La araña negra, t. 1. Blasco Ibáñez Vicente

La araña negra, t. 1 - Blasco Ibáñez Vicente


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meditaciones harto graves.

      No tardó el portero en volver. Sus pasos tardos y acompasados sonaron al otro lado de la mampara de cristales; ésta se abrió, y el hermano Andrés, asomando medio cuerpo, dijo con su eterna sonrisa:

      – Cuando el caballero guste, puede seguirme.

      Levantóse el interpelado, precedido de aquél, atravesó el patio, y dejando a un lado la gran escalera, obra maestra de pasados siglos, propia de aquel viejo caserón, con su gruesa baranda de labrada piedra, sus berroqueños follajes, sus leones rampantes roídos por el tiempo sosteniendo escudos borrosos, y sus peldaños gastados y angulosos como encías viejas, subieron una escalerilla de construcción moderna y poco extensa que conducía al entresuelo, donde estaban la habitación y el despacho de la madre superiora y el salón para recibir a los visitantes.

      El que ahora entraba en el colegio fué conducido al despacho, pieza que a más del indispensable crucifijo gigantesco, cromos devotos y estanterías con libros empolvados encuadernados en pergamino, ostentaba varios grandes cuadros; el uno fiel retrato del pontífice, puesto en seráfica actitud, y los otros representando imágenes de santos, bulas concediendo indulgencias y labores caligráficas de las educandas.

      Cuando quedó solo el visitante, sentóse en una butaca y esperó mirando fijamente el blanco retrato del Papa. Un ligero roce consiguió muy pronto sacarle de tal contemplación, y volviendo la cabeza un poco le pareció columbrar por los resquicios que quedaban entre un pesado cortinaje y el hueco de la puerta, blancas tocas, ojos de mujeres y bocas que cuchicheaban suavemente.

      La fugaz visión desapareció; el desconocido engolfóse otra vez en sus contemplaciones y por tres o cuatro veces volvió a mirar a la puerta, viendo siempre alguien en acecho, sólo que en una ocasión no fueron tocas monjiles lo que distinguió, sino una negra sotana y unos ojos de ave de rapiña que desaparecieron con la rapidez de las fantasmagorías del sueño.

      El incógnito sonrió pensando en la revolución que había causado en el convento su llegada y que tal vez habría hecho más misteriosa con sus palabras el mastuerzo del postero.

      De pronto la cortina se levantó y entró en el despacho la superiora, una buena moza que, a pesar de hallarse ya lejos de los cuarenta, ostentaba con cierta satisfacción femenil su carne fofa, pero blanca, tersa y sonrosada a juzgar por los abultados carrillos, y llevaba con majestad, no exenta de coquetería, su blanca toca y sus gafas de oro.

      Hablaba con gran corrección; pero a las cuatro palabras demostraba su origen francés, pues ciertas letras no podían pasar por su lengua sin ser graciosamente desfiguradas por aquella esposa del Señor.

      – Dios guarde a usted, caballero – dijo al entrar – . Siéntese usted y diga en qué pueden servirle en esta santa casa destinada a educar a las jóvenes en el temor de Dios.

      Y la buena madre, después de decir con gran calma estas palabras, sentóse majestuosamente en su poltrona, interponiendo entre ella y el visitante la mesa de trabajo cargada de papeles, de rosarios y de un sinnúmero de baratijas religiosas, y clavó en aquél sus gafas deslumbrantes.

      El caballero acercó un poco la silla a la mesa, como para hablar más bajo, y con voz no muy segura comenzó:

      – Señora… (aquí la religiosa hizo un mohín de disgusto, como rechazando tan mundano tratamiento).

      – Señora – volvió a decir aquel hombre, como para demostrar que no retiraba la palabra – . Tengo gran prisa por terminar el asunto que aquí me arrastra, y en usted consistirá el verse pronto libre de mi presencia, que de seguro la distrae de más graves ocupaciones.

      – Diga usted lo que desea – contestó impasible la superiora.

      – Acontecimientos imprevistos me obligan a salir de España. No sé cuándo volveré; tal vez nunca, tal vez muy pronto. Una reciente tempestad ha caído sobre mí y otros muchos, y voy lejos, muy lejos, aunque proponiéndome volver así que cese lo que hoy me empuja. En tal situación, señora, antes de partir a un destierro en el que tal vez pierda la vida, vengo aquí a cumplir el más santo de los deberes, el deber de padre, que es el que con más fuerza conmueve mi corazón. En fin, señora, vengo a ver a mi hija; déjeme usted que la dé un beso y me voy al momento.

      Y aquel hombrón todo músculos y energía, que en ciertos momentos miraba con una fiereza que no por ser noble imponía menos, al decir estas palabras hablaba con voz cada vez más temblona, y al final tiró con cierta violencia de sus grandes bigotes y se rascó en la frente como si con esto quisiera ocultar que sus ojos se ponían lacrimosos a causa de la emoción.

      La superiora continuaba en tanto impasible, con el aire de una persona que oye cosas que no entiende.

      El desconocido tomó tal expresión por una muestra de extrañeza y dijo sonriendo con melancolía:

      – No extrañe usted, señora, que casi me ponga a llorar. Aquí donde usted me ve, me he conmovido muy pocas veces, y eso que en más de una he visto la muerte de cerca. Pero ya puede usted considerar lo que es un padre que en muchos años no ve a su hija, y… además, no sé si el beso que ahora la dé será el último.

      Y el caballero, que luchaba por serenarse, pareció sentir nuevo enternecimiento.

      Entretanto la monja despegó los labios y dijo con la solemnidad de una antigua sibila:

      – Debo manifestar a usted que no entiendo lo que dice ni a qué hija se refiere.

      El interpelado se incorporó en su asiento con nervioso arranque, manifestando en su mirada la mayor extrañeza; pero después pareció reflexionar, y sonriendo, dijo:

      – Es verdad; usted dispense, señora. En mi cariñoso aturdimiento he olvidado manifestar a usted a quién quiero ver y cuál de sus educandas es mi hija. Mi hija es…

      – Ante todo, caballero – dijo la superiora interrumpiéndole – . Es la primera vez que veo a usted y, por tanto, excusado es preguntarle si ha sido usted el que ha traído a este colegio a la señorita en cuestión.

      – No la he traído yo.

      – Ni la habrá conducido aquí alguien por encargo expreso de usted.

      – No, señora.

      – Pues ninguna de las educandas de la casa se encuentra en tal caso. Todas están aquí por la voluntad y disposición de sus padres o de las personas encargadas de su vigilancia.

      – Señora, acabemos, y a ver si logramos entendernos. Yo vengo en busca de María Alvarez y Baselga, que es mi hija.

      La monja hizo como quien repasa su memoria con gran detenimiento, y después dijo con sequedad:

      – No hay aquí ninguna educanda de tal nombre.

      – Señora – contestó el caballero con voz que iba inflamándose y tomando una entonación enérgica – , no perdamos el tiempo y vayamos rectamente al asunto. Aquí está la joven de quien hablo y necesito verla; si es que para entendernos debemos ir discutiendo apellidos, le preguntaré, ya que así usted lo quiere, en vez de por la señorita Alvarez, por la señorita Quirós.

      Y al nombrar este apellido, recalcó las letras con cierta amargura despreciativa.

      – Eso es diferente – dijo la superiora – . Aquí está como educanda hace tres años, la señorita María Quirós y Baselga, condesa de Baselga, pero yo ignoro con qué derecho quiere usted verla.

      – Soy su padre.

      – Su padre murió hace mucho tiempo.

      – ¡Mentira! – exclamó el hombre con iracunda voz. – Aquél no era más que un miserable, un autómata que, para sus fines particulares, movieron los…

      Pero al llegar aquí se detuvo como si el lugar en que estaba y el sexo y clase de la persona a quien se dirigía le hicieran variar de tono.

      – Perdone usted, señora – continuó – , este rapto de cólera, hijo de mi carácter arrebatado. Hace dos días que estoy fuera de mí y, en algunos instantes, me tengo por próximo a la locura. Créame usted señora directora,


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