Los enemigos de la mujer. Ibanez Vicente Blasco

Los enemigos de la mujer - Ibanez Vicente  Blasco


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indicación fué mal acogida por el príncipe, que le tuteaba á pesar de la diferencia de edad.

      – No seas tonto, coronel. Cualquiera los conoce. Son los únicos que silban.

      Asintieron los otros tres sentados á la mesa. Todos los días pasaban trenes militares, y desde lejos se podía adivinar la nacionalidad de los hombres que los ocupaban.

      – Los franceses – dijo Castro – pasan callados. Llevan tres años y pico de lucha en su propio suelo. Son silenciosos y sombríos, como el deber monótono é interminable. Los italianos que vienen al frente francés cantan y adornan sus trenes con ramajes y flores. Los ingleses gritan como un colegio en libertad, y silban, silban para expresar su entusiasmo. Son los muchachos de esta guerra; van á la muerte con un entusiasmo pueril.

      Se aproximó la silba, con una estridencia de aquelarre. Fué pasando entre la montaña y los jardines de Villa-Sirena; luego se alejó por el lado opuesto, con dirección á Italia, disminuyendo paulatinamente al ser tragada por el túnel. Toledo, que era el único que presenciaba el paso del tren, vió cómo se animaban casas, jardines y pequeñas huertas á los dos lados de la vía. Braceaban las gentes agitando pañuelos y banderas para contestar á los silbidos de los ingleses. Hasta en la orilla mediterránea, los pescadores, puestos de pie en los bancos de sus botes, tremolaban las gorras mirando al lejano tren. El inquieto oído de don Marcos adivinó un leve correteo en el piso superior. La servidumbre abría sin duda las ventanas para unirse con un entusiasmo silencioso á esta despedida.

      Cuando sólo quedaban visibles unos pocos vagones en la boca del túnel, el coronel volvió á ocupar su asiento en la mesa.

      – ¡Mas carne al matadero! – dijo Atilio Castro mirando al príncipe – . Pasó el escándalo. Continúa, Miguel.

      Dos criados jóvenes, dos muchachos italianos, imberbes y de ademanes torpes, vestidos con unos fracs que les venían algo grandes, sirvieron los postres del almuerzo, bajo la mirada autoritaria de Toledo.

      Este examinaba igualmente la mesa y los tres convidados, como si temiera notar de pronto un olvido, algo que demostrase la improvisación del almuerzo. Era el primero que se daba en Villa-Sirena después de dos años.

      La víspera había llegado de París el dueño de la casa, el príncipe Miguel Fedor Lubimoff, que ocupaba ahora la cabecera de la mesa.

      Era un hombre todavía joven, con el cuidado vigor que proporciona una vida de ejercicios físicos: alto, membrudo y esbelto, la tez morena, grandes ojos grises y el rostro largo, completamente afeitado. Las canas esparcidas en sus sienes – que aún parecían más numerosas al contrastar con el negro azulado de su cabeza – , unas cuantas arrugas precoces en las comisuras de sus ojos y dos surcos profundos que se abrían desde las alillas de su nariz, demasiado ancha, hasta tocar los extremos de su boca, parecían denunciar el primer cansancio de un organismo poderoso que ha vivido con demasiada intensidad, por considerar sus fuerzas sin límites.

      El coronel le llamaba «Alteza», como si fuese de una familia reinante y no un simple príncipe ruso. Pero esto era cuando había alguien presente, por una costumbre adquirida en tiempos de la difunta princesa Lubimoff, y para sostener el prestigio del hijo, al que conocía desde niño. En la intimidad, cuando estaban solos, prefería llamarle «marqués», marqués de Villablanca, sin que el príncipe consiguiera torcer con sus burlas este orden establecido por don Marcos en las categorías de su respeto. El principado ruso era para los demás, para las gentes que se deslumbran con la amplitud de los títulos, sin saber apreciar su mérito y su origen; él prefería, como algo más noble, el marquesado español, á pesar de que todos lo ignoraban en España, por carecer de consagración oficial.

      A los tres convidados del príncipe Miguel los conocía Toledo.

      Atilio Castro era un compatriota, un español que había pasado la mayor parte de su existencia fuera de su país. Trataba al príncipe con gran confianza y hasta le tuteaba, á causa de un parentesco lejano. El coronel tenía una vaga idea de que había sido cónsul en alguna parte, pero por breve tiempo. Continuamente le hacía objeto de sus burlas, que él tardaba en descubrir. Pero no sentía rencor por ellas, viendo que «Su Alteza» las celebraba mucho.

      – ¡Hermoso corazón! – decía al hablar de Castro – . Ha llevado una vida poco ejemplar, es un terrible jugador… pero un caballero, ¡lo que se llama un caballero!

      Miguel Fedor definía de otro modo á su pariente:

      – Tiene todos los vicios y ningún defecto.

      Don Marcos nunca pudo entender esto, pero lo aceptó como un nuevo motivo para apreciar á Castro.

      Sólo contaba el príncipe dos ó tres años más que él, y sin embargo parecían separados por una diferencia de edad mucho mayor. Castro iba más allá de los treinta y cinco años, y algunos le suponían veintitrés. Su rostro, de ingenua expresión, algo aniñado, sólo adquiría cierta respetabilidad viril gracias á un bigote rubio obscuro, recortado como un cepillo de dientes. Este exiguo bigote y la raya correcta que partía sus cabellos en dos masas idénticas y lustrosas eran los detalles más visibles de su fisonomía en momentos de tranquilidad. Si se alteraba su humor – lo que ocurría muy de tarde en tarde – , el brillo de sus ojos, la contracción de su boca, las arrugas precoces de sus sienes, le daban un aspecto inquietante, y diez años más caían sobre él de golpe.

      – Malo para enemigo – afirmaba el coronel – . Es hombre que no conviene tenor enfrente.

      Y no por miedo, sino por espontánea admiración, celebraba sus talentos. Hacía versos, pintaba acuarelas, improvisaba romanzas en el piano, daba consejos sobre muebles y trajes, conocía las antigüedades. Don Marcos no encontraba límites á su inteligencia.

      – Lo sabe todo – decía – . ¡Si pudiera fijarse en una sola cosa!.. ¡Si quisiera trabajar!

      Vestido siempre con elegancia, viviendo en hoteles caros y sin ninguna renta conocida, el coronel sospechaba una serie de empréstitos amistosos hechos al príncipe. Pero éste había permanecido ausente de Monte-Carlo casi desde el principio de la guerra, y don Marcos encontraba á Castro todos los inviernos instalado en el Hotel de París, apuntando en el Casino, tratándose con gentes ricas. Unas cuantas veces, al verse junto á la ruleta, le había pedido prestados «diez luises», necesidad imperiosa de jugador que acaba de quedar limpio y ansía desquitarse; pero, con más ó menos retraso, se los había devuelto siempre. Su vida tenía un fondo misterioso, según don Marcos.

      Los otros dos convidados le parecían de una existencia menos complicada. El más antiguo en la casa era un joven moreno, casi cobrizo, pequeño de cuerpo, con luengas y lacias melenas. Teófilo Spadoni, famoso pianista, hijo de italianos – esto era indiscutible – , pero nacido, según él, unas veces en el Cairo, otras en Atenas ó en Constantinopla, en todas las ciudades adonde había emigrado su padre, pobre sastre napolitano. Tales vaguedades y distracciones no resultaban extraordinarias en este ejecutante prodigioso, que así que se levantaba del piano era una especie de sonámbulo, incapaz de adaptarse regularmente á ninguna función de la vida. Luego de dar conciertos en las grandes capitales de Europa y América del Sur, se había quedado en Monte-Carlo, con una inmovilidad que él atribuía á la guerra y don Marcos achacaba á su afición al juego. El príncipe le conocía por haberle llevado á bordo de su gran yate Gaviota II, en un viaje alrededor de la tierra, formando parte de su orquesta.

      Al lado del dueño estaba el último convidado, el más reciente en la casa, un joven pálido, larguirucho y miope, que miraba á todos lados con timidez, conteniendo sus movimientos. Era un profesor español, un doctor en ciencias, Carlos Novoa, pensionado por el gobierno de su país para hacer estudios de la fauna marítima en el Museo Oceanográfico. El coronel, que vivía muchos años en Monte-Carlo sin tropezarse con otros compatriotas que los que encontraba alrededor de las mesas de ruleta, había sentido un orgullo patriótico al conocer á este profesor, dos meses antes.

      – ¡Un sabio!.. ¡un famoso sabio! – exclamaba al hablar de su nuevo amigo – . Para que digan luego que todos los españoles somos brutos…

      No podía explicar qué sabiduría era la de su compatriota.


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