Arroz y tartana. Blasco Ibáñez Vicente

Arroz y tartana - Blasco Ibáñez Vicente


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dio con un codo al cochero y le habló al oído. Era don Juan, el hermano de la señora, aquel de quien todos hablaban mal en casa, aunque con cierto respeto, llamándole por antonomasia «el tío».

      Los ojillos de don Juan, inquietos e investigadores, revolvíanse en sus profundas cuencas rodeadas de grietas. Mientras su mirada se perdía en el fondo del capazo que Nelet tenía abierto a sus pies, decía con la risita burlona que a doña Manuela, según confesión propia, le «requemaba la sangre»:

      –De compras, ¿eh…? Yo también voy danzando por el Mercado hace más de una hora. ¡Válgame Dios, cómo está todo! Comprendo que los pobres no puedan comer.... Chica, si empiezas así vas a llevar a casa medio Mercado.... Eso son bellotas, ¿verdad? Comida de ricos; quien puede gasta. Eso sólo lo compra la gente de dinero.

      –¿Que tú no compras?—dijo doña Manuela sonriendo, a pesar de que no ocultaba el efecto que le producían las palabras de su hermano.

      –¿Quién…? ¿yo…? ¡Bueno va! A mí nadie me estafa.

      Y al decir esto miró al vendedor con tanta indignación como si fuese un enemigo del sosiego público; pero el palurdo, inmóvil y con las manos metidas en la faja, no se dignó reparar en la ferocidad agresiva del avaro.

      –Además—continuó don Juan—, ¿para qué quiero yo eso? Los que no tenemos dientes hemos de abstenernos de muchas cosas; muchas gracias si uno puede comer sopas de ajos y tiene con qué pagarlas.... Algo he comprado: unas pocas castañas y nueces; pero no para mí, son para Vicenta, que aunque ya es vieja tiene una dentadura envidiable. Poquita cosa. Ya ves tú… para mí y la criada poco necesitarnos. Además, todo va por las nubes, y dinero hay poco.... ¡Je, je…!

      Y el viejo reía como si gozase interiormente de repetir a su hermana en todos los tonos que era muy pobre.

      –Vamos, cállate—dijo doña Manuela con voz temblorosa, sin ocultar ya su irritación—. Me disgusto cada vez que te oigo hablar de pobreza; sólo falta que me pidas una limosna.

      –Mujer, no te irrites.... No quiero hacer creer que necesito limosnas; soy pobre, pero aún tengo para no morirme de hambre, y sobre todo, con orden y economía, sin querer aparentar más de lo que realmente se tiene, lo pasa cualquiera tan ricamente.

      Y estas palabras las subrayó el viejo con el acento y la mirada burlona que fijaba en su hermana.

      –Juan, toda la vida serás un miserable. ¿De qué te sirve guardar tanto dinero…? ¿Vas a llevarlo al otro mundo?

      –¿Yo…? Pienso retardar todo lo posible ese viaje, y tiempo me queda para malgastar antes los cuatro cuartos que guardo.... No quiero que nadie se ría de mí después de muerto.

      Doña Manuela púsose seria, más que por lo que decía su hermano, por lo que adivinaba en su mirada. Tal vez por esto don Juan cambió de conversación.

      –Di, Manuela, ¿y Juanito?

      –En la tienda. Si tengo tiempo entraré a verle.

      –Dile que venga mañana. Aunque sea un grandullón, no quiero privarme del gusto de darle el aguinaldo como cuando era un chicuelo.

      El viejo, al decir esto, ya no mostraba la sonrisa irónica y parecía hablar con sinceridad.

      –También irán a verte las niñas y Rafael.

      –Que vengan—contestó don Juan, en quien reapareció la mortificante sonrisa—. Les daré una peseta de aguinaldos; lo único que se puede permitir un tío pobre.

      –¡Calla, avaro…! Me avergüenzas. Eres capaz de morirte de hambre por no gastar un céntimo.... ¿Por qué no vienes a comer con nosotros mañana?

      El tono festivo y cariñoso con que ella dijo estas palabras alarmó más a don Juan que la seriedad irritada de momentos antes.

      –¿Quién…? ¿yo…? Tengo hechos mis preparativos; no quiero ofender a mi vieja Vicenta, que se propone lucirse como cocinera. Mira, también yo gasto, aunque soy un pobre.

      Y al decir esto, señalaba a un pillete mandadero, inmóvil a corta distancia, con un capón gordo y lustroso en los brazos.

      Doña Manuela avanzó el labio superior en señal de desprecio.

      –¡Valiente compra! ¿Y eso es para todas las Pascuas? No te arruinarás… ni llenarás mucho el estómago.

      –No todos son tan ricos como tú, marquesa, ni pueden ir a la compra con un par de criados. Únicamente los que tienen millones pueden ser rumbosos.

      Y tras estas palabras, que debían encerrar mortificante intención, don Juan se despidió, como si deseara que su hermana quedase furiosa contra él.

      –Adiós, Manuela; que compres mucho y bien.

      –Adiós, avaro....

      Y los dos hermanos se separaron sonriendo, como si cambiaran frases cariñosas y en su interior rebosase el afecto.

      La señora siguió adelante, pasando por entre los puestos de la miel, donde aleteaban las avispas, apelotonándose sobre el barniz de las pequeñas tinajas.

      Doña Manuela iba siguiendo los callejones tortuosos formados por las mesas cercanas al mercadillo de las flores. Allí estaba toda la aristocracia del Mercado, la sangre azul de la reventa, las mozas guapas y las matronas de tez tostada y espléndidas carnes, con su aderezo de perlas y pañuelo de seda de vivos colores. Doña Manuela continuaba haciendo sus compras, deteniéndose ante los productos raros y extraños para la estación que puede ofrecer una huerta fecunda, cuyas entrañas jamás descansan y que el clima convierte en invernadero. En lechos de hojas estaban alineados y colocados con cierto arte los pimientos y tomates, con sus rubicundeces falsas de productos casi artificiales; los guisantes en sus verdes fundas; todo apetitoso y exótico, pero tan caro, que al oír sus precios retrocedían con asombro los buenos burgueses que por espíritu de economía iban al Mercado con la espuerta bajo la raída capa.

      Los dos criados encontraban cada vez más pesadas sus cestas, y seguían con dificultad a la señora al través del gentío compacto e inquieto que se agitaba a la entrada del Mercado Nuevo, cuyos pórticos, en plena tarde de sol, tenían la lobreguez y humedad de una boca de cueva.

      Allí era donde resultaba más insufrible el monótono zumbido del Mercado. El techo bajo de los pórticos repercutía y agrandaba las voces de los compradores. Un hedor repugnante de carne cruda impregnaba el ambiente, y sobre la línea de mostradores ostentábanse los rojos costillares pendientes de garfios, las piernas de toro con sus encarnados músculos asomando entre la amarillenta grasa con una armonía de tonos que recordaba la bandera nacional, y los cabritos desollados, con las orejas tiesas, los ojos llorosos y el vientre abierto, como si acabase de pasar un Herodes exterminando la inocencia.

      Mientras tanto, las cestas de Nelet y Visanteta se llenaban hasta los bordes, y en el rostro de los dos criados iba marcándose el gesto de mal humor. ¡Vaya una compra! El bolso de doña Manuela parecía un cántaro sin fondo que iba regando de pesetas todo el Mercado.

      Abandonaron las carnicerías para entrar en el mercado de la fruta, entre los dos pórticos. La gente arremolinábase en las entradas, y allí fue donde doña Manuela se dio cuenta por primera vez de la molesta persecución que sufría. Había sentido varias veces una tímida mano deslizándose más abajo de su talle; pero ahora era más: era un pellizco desvergonzado lo que venía a atormentarla audazmente en sus redondeces de buena moza.

      Volvió rápidamente la cabeza… y ¡mire usted que estaba bien…! ¡Un señor venerable, con cara de santito, entretenerse en tales porquerías! Doña Manuela lanzó una mirada tan severa al vejete de rostro bondadoso, que el sátiro retrocedió, levantando el embozo de la capa con sus audaces manos.

      Siguió adelante la ofendida señora, pero a los pocos pasos la detuvo el escándalo que estalló a su espalda. Sonó una bofetada y la voz de Visanteta gritando a todo pulmón: «¡Tío morra!», repitiendo la frase un sinnúmero de veces con la furia de una virtud salvaje que quiere enterar a todo el mundo de su ruda castidad. La gente parábase entre asombrada y curiosa, el cochero reía abriendo sus quijadas de a palmo, y el vejete, cabizbajo,


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