Los monfíes de las Alpujarras. Fernández y González Manuel

Los monfíes de las Alpujarras - Fernández y González Manuel


Скачать книгу
toca del bonete ondeaba, y á todas luces se comprendia que el anciano deseaba que se restableciera el silencio para poder ser escuchado: sus señas se vieron, comprendióse su deseo y mucho respeto, mucho amor debia inspirar aquel venerable viejo á los moriscos, porque los gritos cesaron y los que estaban á punto de salir de la plaza se detuvieron.

      – ¿Me conoceis aun, hijos mios? exclamó el anciano con voz trémula y conmovida: ¿me conoceis aun, bajo estas ropas castellanas?

      – ¡Si! ¡si! ¡si!

      – Tú eres el justo, el bueno, el santo faquí! de la gran mezquita, exclamó el llamado Farax-aben-Farax: tú eres nuestro amado Abd-el-Gewar; habla anciano: tus hijos te escuchan.

      – ¿Que vais á hacer? exclamó el faquí: ¿no veis la ciudad llena de soldados? ¿no habeis visto la espantable artillería que para causaros terror ha llevado delante de vosotros á la Alhambra el capitan general? ¿no habeis visto hace un momento reunidos el ayuntamiento, la Chancillería, la milicia y la Inquisicion? ¿para qué se han dejado ver tantas gentes con tanta pompa, con tanto estruendo, sino para daros á entender que estan resueltas á cumplir aunque para ello necesiten exterminaros, el cruel edicto del emperador?

      El anciano, fatigado por el violento esfuerzo que habia hecho para dejarse oir de la multitud, se detuvo un momento; los que ocupaban la plaza tenian fijos en él sus ojos, y el silencio, mas profundo aun que al principio, continuaba: el jóven morisco que poco antes habia incitado al pueblo á la insurreccion desde la ventana, se veia tras el anciano, de pié con los brazos cruzados y el semblante sombrío.

      – ¡Acordaos! continuó el anciano faquí: ¡acordaos los que ya teneis canas, cuando en el año 99, el alguacil Velasco de Barrionuevo, osó entrar en la casa de un elche2 y sacar á su hija doncella para llevarla á bautizar á la fuerza! ¡acordaos de que, á los gritos de aquella desdichada, irritados nuestros hermanos salieron á la plaza de Bib-al-bolut, salvaron la doncella y mataron al alguacil! el Albaicin se levantó, la adarga que don Iñigo Lopez de Mendoza nos enviaba en señal de paz fue apedreada; el arzobispo de Toledo que habia venido á convertirnos, cercado en su casa: durante tres dias defendimos las calles que suben de la ciudad, como desesperados ¿y qué sucedió? solos, sin mas amparo que nuestro valor, combatidos por todas partes, fuimos vencidos, nos vimos obligados á besar de nuevo los piés del vencedor y á pedirle gracia: sin embargo, mas de quinientas familias fueron castigadas: vimos los pequeñuelos arrancados del pecho de sus madres; el padre anciano separado del hijo robusto; las doncellas, con los rostros descubiertos y los cabellos tendidos, entre la brutal soldadesca; los que habian matado al infame alguacil ahorcados; otros llevados al interior de las Castillas, vendidos como esclavos; los demás aterrados, gimiendo nuestro dolor y nuestra vergüenza bajo el altivo perdon de los castellanos. ¿Y quereis que hoy volvamos á probar tales afrentas? ¿quereis que hoy tambien seamos vencidos, despedazados, y que nuestros pequeñuelos y nuestras doncellas nos sean arrebatadas por el vencedor?

      – Es que ese edicto no los arrebata, santo faquí, exclamó Farax-aben-Farax.

      – Ese edicto no se cumplirá, dijo Abd-el-Gewar; no se cumplirá, porque aun tenemos oro con que saciar la codicia de los ministros del rey: mientras tengamos oro, ahorremos sangre: cuando seamos pobres, cuando todo nos lo hayan robado, entonces, hijos mios, yo, delante de vosotros, iré á hacerme matar por los castellanos.

      Un murmullo de amor interrumpió al faquí.

      – Ahora, hijos mios, á vuestras casas: mostraos en ellas como si nada hubiera acontecido: esta noche á la oracion de Alajá3 los xeques4 del Albaicin, casa del Habaquí, en San Cristóval.

      El anciano hizo con su toca un ademan de imperio y se quitó de la ventana.

      – ¡Oro! ¡siempre oro! dijo el jóven que le acompañaba, siguiéndole. ¿Para cuando guardamos el hierro?

      CAPITULO II.

      De cómo un hombre puede amar por caridad á una mujer, y de cómo, á veces, puede parecer la caridad amor

      Ningun pueblo como el pueblo árabe, y como su descendiente el moro, ha llegado á la belleza de las formas, al refinamiento del gusto, á lo voluptuoso de los contrastes, en lo referente á la construccion de sus habitaciones.

      La casa de un moro, por pobre que este fuese, era ya una cosa bella, porque lo bello estaba y está en el carácter de su arquitectura: la vivienda de un moro rico era ya un verdadero alcázar en cuya construccion, en cuyo aspecto, se notaban unidos, enlazados, la religion y el amor: si hay mucho de voluptuoso, de lascivo en los arcos calados, en los triples transparentes, en la media luz que por estos arcos y transparentes penetra en las cámaras; en las labores doradas sobre fondos esmaltados, en los brillantes mosáicos, en las fuentes que murmuran sobre pavimentos de mármol, habia tambien en todo aquello mucho de místico, considerado el misticismo desde el punto de vista de las creencias musulmanas.

      Visitad los restos de la Alhambra: cualquiera de sus admirables cámaras, ya sea la de Embajadores, ya la de los Abencerrajes, ya la de las Dos Hermanas; ya vagueis entre los arcos del patio de los Leones, ya bajo las cúpulas de la sala de Justicia, cualquiera de aquellos admirables restos, repetimos, si teneis ojos para ver y corazon para sentir, os trasladaran á otros tiempos y á otras gentes; os harán aspirar en cada retrete el sentimiento del amor y de la religion de los musulmanes; os explicaran cómo aquel pueblo pudo llenar una página tan brillante en el interminable libro que ha escrito, escribe y sigue escribiendo la humanidad: son á un tiempo poesías eróticas y salmos sagrados; cantos de guerra y sueños de molicie; la espada del Islam, el libro de la ley y el velo de oro de la hermosa odalisca, todo junto, todo confundido: la materia y el espíritu, la luz y la sombra, y sobre todo esto lo romancesco, lo ideal, lo bello, lo sublime.

      En uno de esos admirables retretes árabes, cuyo recuerdo nos ha inspirado la anterior digresion, recostado en un divan, profundamente pensativo, con los elocuentes ojos negros como fijos en la inmensidad, á la luz de una lámpara que ardia sobre una pequeña y preciosa mesa de mosáico, y sirviendo, en fin, de complemento por su magnifica y característica hermosura á la bellísima estancia en que se encontraba, estaba el mismo jóven que aquella mañana habia excitado á los moriscos del Albaicin á la insurreccion en la Plaza Larga despues de pregonado el edicto del emperador.

      Observando detenidamente á aquel jóven, se notaba en él un no sé qué misterioso, algo de grande que tenia muchos puntos de comparacion con lo que se llama grandeza en los reyes; algo de valiente, pero con esa valentía generosa de los héroes: mucho de firme, de indomable, de audaz en su carácter: parecia que sobre aquella frente se agolpaban como un grupo de rojas nubes grandes destinos, una altísima mision que cumplir, una grande empresa que llevar á cabo.

      Aquel jóven por su expresion reflexiva parecia ya viejo.

      Pero un viejo con ojos brillantes, con cabellos brillantes, lleno de la enérgica vida de la juventud, bajo cuya ancha frente se adivinaban atrevidos pensamientos, bajo cuya piel densa, blanca y mate, se adivinaba la circulacion de lava en vez de sangre.

      Aquel jóven era uno de esos seres que se hacen notables á primera vista.

      Uno de esos seres de quienes se dice: ese es un hombre de corazon.

      Uno de esos seres que han nacido para dominar, y que inspiran á las mujeres un amor profundo, una necesidad de convertirse en sus esclavas: que son objeto, en fin, de ese sublime sentimiento que jamás comprenderá el hombre, porque es incapaz de sentirlo: la abnegacion de la mujer.

      Porque la mujer no ama con el amor de la abnegacion mas que lo esencialmente bello, grande, fuerte, poderoso.

      Este jóven, en medio de su distraccion, tenia en sus manos un ramito de madreselva.

      Aquel pobre ramo habia sido la causa de la abstraccion del jóven.

      Aquel ramo era una prenda de amor de una mujer.

      Entre los árabes y los moros, las flores, las hojas de los árboles, las yerbas, las cintas de colores, son otras tantas frases


Скачать книгу

<p>2</p>

Llamaban los moros de Granada Elches á los descendentes de cristianos renegados que habiéndose hecho moros vivian entre ellos.

<p>3</p>

Despues de oscurecer.

<p>4</p>

Ancianos, gefes de tribu.