Los hermanos Plantagenet. Fernández y González Manuel

Los hermanos Plantagenet - Fernández y González Manuel


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hombre al hombre de la naturaleza, cuando éste no conocía otro albergue que le protegiese del rigor de las estaciones, más que el ramaje de los bosques ó las estalactitas de una caverna.

      Descendiendo á los detalles de este sér, la misma robustez, la misma energía que se notaba en su conjunto, se daba á conocer en cada una de sus partes: larga, espesa y negrísima cabellera; frente espaciosa; cejas negras, también anchas y dilatadas; ojos pardos, grandes y de mirada fija y sombría; nariz recta, de vigoroso perfil y órganos un tanto si se quiere exagerados; boca dotada en su desdén de cierta expresión de fuerza, en su sonrisa de una despreciadora insolencia; barba completa, negra y de medianas dimensiones; cuello corto, grueso y nervioso como el del toro; por lo demás, estatura de atleta.

      El traje de este hombre era lo más estricto que darse puede: consistía en una especie de gabán que dejaba desnudos los brazos, las piernas y gran parte del pecho; este gabán era de una tela de lana fuerte y tupida, listada á cuadros por anchas líneas de colores que un tiempo debieron ser rojos y negros, pero á quienes había hecho desmerecer en gran manera la influencia del sol y de la lluvia. Este saco, que era lo único que le hacía no aparecer enteramente desnudo, estaba sujeto á su cintura con una tira de cuero, de que pendía un largo y ancho cuchillo corvo, con empuñadura de asta de ciervo y cubierto con una vaina de piel sin curtir; un tahalí de mismo cuero sujetaba á su espalda una especie de aljaba donde se veían algunos venablos, y últimamente, una ballesta arrojada en el suelo, completaba el armamento de este extraño personaje.

      A más de las particularidades que hemos descrito, otras accidentales y casi del momento, le hubieran hecho notable á los ojos del más indiferente; su cabellera estaba impregnada de agua, así como su gabán, haciendo presumir que poco tiempo antes acababa de tomar un baño, indudablemente forzado, puesto que en sus brazos y en sus piernas se veían señales sangrientas, tales como las que pueden producir una caída desgraciada ó el golpe de un látigo.

      Por lo tanto, no es de extrañar que nuestro héroe mostrase en su mirada un disgusto sombrío que le hacía aparecer fija y feroz, ni la frecuencia con que fruncía su entrecejo y mordía impaciente su labio inferior.

      Aquel hombre era sin duda un fugitivo, porque al ruido producido por una ráfaga de viento sobre la techumbre de la cabaña, ó al mecer el ramaje de la cercana alameda, miraba con la expresión vaga de inquietud que marca el terror, á la puerta entreabierta; y perdido el rumor que le había alarmado, volvía á su inmovilidad y á su sombría expresión de disgusto.

      Pero una de las veces en que su cabeza se elevó, como la de un ciervo perseguido que escucha á lo lejos los ladridos de los perros, no permaneció inerte como las veces anteriores; púsose en pie de un salto, levantó del suelo la ballesta, armó en ella un venablo, y después de pisar la tea que casi tocaba á su fin, desapareció por la puerta, dejando la cabaña envuelta en la más densa oscuridad.

      Con una exquisita finura de oído, peculiar á los cazadores montañeses, había escuchado el leve rumor de unas pisadas en dirección á la cabaña, cuya puerta rechinó un momento después, empujada por alguno que penetró en el interior.

      El choque de un acero sobre un pedernal se dejó oir instantáneamente, y algunas chispas lívidas irradiaron entre la oscuridad en el sitio de la cabaña donde se hallaba el recién venido; poco después dos teas ardían esparciendo en torno su opaca claridad y exhalando un humo compacto y resinoso.

      Entonces se vió á su reflejo un hombre como de treinta y cinco años, vestido severamente de negro, y cubierta la cabeza con un gorro del mismo color, que sujetaba las guedejas de una cabellera gris, larga y espesa, que servía, por decirlo así, de marco á una cabeza en que un frenólogo hubiera hallado las protuberancias que distinguen á un pensador. Este hombre era de mediana estatura; vestía el traje de los abogados de aquella época, y, aunque arma impropia de su estado, ostentaba en su cintura, sujeto con un ceñidor de piel curtida, un puñal que casi llegaba á las dimensiones de espada. A pesar de lo solitario del sitio, un antifaz cubría el rostro de este hombre desde el nacimiento de la frente hasta la parte media de la nariz.

      Hemos dicho que en un ángulo de la cabaña había algunos haces de ramaje, y ahora, á fuer de minuciosos descritores, diremos que parte de ellos fué trasladada al hogar, y que inmediatamente la luz de una hoguera hizo inútil, envolviéndola en su resplandor, la de las teas.

      En este momento otro hombre entró, arrojó en torno una mirada inquisidora, y al reparar en el del antifaz, preguntó en voz gutural y marcada al que entraba, que no adelantó un solo paso:

      – ¿Qué hora es?

      – La del sufrimiento, contestó el preguntado.

      – ¿Qué hora esperas? repuso el otro.

      – La de la justicia.

      – ¿Quién eres?

      – Hermano de mi hermana.

      – ¿Quién es tu hermana?

      – La niebla.

      – ¿Tienes hermanos?

      – Sí, los hermanos de la niebla.

      – Bien venido seas, hermano.

      Y aquellos dos hombres acortaron la distancia que les separaba, y se estrecharon las manos. Después el recienvenido fué á sentarse en la segunda piedra de la derecha del fondo.

      Este nuevo personaje llevaba también antifaz; era robusto y joven, á juzgar por la energía de su mirada, que dejaba verse al través de las averturas del cuero negro que le enmascaraba; su traje era el de los cortadores de Londres; coleto y calzones de paño rojo, gorro de baqueta, medias azules y zapatos ferrados. Llevaba á la cintura, y en la misma forma que el de lo negro, un cuchillo ancho y afilado, cuyo principal destino era sin duda, atendida su forma, desollar reses. El más profundo silencio reinó durante un momento, antes de que se presentase otro nuevo interlocutor, que, como el del coleto colorado, se detuvo á la puerta.

      – ¿Qué hora es? le preguntó desde su asiento el hombre del traje negro.

      – La del sufrimiento, contestó el interrogado.

      – ¿Qué hora esperas?

      Una contestación igual á la que diera el cortador á esta pregunta salió de los labios de este tercer hombre, y las sucesivas fueron semejantes á aquéllas en un todo. Aquel diálogo era sin duda una seña.

      Después de haber saludado y estrechado las manos á los dos amigos, este hombre fué á sentarse en la tercera piedra de la derecha. Su traje era el de los estudiantes de Londres de entonces: un bonete de bayeta negra, y una hopalanda á manera de toga de la misma tela; llevaba un antifaz como los otros, y, á juzgar por su talante, debía ser muy joven.

      Otro hombre apareció inmediatamente; fué interrogado del mismo modo que los anteriores, y después de un saludo igual tomó asiento en la cuarta piedra.

      Este hombre parecía anciano; vestía un traje y una capa de paño pardo; llevaba antifaz, y cubría sus cabellos un sombrero gris de ala ancha.

      Un quinto interlocutor se dejó ver de la misma manera que los precedentes: fué asimismo interrogado, saludó y fué á sentarse en la quinta piedra.

      Su traje era de ante, á que el tiempo había dado un color oscuro; su rostro estaba cubierto con un antifaz; su edad podría suponerse entre treinta y cuarenta años, atendida su mirada y el estado de su cabellera. La única arma de este hombre era un bastón ferrado, que, aunque de gran peso, manejaba como si fuera una caña.

      Otro hombre, en fin, se dejó ver. Contestó como los anteriores á las preguntas que se le hicieron; pero su voz era mucho más sombría que la que antes que ella habían resonado en la cabaña; saludó á cierta distancia, y sin tender la mano á ninguno de los cinco hombres, fué á sentarse en la última piedra.

      Su traje y su antifaz eran enteramente colorados; llevaba la cabeza descubierta, una cuerda del grueso de un dedo, lustrosa y usada, daba muchas vueltas á la cintura, y un largo espadón de á dos manos, de punta roma y encerrado en una vaina de acero blanco, pesaba sobre su espalda sujeta por un ancho tahalí con hebilla de hierro.

      Las


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