Liette. Dourliac Arthur

Liette - Dourliac Arthur


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al menos tranquilo y pacífico.

      El campo se despertaba al salir el sol, un ligero estremecimiento agitaba la hojarasca, una nube de insectos volaba de nidos invisibles y en el resplandor de los primeros rayos de oro los pajarillos se elevaban en los aires.

      Cantó el gallo, mezclando su nota clara al ladrido de los perros; las ventanas chocaron contra los muros; los zuecos sonaron en el suelo; el cuerno del boyero hízose oír en el extremo del pueblo, el hombre apareció, y, saliendo de cada puerta con paso tranquilo y lento, las vacas fueron una a una a engrosar el rebaño levantando una nube de polvo.

      Por una rara asociación de ideas, aquel cuadro campestre evocó a los ojos de la joven la vuelta del escuadrón después del ejercicio de la mañana.

      Las trompetas la llamaban, y ella corría alegre y presurosa a saludar al guapo oficial, que era su padre, y cuyo caballo negro se paraba bajo el balcón, para que ella respondiese al saludo de «papá».

      De pronto se echó hacia atrás, confusa y avergonzada…

      Un elegante jinete acababa de desembocar en la plaza, y al sorprender a la joven sonriendo a su ensueño, se detuvo y, maquinalmente, se quitó el sombrero.

      Julieta cerró vivamente la ventana y se apresuró a dedicarse a los cuidados de la casa. Pero mientras daba vueltas en sus ocupaciones, no pudo menos de pensar más de una vez en aquel desconocido que era el primero que había saludado su despertar en su nueva existencia.

      La familia de Candore, cuyos antepasados habían tenido derecho de alta y baja justicia en el territorio de ese nombre, se componía de tres personas: la condesa y sus dos hijos, Blanca y Raúl.

      La señora de Candore, sencillamente de la familia Neris, era hija de un riquísimo comerciante de lanas y había cambiado el millón de su dote con la partícula que le llevó su marido por toda fortuna. De un orgullo de emperatriz y gran señora hasta las uñas, hizo pronto olvidar la modestia de su origen.

      Para decir verdad, al ver al conde pesado y grosero, noble campesino, más campesino que noble, y a su mujer elegante, distinguida y altanera, no se adivinaba de qué lado estaba la alianza desventajosa ni cuál de los dos se había «encanallado».

      El señor de Candore no había heredado más que el blasón de sus abuelos y su prodigalidad. Tiraba el dinero por las ventanas como un verdadero gran señor, y el millón del buen Neris se deshizo pronto entre sus manos. La muerte del comerciante le volvió a poner a flote por algún tiempo, pero iba seguramente a ahogarse, cuando un accidente de caza le envió al otro mundo y salvó el patrimonio de sus hijos.

      Pero le había reducido mucho, y la viuda se hubiera visto en la imposibilidad de sostener su categoría sin el generoso apoyo de su hermano, que pasaba por un soltero endurecido y muy rico, el cual, después de una juventud bastante tempestuosa, se había decidido de repente a hacerse virtuoso por cariño a su hermana o por cualquier otro motivo, y hacía ahora penitencia bajo la férula de la severa Hermancia, que le dominaba como a un muchacho, aunque la llevaba quince años.

      El señor Neris no tenía más herederos que sus sobrinos, a quienes quería tiernamente, sobre todo a la sobrina, deliciosa criatura que le hacía soportable la vida a que se había resignado benévolamente, demasiado rígida para un antiguo calavera.

      A Raúl le manifestaba una afectuosa indulgencia de la que él abusaba en grande.

      – ¡Bah! son cosas de jóvenes; yo he sido así – respondía a los reproches agridulces de su hermana con más pesar que arrepentimiento.

      Gracias a sus larguezas, el joven, agregado a la embajada de Londres, pudo hacer anchamente la gran vida inglesa, hasta el punto de que su salud se resintió y tuvo que pedir una licencia prolongada.

      Poniendo a mal tiempo buena cara, Raúl aceptó bastante filosóficamente aquel retiro, aunque Candore no le ofrecía gran variedad de diversiones permitidas… o no. La caza, la pesca, la equitación y el whist en familia, a esto se limitaban poco más o menos las primeras; en cuanto a las segundas, cero.

      – Verdaderamente, esto es un poco severo, tío; mi madre te condena a una existencia de cartujo – decía riendo el diplomático en disponibilidad.

      El tío suspiraba, en realidad, a no dedicarse a las pastoras, de lo que le acusaba a veces su hermana, el excalavera no podía hacer de las suyas.

      La rígida Hermancia no se rodeaba más que de caras ingratas y un tanto estropeadas; cambiaba constantemente de institutrices y la última, una joven inglesa, había estado a punto de volver a pasar el canal de la Mancha, a pesar de los mejores certificados, porque no realizaba suficientemente el tipo clásico atribuido a las pobres «misses».

      – ¡Es, sin embargo, bastante fea! – dijo Raúl protestando y englobándola en su aversión a las hijas de Albión, cuya vista solamente le daba el «spleen».

      En realidad Juana Dodson tenía un talle elegante y flexible, manos y pies razonables, muy hermosos cabellos, un cutis deslumbrador y hasta hubiera sido bonita sin unos horribles anteojos verdes que la desfiguraban y que no se quitaba jamás… ni para dormir, insinuaba maliciosamente su discípula, lo que le había servido de salvoconducto con la severa castellana.

      Pero, desgraciadamente, los anteojos no bastaban para su seguridad, y aquella misma mañana había habido una explicación bastante viva entre la señora de Candore y su hermano a propósito de la institutriz.

      – Te aseguro, querida Hermancia, que no he pensado nunca en hacer la corte a miss Dodson.

      – Calla, calla, Héctor, eres incorregible.

      – Pero…

      – ¿Crees que estoy ciega?

      – Te repito…

      – No, no, Héctor, no puedo soportar esto; es un ejemplo deplorable y escandaloso para mi hijo…

      – ¿Raúl?.. ¡Bah!

      El tío hizo un gesto que quería decir que estaba perfectamente enterado de la virtud de su sobrino.

      – Y es una ofensa para Blanca.

      Esta vez la frente del anciano se ensombreció, y dejando el tono ligero que había tenido hasta entonces, dijo:

      – Hazme el favor de creerme incapaz de tal cosa.

      – No pido otra cosa, Héctor – respondió más dulcemente la condesa, – pero tu asiduidad a las lecciones de miss Dodson hacen murmurar.

      – Raúl está siempre presente; no falta a una lección.

      – ¿También tú lo has notado? – dijo vivamente la madre.

      – Sin duda, pero eso no prueba que se ocupe más que yo de esa pobre miss…

      – ¡Oh! no es la miss la que me alarma por él.

      – ¿Qué quieres decir?

      – Hemos sido muy imprudentes no previendo lo que sucede…

      – ¿Qué es ello?

      – Lo que debía fatalmente suceder. Esos dos muchachos, jóvenes, guapos y educados libremente como hermanos… sin serlo… debían necesariamente llegar a experimentar el uno por el otro sentimientos poco fraternales.

      – ¿Crees que Raúl ama a Blanca? – preguntó Neris con ansiedad.

      – Estoy segura, y hemos sido muy locos al no pensar en ello.

      – ¡Dios mío!

      – Sin esa imprevisión imperdonable, no hubiera ciertamente educado a Blanca aquí con él.

      – ¡Oh! no sientas lo que has hecho, Hermancia; no sientas haber salvado a tu hermano de la desesperación…

      – Ya ves, sin embargo, lo que me cuesta y a lo que nos expone ese instante de debilidad: el reposo de mi hijo y el de Blanca comprometidos acaso para siempre. ¡Pobre niña!.. A ella es sobre todo a quien compadezco; la vida le resultará muy difícil. El mundo condena implacablemente en los hijos las faltas de los padres. Es injusto, pero es así. He reflexionado en esto muchas veces,


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