Liette. Dourliac Arthur

Liette - Dourliac Arthur


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suspiraba con una sonrisa melancólica en los labios!

      Raúl, por su parte, afectaba las maneras discretas, respetuosas y casi tímidas de un hombre de mundo ante una simple joven, lo que, por poco coqueta que fuese, era para la austera institutriz la más delicada adulación.

      Mujer antes de tiempo por las penas, las pesadas cargas y las duras realidades de la vida, Liette seguía siendo una muchacha por su mentalidad, por su corazón y por sus ilusiones, y era caritativo el recordarle de un modo tan hábil que sus veinte años resplandecían también en su cara.

      Raúl, muy experto en la materia, no había dejado de echar de ver la impresión producida y se aplaudía por la metamorfosis de que era autor.

      Como el mármol parece animarse y tomar forma bajo la mano de un artista inspirado, así la rígida empleada, cuyas severas facciones parecían ignorar la sonrisa, reía ahora con todos sus hoyuelos y con un confiado abandono de colegiala.

      Con cómica gravedad, el joven reclamaba también el honor de un antiguo conocimiento.

      – No tenía usted ya trece años como cuando mi tío tuvo la buena fortuna de serle presentado; pero no debía usted de tener más de trece… Estaba yo entonces terminando mi año de voluntario en Orleáns, en el batallón de su señor padre de usted, y parece que me estoy viendo torpe y embarazado con mi capote demasiado largo ante una joven de falda corta, grandes manos y largos pies, como Blanca hace dos años, que me puso un muñeco en la mano y me dijo en tono autoritario:

      – No olvide usted el número, militar; una cabeza absolutamente igual, pero con cabello rubio. Sobre todo, no olvide usted el cabello rubio.

      Y una vez cumplida esta delicada misión a medida de sus deseos de usted, se dignó usted hacerme dar en la cocina un vaso de vino, que me bebí religiosamente a su salud.

      – ¡En la cocina!.. ¡Qué mal trató usted a mi pobre hermano, señorita!

      – Si el vino era bueno, menos mal – dijo el cura saboreando su Chateau-Lafitte.

      – ¡Y hay quien se atreve a decir que el hábito no hace al monje! – añadió irónicamente el notario.

      Liette se excusaba riendo, ruborizada y confusa, con gran alegría de su maliciosa discípula.

      Fue aquella una velada deliciosa.

      Olvidando un instante los penosos rigores de su situación presente, Liette reapareció tal como era en otro tiempo en el salón de su padre, la exquisita criatura cuyo encanto indefinible, más poderoso aún que la belleza, había hecho levantarse tantas cabezas bajo el quepis de doble o triple galón de oro.

      Blanca, encantada, palmoteaba y no conocía a la señorita; la condesa misma estaba conquistada por aquel aumento de juventud y de gracia.

      La de Raynal tomaba una gran parte en el triunfo de su hija y se sentía halagada en su vanidad maternal, sin el menor pensamiento de alarma.

      Raúl, el encantador que había provocado ese milagro, experimentaba la orgullosa alegría de Pigmalión ante su estatua animada del soplo divino.

      Al volver al pueblo a la luz de la luna, la viuda, sentada enfrente del notario mientras el cura dormitaba a su lado, no pudo contener la exuberancia de su júbilo.

      – Una hermosa velada, señor Hardoin, y como quisiera que tuviese muchas mi pobre Liette.

      El notario permaneció frío ante aquel impetuoso entusiasmo un poco intempestivo, y echando una mirada pensativa al fino perfil de la joven que contemplaba las estrellas, murmuró:

      – ¡Yo no!

      Liette hizo un gesto de impaciencia.

      – Otra vez me he equivocado.

      – No ha sido por mi culpa – respondió cándidamente la de Raynal, cuya charla continua recordaba el gorjeo de los pájaros y que desde que se había levantado estaba molestando a su hija con consideraciones interminables sobre los menores incidentes de la velada memorable.

      – No, querida mamá – respondió Liette con su buen humor habitual; – un poco de cansancio sin duda… Eso es lo que tiene el acostarse a horas descompasadas.

      Y volvió a empezar laboriosamente la suma.

      La viuda se estuvo un momento callada, pero la comezón era demasiado fuerte y, no pudiendo resistirla por completo, se alivió primero en voz baja a modo de soliloquio y fue levantando el tono insensiblemente hasta acabar por una interpelación mal disfrazada.

      – ¡Pobre hija mía! ¡Cuando pienso que una simple comida es un acontecimiento en tu vida!.. A tu edad estaba yo continuamente en fiestas y recepciones. ¡Los cotillones que yo he dirigido! Y, sin embargo, Dios sabe que no era yo mundana. Pero nuestra situación y los ascensos de tu padre exigían cierto decoro y cierta representación. Si me hubieran dicho entonces que acabaría mis días en un agujero semejante y reducida a tan pobre sociedad… Porque, dicho sea sin ofender a nadie, hija mía, nuestras relaciones dejan mucho que desear y estamos obligadas a tratar a personas muy comunes… No es por tu culpa, lo sé, pero cuando se ha vivido como yo en un medio escogido, es una necesidad penosa y que hace apreciar la menor ocasión de encontrarse una en su mundo.

      – Pero eso no es una necesidad, mamá – dijo Liette dejando la pluma con resignación; – eres absolutamente libre…

      – Sin duda, hija mía, sin duda; pero no querría perjudicarte en tu situación y prefiero dominar mi legítimo orgullo.

      – Te aseguro…

      – Tu felicidad ante todo, hija mía; por verte dichosa me resignaría a rascar la tierra con las uñas.

      – ¡Pobre madre mía! – dijo la joven conmovida y sonriente al mismo tiempo, – tan mal concordaba esa idea con la indolencia maternal.

      – Si debiera dejarte pronto, me alegraría de que no te quedaras en este pueblo de iroqueses, de saber que estabas rodeada de afecciones dignas de ti y de pensar que encontrarías una segunda madre…

      – ¡Dios mío! ¿En quién?

      – Pues… en la de Candore, que me reemplazaría con gusto a tu lado…

      Esta vez Liette no pudo reprimir una franca carcajada, y respondió besando tiernamente a aquella cabeza a la que las canas no habían llevado la razón:

      – Nadie podría reemplazarte conmigo, querida mamá, y la de Candore menos que otra… No la conoces; es una mujer superior, pero tan convencida de su superioridad, que el común de los mortales no existe para ella.

      – Sin embargo, me hablaba de ti en unos términos…

      – Ciertamente, no puedo quejarme de su modo de proceder diario, pero ayer éramos sus invitadas, y esto es un matiz; hoy he vuelto a ser sencillamente la institutriz de su hija y no dejaría de recordármelo si yo lo olvidase.

      – La clase no se mide por la fortuna, hija mía; es la opinión de todas las personas de corazón y ahí tienes como prueba las delicadas atenciones del señor Neris y la solicitud significativa de su sobrino. Seguramente no te miraban como una vulgar institutriz. La misma señorita de Candore no hubiera podido recibir más respetuosos homenajes.

      – ¿Crees tú?

      – ¡Bah! tengo buenos ojos, y Raúl es un hombre demasiado galante para…

      En este momento llamaron al ventanillo y el objeto de esos elogios mostró su fino bigote en la estrecha abertura.

      Con su inconveniencia natural, la comandanta iba a acogerle amablemente como visitante, pero al verse en un espejo los papillotes desrizados y el peinador deslucido, se escondió precipitadamente en el comedor.

      Julieta no se había levantado, y después de responder con una ligera inclinación de cabeza al saludo ceremonioso del joven, se quedó esperando.

      Raúl parecía un poco turbado a pesar de su aplomo. La actitud cortés pero digna de la joven empleada paralizaba sus brillantes facultades.

      Después de unos cuantos cumplimientos triviales, a los que


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