La letra escarlata. Hawthorne Nathaniel

La letra escarlata - Hawthorne Nathaniel


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hoja tras hoja, precisamente como las llenaba la realidad de la hora fugitiva, y que se desvanecían con la misma rapidez con que habían sido escritas, porque mi inteligencia carecía de la profundidad necesaria para comprenderlas, y mi pluma de habilidad suficiente para transcribirlas. Algún día recuerde quizás unos cuantos fragmentos esparcidos por todas partes, y los reproduzca con gran provecho mío, hallando que las letras se convierten en oro en las páginas de mi libro.

      Pero estas ideas se me ocurrieron demasiado tarde. Á la sazón, tenía tan solamente la conciencia de que lo que en un tiempo había sido un placer para mí, era ahora una tarea irrealizable. No era ocasión para entrar en lamentaciones acerca del estado de las cosas. Había cesado de ser un escritor de historietas y de artículos, bastante malos, para convertirme en un Inspector de Aduana tolerablemente bueno. Ni más ni menos. Sin embargo, no es nada agradable verse acosado por la sospecha de que nuestra inteligencia se va extinguiendo; ó que se va desvaneciendo, sin darnos cuenta de ello, como el éter en una redoma, que hallamos más y más reducido á cada mirada que le dirigimos. No me quedaba duda alguna del hecho; y al examinarme á mí mismo y á otros de mis compañeros, llegué á conclusiones no muy favorables relativamente al efecto que produce un empleo del gobierno en el carácter de los individuos. Acaso algún día me extienda más sobre la materia; por ahora, baste decir que un empleado del resguardo, de larga fecha, á duras penas puede ser persona digna de elogios ó de mucho respeto, por numerosas razones; entre otras, por las circunstancias á que debe su destino; y luego, por la naturaleza especial del mismo, que si bien muy honroso, como creo, es esta una opinión de que no participa todo el género humano.

      Uno de los efectos que he notado, y creo que puede observarse más ó menos en cada persona que haya tenido uno de esos destinos, es que al paso que el hombre se reclina en el brazo poderoso de la República, su propia fuerza individual le abandona. Si posee una gran suma de energía natural, ó si el empleo público no ejerce en él su enervante influjo por mucho tiempo, podrá recobrar sus facultades embotadas. El empleado que ha perdido su destino, puede volver sobre sus pasos, y ser de nuevo todo lo que era antes. Pero esto rara vez acontece, pues por lo regular permanece en su puesto el tiempo necesario para que se efectúe su propia perdición y decadencia, y entonces le ponen de patitas en la calle, para que continúe su marcha por el camino de la vida como mejor pueda. Teniendo conciencia de su propia debilidad, y de que todo el temple de su espíritu ha desaparecido, en adelante sólo dirige miradas inquietas en torno suyo en demanda de quien le auxilie. Su constante esperanza, – que viene á ser una especie de alucinación que, á despecho de todo lo que sea desalentador, y sin hacer alto en imposibilidades le persigue mientras viva, – consiste en que al fin y al cabo, y en no lejano tiempo, merced á una reunión de circunstancias felices, será restablecido en su empleo. Esta esperanza, más que ninguna otra cosa, mina por completo y hiere de muerte, desde sus principios, cualquiera empresa que intente llevar á cabo. ¿Por qué trabajar y afanarse y tratar de salir de la miseria en que se encuentra, si de un momento á otro el brazo del Gobierno lo pondrá á flote? ¿Por qué procurar librarse la subsistencia aquí con el sudor de su frente, ó ir á California á extraer oro,10 cuando no pasará mucho tiempo sin que ese mismo Gobierno le haga feliz, poniendo en sus bolsillos, con intervalos mensuales, un puñado de monedas brillantes procedentes de las arcas de la República? No deja de ser curioso, y triste al mismo tiempo, observar cuán pronto se inficiona con esta enfermedad un pobre diablo, por poco que haya probado el turrón de un destinillo. El dinero del Gobierno tiene, bajo este concepto, una cualidad semejante á la de los pactos con el demonio: quien lo toca, tiene que andar muy listo, ó de lo contrario al fin y al cabo, si no pierde su alma, como con el pacto mencionado, perderá muchas de sus mejores cualidades: la fuerza, el valor y constancia, la sinceridad, la confianza en sí mismo, y todo lo que constituye un carácter varonil.

      ¡Hermoso porvenir me esperaba por cierto! Y no porque el Inspector se hubiese aplicado á sí propio la moral de la historia, ó pudiese admitir que la continuación en su empleo, ó la cesantía, influiría en él de un modo desastroso. Nada de eso: pero á pesar de todo, mis reflexiones sobre el asunto no eran muy alentadoras. Comencé á volverme melancólico é inquieto, examinando constantemente mi inteligencia para descubrir si mis facultades estaban cabales, y ver qué detrimento habían experimentado. Traté de calcular cuánto tiempo podría aun permanecer en la Aduana, y salir de ella siendo todavía lo que se llama un hombre. Para decir la verdad, comencé á temer que, – puesto que no habría sido político declarar cesante á las calladas á un hombre de mi importancia, ni es muy corriente en un empleado del Gobierno hacer dimisión de su destino, – comencé á temer, repito, que podría darse conmigo el caso de envejecer y hasta de volverme decrépito en mi puesto de Inspector, convirtiéndome en algo parecido al octogenario empleado de marras. Y ¿por qué, en el curso de los largos años de la vida oficial que creía me estaban aun reservados, no me sucedería al fin y á la postre lo mismo que á mi venerable amigo; esto es, llegar á convertir la hora de la comida en la más importante del día, y el resto del tiempo pasarlo durmiendo á la sombra ó al calor del sol? ¡Triste perspectiva para un hombre que hace consistir la felicidad en vivir en el pleno ejercicio de sus facultades y de sus sentimientos! Pero durante todo este tiempo me estuve atormentando inútilmente, porque la Providencia había dispuesto la realización de cosas mucho mejores y benéficas para mí, que las que yo mismo pude jamás idear.

      En el tercer año de mi empleo de Inspector hubo un acontecimiento notable, cual fué la elección del General Taylor á la Presidencia de los Estados Unidos. Para que se comprendan perfectamente las tribulaciones de la vida de un empleado del Gobierno, es preciso considerarlo en los primeros tiempos de la Administración de un Presidente que pertenece á un partido político distinto del suyo. Su posición es entonces realmente la más dificultosa y hasta desagradable en que pueda hallarse un infeliz mortal, casi sin alternativa alguna en buen sentido, aunque lo que él juzga como lo peor que le puede acontecer, sea tal vez lo mejor. Mas para un hombre digno y sensible es bien doloroso saber que sus intereses dependen de personas que ni le estiman ni le comprenden, y quienes más bien tratarán de hacerle daño que de beneficiarlo. Ni deja tampoco de sorprenderle, y mucho, al que supo conservar toda su calma durante una contienda electoral, ver la sed de sangre que se desarrolla en la hora del triunfo, y tener la conciencia de que él es una de las víctimas en que los vencedores tienen fijas las miradas. Pocas cosas hay tan feas en la naturaleza humana como esta tendencia á la crueldad, tan sólo porque se tiene el poder de hacer daño, que llegué entonces á notar en personas que después de todo no eran peores que sus vecinos. Si en vez de ser una expresión metafórica, aunque muy apropiada, fuera un hecho real lo de la guillotina aplicada á los empleados del Gobierno, después de una nueva Administración, creo sinceramente que los miembros del partido victorioso, en los primeros momentos de la agitación causada por su triunfo, nos habrían cortado la cabeza á todos los del partido opuesto.

      Pero sea de ello lo que fuere, y á pesar de lo poco agradable que era mi situación, hallé que tenía más de un motivo para congratularme de estar del lado de los vencidos más bien que del de los vencedores. Si hasta entonces no habían sido muy ardientes mis convicciones políticas, en aquella hora de peligro y de adversidad comencé á sentir vivamente hacia qué partido se inclinaban mis predilecciones; y no sin cierto dolor y vergüenza llegué á vislumbrar que, según cálculos razonables, tenía yo más probabilidades de conservar mi destino que mis otros correligionarios políticos. Pero ¿quién puede ver en lo futuro más allá de sus narices? Mi cabeza fué la primera que cayó.

      Tengo para mí, que cuando á un empleado lo declaran cesante, ó, para hablar metafóricamente, le cortan la cabeza, rara vez, ó nunca, es aquella la época más feliz de su vida. Sin embargo, como sucede en la mayor parte de nuestros grandes infortunios, aun ese grave acontecimiento trae aparejado consigo su remedio y su consuelo, con tal de que la víctima trate de sacar el mejor partido de su desgracia. Por lo que á mí respecta, el consuelo lo tenía á la mano, y ya se me había presentado en mis meditaciones mucho tiempo antes de que fuera absolutamente necesario apelar á ese remedio. En la Aduana de Salem, como anteriormente en la Antigua Mansión, pasé tres años; tiempo más que suficiente para que descansara mi cerebro fatigado y para que rompiera con antiguos hábitos intelectuales y adoptara otros nuevos; y tiempo también demasiado largo para la vida que llevé,


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Cuando se escribió La Letra Escarlata, hacía poco tiempo que se habían descubierto las ricas minas de oro de California, que atraían aventureros de todas partes del mundo halagados con la esperanza de enriquecerse en poco tiempo. – N. del T.