Los monfíes de las Alpujarras. Fernández y González Manuel
que le se pueda ocurrir.
Y le dió algunas monedas de oro que Harum se guardó de la manera mas indiferente del mundo.
– Vete.
Harum se volvió al corro de los monfíes.
En aquel momento un hombre apareció en la puerta del meson.
Este hombre tenia un aspecto extraño: era alto, como de cuarenta años, de color cetrino, de semblante que debió ser bello algun dia, pero de líneas duramente rígidas: llevaba un ojo cubierto con una venda negra, y el otro ojo miraba con una fijeza, con una audacia que ofendian: en la mejilla izquierda tenia marcada una ancha cicatriz que replegaba su boca, haciéndola sesgada: por cima de su valona se veia un cuello moreno y musculoso, medio cubierto por una barba negra; por último, le faltaban el brazo izquierdo y la pierna derecha. El primero estaba representado por una manga de jubon de terciopelo verde, con forros blancos y bordaduras de oro, doblada y sujeta por un extremo á un herrete de su coleto de ámbar; en vez de la segunda llevaba una pierna de palo: sin embargo de estar tan horriblemente mutilado y estropeado este hombre, vestia un uniforme completo de capitan de infanteria, y aunque al parecer no podía montar á caballo, llevaba calzada en la pierna izquierda una bota alta de gamuza, armada con una espuela de plata: apoyábase en un largo y fuerte baston, llevaba pendiente del costado una descomunal espada, y se advertia que era fuerte, valiente, diestro, temible, y sobre todo duramente provocador é insolente.
Este hombre habia salido de un carro tirado por mulas, que se habia detenido á la puerta del meson: en la delantera del carro se veia un mayoral alegre y zaino, y asido de la mula delantera un zagal robusto, y á caballo junto al carro un soldado viejo y armado á la gineta.
Este hombre, pues, por la riqueza de su atavio y por su servidumbre parecia rico, por su trage capitan, por su apostura valiente.
Yaye observó todo esto con una sola mirada, y se dijo:
– Este hombre debe ser el capitan Alvaro de Sedeño.
Sin saber por qué, la sola presencia de este hombre provocó su odio, su cólera, y un ardiente deseo en su corazón de cerrar con él á estocadas.
Y no era ciertamente porque le hubiese predispuesto á ello la breve conversacion que habia tenido con la extranjera; aunque nadie le hubiese hablado anteriormente de aquel hombre, le hubiera sido igualmente antipático.
Por su parte el capitan nada habia hecho para desvanecer, siquiera fuese con una conducta atenta, la mala impresion que debían necesariamente causar su semblante avieso, su media mirada insolente y su extraño estropeamiento: habia lanzado una ojeada altiva y casi impertinente á los monfíes, habia pasado con altanería, casi con desprecio y sin saludar, por delante de Yaye, y habia atravesado el corral con mas ligereza que la que parecia permitirle su pata de palo, entrándose por las escaleras; poco despues le vió aparecer Yaye en los corredores, á tiempo que Abd-el-Gewar salia de su aposento.
Entonces notó Yaye una cosa extraña. Abd-el-Gewar se detuvo y se puso pálido; el desconocido se detuvo tambien, irguió la cabeza, miró de una manera altiva al anciano, y despues se quitó la toquilla, le saludó, y pasó: Abd-el-Gewar se inclinó ligeramente, y se encamino á las escaleras, y el desconocido llegó á la puerta del aposento donde estaba la extranjera, se puso el baston bajo el brazo derecho, sacó una llave, abrió la puerta, entró, y cerró.
Poco despues Abd-el-Gewar, preocupado y pálido aun, estaba en la puerta del corral junto á Yaye.
– ¿Conoceis á ese caballero? le dijo el jóven: os habeis conmovido al verle, y él os ha reconocido, y os ha saludado.
– Si, si por cierto: es él.
– ¿Y quién es él?
– Es el señor Alvaro de Sedeño, antiguo y valiente soldado de los tercios del rey… y uno de los mejores servidores de tu padre.
– ¡Ah! ¡es monfí!
– Lo ignoro; es un secreto que tu padre jamás me ha revelado.
– ¿Pero donde habeis vos conocido á ese hombre?
– Muchas veces le he visto al lado de tu padre y hablando con él familiarmente en la montaña.
– Y sabiendo que ese hombre sirve á mi padre, ¿por qué palidecísteis á su vista?
– Es que ese hombre, no sé por qué, desde que le vi, me causó repugnancia, aversion, temor…
– Lo mismo me ha sucedido á mí, cuando hace un momento le he visto por primera vez.
– Me parece ese hombre fatal, dijo distraidamente Abd-el-Gewar, pero aqui viene Hamet; sin duda nos esperan ya nuestras cabalgaduras… es necesario partir.
En efecto, un monfí jóven y gallardo entraba en aquel momento en el meson y se dirigió al lugar donde estaban el jóven y el anciano.
– Los caballos esperan, dijo descubriéndose, en la rambla del río cerca de Tablate.
– ¿Enjaezados como conviene? dijo Yaye.
– No ha sido posible, pero se les pondrán los arneses de los que dejemos.
– ¡Otra detencion mas! dijo suspirando Yaye, en quien habia vuelto á recobrar todo su influjo el recuerdo de Isabel.
– Por lo mismo, dijo Abd-el-Gewar, es necesario detenernos aqui lo menos posible: paga al mesonero, Hamet, y que saquen los caballos.
Mientras esto se hacia, Yaye, que á pesar del recuerdo de Isabel no dejaba de tiempo en tiempo de lanzar una mirada al aposento donde se encontraba la princesa mejicana, vió que aquel aposento se abria y que salian de él primero dos mujeres, cuidadosamente envueltas en largos mantos negros, tras ellas dos criadas y despues el estropeado: atravesaron el corredor, bajaron las escaleras y pasaron junto á Yaye y Abd-el-Gewar: delante iba el capitan: saludó fria y ceremoniosamente á los dos, y cuando pasaron las mujeres, Yaye creyó notar que la mas esbelta de las encubiertas le dirigia un leve movimiento de cabeza, y que la otra encubierta, cuyo paso era menos ligero, le miraba á través de su manto con ansiedad.
Nada pudo notar el capitan. Cuando llegaron al carro, el zagal apoyó una pequeña escala contra la delantera y las dos mujeres y las criadas entraron y se ocultaron bajo la cubierta; despues subió el capitan, y antes de desaparecer saludó de nuevo, pero de una manera que tenia mucho de insolente, á Yaye y Abd-el-Gewar.
Despues de esto el carro echó á andar á buen paso.
Apenas se habia separado el carro de la puerta del meson, cuando Harum-el-Geniz se dirigió gentilmente á la salida del meson.
– ¡Eh! ¿á donde vais, Pedroz? le preguntó con imperio Abd-el-Gewar.
– El señor me ha ordenado… dijo Harum deteniéndose y señalando á Yaye.
– Va á un asunto mio, dijo el jóven, dejadle ir.
Y el monfí, en vista de un ademan del jóven, siguió su camino.
Sigámosle.
El carro descendia con lentitud, por el pendiente camino que conduce al puente de Tablate desde Lanjaron. El monfí, en vez de seguir ostensiblemente tras el carro, rodeó por las tapias del pueblo, se perdió entre los olivares y echándose la espada al hombro, y despues de haberse quitado las espuelas, que le embarazaban, empezó á andar con una rapidez maravillosa. Muy pronto estuvo entre quebraduras y despues de haber flanqueado la montaña por espacio de una hora, se encontró marchando sobre las crestas de los montes á cuya falda se extiende el camino de las Alpujarras á Granada.
El carro del estropeado y el soldado que le escoltaban se veian á lo lejos: muy pronto una nube de polvo apareció por un recodo del camino, y un grupo de ginetes adelantó á la carrera, alcanzó el carro, pasó adelante y se perdió en otro recodo: eran Yaye, Abd-el-Gewar y los veinte monfíes.
Harum, que se habia quedado á pié para cumplir el encargo de Yaye, y que ciertamente atendidas su robustez, su agilidad y lo pujante de su marcha no necesitaba caballo para llegar desde aquel punto y en poco tiempo á Granada, se detuvo, y sacando un silbato de hierro de su bolsillo, le hizo lanzar