Dos. Eva Forte

Dos - Eva  Forte


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diez minutos que compartimos, aunque sea a una breve distancia.

      En cuanto acabamos el desayuno nos vamos de inmediato al trabajo, sabiendo que hoy la jornada laboral será breve y a la hora de la comida podremos escaparnos juntas para una tarde de compras. Por suerte, la lluvia de la noche ha dado paso al sol, dejando tras de sí solo alguna nubecilla dispersa. A la una, como un reloj, estamos fuera, listas para tomar el coche para pasar la tarde en el Outlet para hacer compras aprovechando las rebajas. En el automóvil, Claudio Baglioni a todo volumen y nosotras dos cantando con las ventanillas bajadas como dos adolescentes inconscientes. Al primer gallo empezamos a reírnos, mientras en lontananza aparecen los campos de cereal con las balas de paja ordenadas en filas. Son muy bonitos de ver, siempre me imagino ahí abajo, tumbada bajo su sombra para mirar el cielo, esperando ver el paso de algún avión y su estela blanca que corta el azul, para poder inventar historias sobre sus pasajeros y los viajes que los llevarán lejos, tal vez a algún lugar exótico o una ciudad desconocida. Después de unos minutos de silencio, Camilla se pone seria y empieza, por primera vez, a tomarse en serio mi no relación:

      —Tienes que dar el próximo paso, el juego tiene que avanzar por parte de ambos. Te ha mandado una señal, quiere continuar de otra manera, pero sin arrojarse de inmediato a conoceros de verdad. Ahora tienes que tomar tú la iniciativa, de un modo igualmente romántico o misterioso, o sea, no banal. Sería demasiado fácil dirigirse a él y darle las gracias…

      Tiene razón, el pequeño paso de la flor sirve para cambiar de camino, para elegir qué sendero seguir y debe hacerse de una forma original para mantener ese velo de misterio que desde hace tiempo nos hace mirarnos y conmovernos tanto sin más, sin decir ninguna palabra. Ni siquiera sabemos nuestros nombres respectivos y esto nos bastaba hasta hoy. Ahora tengo que decidir si seguir de otra manera o cerrar el camino. Tal vez sea él mismo el que se haya arrepentido: esta mañana se ha escapado como no había hecho nunca. Tal vez mañana no le vuelva a ver.

      —Tienes que darle un giro a tu vida, tal vez el misterioso observador pueda ser el hombre que buscas y, si no lo es, tal vez sea hora de que vuelvas a vivir y encuentres a alguien con el que compartir tu vida —continúa Camilla con su tono serio a media voz.

      Se despierta en mí un fuerte deseo de jugar, de romper los esquemas y de atreverme, aunque esto signifique perderlo todo. Empiezo a reír mientras el viento entra con fuerza por la ventanilla y me lanza el pelo sobre la cara.

      —Vale, juguemos.

      Llegadas al mágico mundo de las compras, así nos gusta llamar a estos grandes almacenes de alta costura a bajo precio, empezamos a dar vueltas sin mucha convicción mirando los escaparates hasta que nos detenemos en una pequeña pastelería donde decidimos tomar algo, porque tampoco hemos comido. Para mí, una porción de tarta de chocolate y un café, mientras que mi amiga se limita a un cruasán integral y un zumo de naranja, al tener que mantener bajo control el fiel de la balanza. Camilla es una mujer muy guapa, que con su voluptuosidad deja a su paso una sensación de serenidad y una visión agradable. Siempre bien vestida, sin ningún cabello fuera de su lugar, es la clásica mujer que hace que los hombres se giren cuando va por la calle, a pesar de algún kilito de más, pero bien proporcionado en todo el cuerpo. Un nuevo entusiasmo nos ha involucrado en el juego con el desconocido y así empezamos las dos a pensar en mi próximo movimiento. Generalmente entra en el bar, llega al mostrador donde hace una consumición de pie y luego se va. ¿Cuál puede ser mi movimiento concentrado en esos pocos momentos y sin que haya tampoco un punto concreto donde actuar como él sí ha podido hacer con nuestra mesa? Lo único que sé es que quiero dejarle también una señal tangible, tal vez al hilo de margarita para así hacerle entender con seguridad que se la envío yo. La idea se me ocurre en la pastelería: a un lado de la vitrina veo muchos bombones en envases verdes y dentro confeccionada una maravillosa margarita blanca y amarilla. Añado así a nuestra cuenta una caja de bombones y empezamos a pensar cómo entregársela, tal vez con el mismo café que toma cada mañana. Me siento como una niña, he vuelto a los tiempos del instituto, cuando la parte más bella de cada amor era justamente aquella anterior a la declaración. Las tardes pasadas con las amigas pensando si este o aquel podía estar «enamorado» de nosotras, soñando con el primer beso delante de una pizza y un vaso de Coca Cola, cuando un normalísimo «Hola» empezaba a tener tres mil posibles significados que analizábamos uno a uno. Tiempos en los que te palpitaba el corazón solo cruzando las miradas, guardando las distancias a la espera de su primer paso. Con casi cuarenta años, vuelvo a ser una joven adolescente que descubre por primera vez el amor, con muchas ganas de jugar. Me siento renacer, he vuelto a vivir y a no tener de nuevo miedo a poner a prueba mis sentimientos por alguien. Parece absurdo, pero me ha bastado esa pequeña florecilla insignificante para sacudirme de tal manera que he entendido que estaba perdiendo el tiempo y que debía hacer que las manecillas de mi reloj volvieran a ponerse en marcha.

      Vuelvo a casa cuando es tarde, así que decido comer un trozo de pizza en la pizzería que hay debajo de casa. Cuando entro, no hay nadie en el pequeño restaurante, ni siquiera el propietario, al que oigo moverse en las cocinas, probablemente metiendo en el horno las últimas pizzas del día. La campanilla avisa de mi entrada y poco después le veo asomarse a la puerta, delante de los grandes hornos todavía encendidos. Nos saludamos y poco después estamos sentados juntos en las coloridas mesas de madera, conversando mientras se cocina mi pizza. Me ofrece una cerveza y empieza a hablarme de esto y de aquello y de todos los acontecimientos extraños y divertidos que han sucedido en el local durante el día. Siempre me divierte mucho oírle hablar, porque sé muy bien que tiende a exagerar mucho sus historias, añadiendo detalles que no son reales, pero que las hacen más simpáticas e interesantes. Además, generalmente tienen siempre un fondo cómico, así que hablar con él acaba siempre con risas ruidosas que atraen las miradas de los paseantes que nos oyen desde la calle. Como deprisa, ya cansada y con muchas ganas de quitarme los zapatos y meter los pies en la bañera caliente. Hemos andado realmente tanto que, a pesar del frío del día, tengo los pies tan hinchados que apenas puedo caminar.

      En cuanto llego a casa y me quito los zapatos, me meto directamente en la cama con mi fiel portátil en busca de alguna información sobre mi misterioso amigo de las sonrisas. Tal vez me arriesgo a encontrar algo sobre él relacionado con nuestro bar, que tiene tanto un sitio en Internet como una página en Facebook. Accedo con mi usuario y empiezo a buscar. Ningún rastro de él, habría estado bien encontrar algún comentario suyo para descubrir así por fin su nombre y curiosear algo en el muro de la red social, al menos en la parte pública. Al pensar que quizá él también pueda tener la misma idea, empiezo poniendo un «Me gusta» en la FanPage del bar y, mirando las diversas fotos, comento una al azar, como dejando una señal. Una vez publicada, miro mi foto, que aparece al lado del comentario. Un tristísimo primer plano, elegido al azar hace mucho tiempo. Me apresuro a buscar una nueva foto donde se me vea mejor y cambio la de mi perfil. Ahora me siento más tranquila y espero infantilmente que también él se conecte y, a verme, pueda tener ganas de escribirme un mensaje. Durante diez minutos permanezco con la mirada perdida en la pantalla, esperando una señal que no llega. Actualizo varias veces la página, salgo y entro pensando que la conexión tal vez no sea la mejor y finalmente decido apagar el portátil, pero solo después de haber activado las notificaciones de Facebook en mi teléfono celular, por si el hombre misterioso decide buscarme y escribirme precisamente esta noche. Mientras que antes esperaba que nuestra no relación no pudiera variar una sola coma, ahora la idea de su contacto se ha convertido en casi obsesiva e irracional. Mañana será un gran día para nuestro juego y por tanto trato de dormirme lo antes posible, pero tengo tal agitación sobre cómo deberé comportarme tras nuestro encuentro que no consigo pegar ojo. A medianoche todavía estoy así, dando vueltas en la cama fría, cuando decido levantarme. Sin encender ninguna luz, ayudándome solo de la débil iluminación de la calle que entra silenciosa por las ventanas, llego a la cocina. En estos casos, la única solución es un buen vaso de leche con galletas. Hace años era mi abuelo el que me preparaba estos tentempiés nocturnos y me hacía compañía delante de una buena taza de achicoria que se calentaba en su cacillo de acero, hasta hacerlo hervir y a menudo derramándose sobre la llama que empezaba a chirriar y a cambiar de color por el líquido repentino. Cuando podía empezar a beberlo, ya casi había terminado mi leche y galletas y me quedaba haciéndole compañía hasta que acaba de beber su taza caliente. Por la noche


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