la aparición de ciertas aves exóticas anuncia la proximidad de tempestades, aquella desusada vestimenta del sacristán de San Salomó anunció un acontecimiento que puso en grande zozobra y pasmo a la ciudad de Solsona. Era la madrugada, cuando el sueño de los pacíficos moradores fue bruscamente turbado por estrepitoso ruido de tambores. Echáronse los vecinos de las camas, fueron abrieron todas las puertas y acudieron los voluntarios a la plaza, donde había ya un par de compañías, venidas, según después se supo, de Berga al mando del ex-carnicero Pixola (Don Narciso Abres). Un fraile, puesto en pie en medio de la plaza y entre la gente armada, hizo callar con solemne gesto a los tambores, y enderezó a los solsoneses una arenga diciéndoles que Cataluña se lanzaba a la guerra porque el monarca no gozaba de la libertad necesaria para gobernar el reino. ¡Qué pico de oro! Sin abandonar su tono de sermón, añadió que S. M. había expedido órdenes reservadas autorizando el pronunciamiento e invistiendo de mandos militares a aquellos bravos y piadosísimos cabecillas, los cuales, ¡oh abnegación evangélica! abandonaban sus hogares por defender la Fe de Cristo y el glorioso trono de las Españas.

      Después que el fraile hubo desembuchado lo que en su mollera traía, volvieron a sonar los tambores, y los pelotones de voluntarios recorrieron la ciudad y la muralla toda en redondo como por fórmula de toma de posesión de la plaza y de su absoluto rendimiento a las tropas apostólicas. Los pocos soldados de línea se entregaron sin vacilar porque ya estaban concertados para ello; repicaron las campanas, declarose en rebelión el municipio y alguna que otra banderola hecha por manos claustradas subió agitándose y haciendo gestos a lo alto de un palo para anunciar a los pueblos vecinos la grata nueva.

      Pixola publicó en seguida un bando disponiendo que se entregasen todas las armas, y que todos los oficiales indefinidos domiciliados en la ciudad y su término se presentasen inmediatamente en esta comandancia general para recibir órdenes. Obedecieron algunos por miedo o porque simpatizaban con la insurrección, o quizás porque estaban cansados de una vida oscura; pero otros contestaron a los emisarios de Pixola con insultos y bravatas, por lo cual enfurecido el cabecilla, juró que haría una degollina de indefinidos si Dios no lo remediaba. El más reacio fue un coronel retirado, viejo, terco y realista por más señas, que tenía por nombre D. Pedro Guimaraens y por vivienda una casa solar a media legua de Solsona y a la opuesta orilla del río Negro.

      – Di a ese desollador de carneros – contestó al portador del mensaje – que si voy a Solsona será para arrancarle las orejas por bandido y ladrón, y que tengo aquí muchas armas, sí, muchas, para defensa del Rey y de la Religión, y que si él desea probarlas que se de un paseo por acá con toda esa cuadrilla de sacristanes y salteadores de caminos.

      Tal como lo oyó de los labios de Guimaraens se lo dijo el emisario a D. Narciso Abres, el cual, bramando de ira se levantó de la mesa donde comía para ir en persona a castigar tamaña afrenta.

      – Sosiéguese vuecencia – le dijo con calma Pepet Armengol que en la misma mesa comía, juntamente con otros dos jefes y el padre capellán de San Salomó, pues allí no había categorías. – A ese espantajo de Guimaraens no se le conquista con amenazas. Yo le conozco bien, porque he ido muchas veces a llevarle recados de las madres… Ya sabe usted que una hermana suya está en San Salomó… Le conozco bien, y sé que es una oveja. Déjeme vuecencia ir allá, y verá cómo sin ruido ni amenazas sino antes bien con maña y tiento, le sonsaco las armas y le obligo a reconocer la autoridad que ha dado a vuecencia la Junta de Cataluña.

      – Me parece buena idea – dijo Mosén Crispí de Tortellá dando un golpe en la mesa con el vaso de vino después de vaciado. – Veamos el estreno de Tilín… Una hazaña, querido Abres, tendremos una hazaña, porque este Tilín ha leído mucho.

      Pixola se echó a reír.

      – No se tome esto a broma – añadió el capellán. – Tilín es amigo de Guimaraens, el cual es el mayor y más refinado glotón que ha comido perdices en todo el Principado… ¡Ah! señores; no sólo el pez muere por la boca; muere también el valiente por la misma parte. Guimaraens que en una batalla sería más bravo que cien leones, no hará jamás lo que hizo D. Mariano Álvarez en Gerona, porque no tiene el heroísmo del ayuno. ¿Saben ustedes cómo se conquista a ese hombre? Con la artillería de las monjas de San Salomó, cuyo ginovesado ha rendido ya muchas plazas… Dese esta empresa a Tilín, querido Abres, y verá usted qué victoria alcanza nuestro bravo rapavelas si, como creo, consigue de las madres un par de perdices en adobo, o siquiera un mediano plato de esas natillas sin igual que no deben divulgarse mucho para que el género humano no se corrompa y enerve con las delicias de Capua.

      Pixola y los demás reían a carcajadas.

      – Anda, hijo, anda – dijo Tortellá a su antiguo acólito dándole un pescozón. – Dile a la madre Purificación que se esmere… se trata de una gran conquista: se trata de ganar el nuevo Zaragoza.

      – Puedes ir – indicó Abres al sacristán-soldado. – ¿Necesitas gente?

      – Tres hombres escogidos por mí.

      – Toma los que quieras.

      – Dentro de dos horas estaré de vuelta. Conozco la casa. El Sr. Guimaraens estará en la huerta fumándose un cigarro. No le faltará la compañía de los dos artilleros viejos y de los dos criados, y de la señora Badoreta… Vamos allá… la casa tiene dos puertas… en la huerta hay un ángulo… después se suben tres escalones… ya… ya… Vamos a hacer una visita de cumplimiento a casa del señor coronel.

      Poco después Tilín pasaba el río por el puente de Llobera, acompañado de tres montañeses de la Cerdaña sin uniforme y con armas. En vez de tomar en línea recta la dirección de la casa de Guimaraens, que a la distancia de un cuarto de legua se destacaba sobre la verdura de un bosque espeso, caminaron a la derecha río abajo, y describiendo luego una gran curva, subieron hacia la montaña por extensa ladera de viñas y almendros. No tardaron en penetrar en el bosque, y allí con precaución y silencio se acercaron a la casa. Por espacio de un cuarto de hora estuvo Tilín cuchicheando con su gente. Subió después a un árbol, desde donde podía explorar la huerta, y vio a la señora Badoreta tendiendo ropa en el jardinillo delantero; Valentín, el más bravo de los dos veteranos, limpiaba el caballo y Suárez estaba regando las judías y poniéndoles tutores. No viendo por ninguna parte a los otros dos criados, supuso que estaban dentro de la casa. Bajando del árbol, dio Tilín sus órdenes a los que le seguían, repitiéndoselas hasta tres veces para que se les clavaran bien en la mollera; les señaló una ventana baja que desde allí se veía abierta; indicoles los puntos por donde podían escalar fácilmente la tapia, y después penetró solo en la casa.

      Condújole la señora Badoreta al interior, no sin reírse de su chistosa metamorfosis, y al verse Tilín en presencia del Sr. Guimaraens en la sala donde este residía comúnmente, oyó una carcajada de franca burla, seguida de estas palabras:

      – Tilín, Tilín de todos los demonios… ¿Conque es cierto que te has echado a militar? ¡No he visto en mi vida mamarracho semejante! ¡Hombre, vuélvete de espaldas para verte por detrás!… ¡Y tienes bayoneta!… ¿Cómo no te han dado fusil esos pillos? ¡Serías capaz hasta de hacer fuego con él!… ¡Vaya con Tilín!… Hombre de Dios, pues es verdad que así,


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