Los cuatro jinetes del apocalipsis. Blasco Ibáñez Vicente

Los cuatro jinetes del apocalipsis - Blasco Ibáñez Vicente


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los pintores sólo le reconocían superioridad como literato. Nunca pudo recordar exactamente dónde le había visto la primera vez. Era de los que subían á su estudio en las tardes de invierno, atraídos por la caricia roja de la estufa y los vinos facilitados ocultamente por la madre. Tronaba el español ante la botella liberalmente renovada y la caja de cigarrillos abierta sobre la mesa, hablando de todo con autoridad. Una noche se quedó á dormir en un diván. No tenía domicilio fijo. Y después de esta primera noche, las pasó todas en el estudio.

      Julio acabó por admirarle como un reflejo de su personalidad. ¡Lo que sabía aquel Argensola, venido de Madrid en tercera clase y con veinte francos en el bolsillo para «violar á la gloria», según sus propias palabras! Al ver que pintaba con tanta dureza como él, empleando el mismo dibujo pueril y torpe, se enterneció. Sólo los falsos artistas, los hombres «de oficio», los ejecutantes sin pensamiento, se preocupan del colorido y otras ranciedades. Argensola era un artista psicológico, un pintor de almas. Y el discípulo sintió asombro y despecho al enterarse de lo sencillo que era pintar un alma. Sobre un rostro exangüe, con el mentón agudo como un puñal, el español trazaba unos ojos casi redondos y á cada pupila le asestaba una pincelada blanca, un punto de luz… el alma. Luego, plantándose ante el lienzo, clasificaba esta alma con su facundia inagotable, atribuyéndola toda clase de conflictos y crisis. Y tal era su poder de obsesión, que Julio veía lo que el otro se imaginaba haber puesto en los ojos de redondez buhesca. El también pintaría almas… almas de mujeres.

      Con ser tan fácil este trabajo de engendramiento psíquico, Argensola gustaba más de charlar recostado en un diván ó leer al amor de la estufa mientras el amigo y protector estaba fuera. Otra ventaja esta afición á la lectura para el joven Desnoyers, que al abrir un volumen iba directamente á las últimas páginas ó al índice, queriendo «hacerse una idea», como él decía. Algunas veces, en los salones, había preguntado con aplomo á un autor cuál era su mejor libro. Y su sonrisa de hombre listo daba á entender que era una precaución para no perder el tiempo con los otros volúmenes. Ahora ya no necesitaba cometer estas torpezas. Argensola leería por él. Cuando le adivinaba interesado por un volumen, exigía inmediata participación: «Cuéntame el argumento». Y el «secretario» no sólo hacía la síntesis de comedias y novelas, sino que le comunicaba el «argumento» de Schopenhauer ó el «argumento» de Nietzsche… Luego, doña Luisa casi vertía lágrimas al oir que las visitas se ocupaban de su hijo con la benevolencia que inspira la riqueza: «Un poco diablo el mozo, pero ¡qué bien preparado!…»

      A cambio de sus lecciones, Argensola recibía el mismo trato que un esclavo griego de los que enseñaban retórica á los patricios jóvenes de la Roma decadente. En mitad de una explicación, su señor y amigo le interrumpía:

      –Prepárame una camisa de frac. Estoy invitado esta noche.

      Otras veces, cuando el maestro experimentaba una sensación de bienestar animal con un libro en la mano junto á la estufa roncadora, viendo á través de la vidriera la tarde gris y lluviosa, se presentaba de repente el discípulo:

      –¡Pronto… á la calle! Va á venir una mujer.

      Y Argensola, con el gesto de un perro que sacude sus lanas, marchaba á continuar la lectura en algún cafetucho incómodo de las cercanías.

      Su influencia descendió de las cimas de la intelectualidad para intervenir en las vulgaridades de la vida material. Era el intendente del patrono; el mediador entre su dinero y los que se presentaban á reclamarlo factura en mano. «Dinero», decía lacónicamente á fines de mes. Y Desnoyers prorrumpía en quejas y maldiciones. ¿De dónde iba á sacarlo? El viejo era de una dureza reglamentaria y no toleraba el menor avance sobre el mes siguiente. Le tenía sometido á un régimen de miseria. Tres mil francos mensuales: ¿qué podía hacer con esto una persona decente?… Deseoso de reducirle, estrechaba el cerco, interviniendo directamente en la administración de su casa para que doña Luisa no pudiera hacer donativos al hijo. En vano se había puesto en contacto con varios usureros de París, hablándoles de su propiedad más allá del Océano. Estos señores tenían á mano la juventud del país y no necesitaban exponer sus capitales en el otro mundo. Igual fracaso le acompañaba cuando, con repentinas muestras de cariño, quería convencer á don Marcelo de que tres mil francos al mes son una miseria. El millonario rugía de indignación. ¡Tres mil francos una miseria! ¡Y además las deudas del hijo que había tenido que pagar en varias ocasiones!…

      –Cuando yo era de tu edad…—empezaba diciendo.

      Pero Julio cortaba la conversación. Había oído muchas veces la historia de su padre. ¡Ah, viejo avariento! Lo que le daba todos los meses no era mas que la renta del legado de su abuelo… Y por consejo de Argensola, se atrevió á reclamar el campo. La administración de esa tierra pensaba confiarla á Celedonio, el antiguo capataz, que era ahora un personaje en su país, y al que él llamaba irónicamente «mi tío». Desnoyers acogió su rebeldía fríamente. «Me parece justo. Ya eres mayor de edad.» Y luego de entregarle el legado, extremó su vigilancia en los gastos de la casa, evitando á doña Luisa todo manejo de dinero. En adelante, miró á su hijo como un adversario que necesitaba vencer, tratándolo durante sus rápidas apariciones en la avenida Víctor Hugo con glacial cortesía, lo mismo que á un extraño.

      Una opulencia transitoria animó por algún tiempo el estudio. Julio había aumentado sus gastos, considerándose rico. Pero las cartas del tío de América disiparon estas ilusiones. Primeramente, las remesas de dinero excedieron en muy poco á la cantidad mensual que le entregaba su padre. Luego disminuyeron de un modo alarmante. Todas las calamidades de la tierra parecían haber caído juntas sobre el campo, según Celedonio. Los pastos escaseaban: unas veces era por falta de lluvia, otras por las inundaciones, y las reses perecían á centenares. Julio necesitaba mayores ingresos, y el mestizo marrullero le enviaba lo que pedía, pero como simple préstamo, reservando el cobro para cuando ajustasen cuentas. A pesar de tales auxilios, el joven Desnoyers sufría apuros. Jugaba ahora en un Círculo elegante, creyendo compensar de tal modo sus periódicas escaseces, y esto servía para que desaparecieran con mayor rapidez las cantidades recibidas de América… ¡Que un hombre como él se viese atormentado por la falta de unos miles de francos! ¿De qué le servía tener un padre con tantos millones?

      Si los acreedores se mostraban amenazantes, recurría al «secretario». Debía ver á mamá inmediatamente: él quería evitarse sus lágrimas y reconvenciones. Y Argensola se deslizaba como un ratero por la escalera de servicio del caserón de la avenida Víctor Hugo. El local de sus embajadas era siempre la cocina, con gran peligro de que el terrible Desnoyers llegase hasta allí en una de sus evoluciones de hombre laborioso, sorprendiendo al intruso. Doña Luisa lloraba, conmovida por las dramáticas palabras del mensajero. ¡Qué podía hacer! Era más pobre que sus criadas; joyas, muchas joyas, pero ni un franco. Fué Argensola quien propuso una solución, digna de su experiencia. El salvaría á la buena madre llevando al Monte de Piedad algunas de sus alhajas. Conocía el camino. Y la señora aceptó el consejo; pero sólo le entregaba joyas de mediano valor, sospechando que no las vería más. Tardíos escrúpulos la hacían prorrumpir á veces en rotundas negativas. Podía saberlo su Marcelo: ¡qué horror!… Pero el español consideraba denigrante salir de allí sin llevarse algo, y á falta de dinero, cargaba con un cesto de botellas de la rica bodega de Desnoyers.

      Todas las mañanas entraba doña Luisa en Saint-Honorée d'Eylau para rogar por su hijo. Apreciaba esta iglesia como algo propio. Era un islote hospitalario y familiar en el océano inexplorado de París. Cruzaba discretos saludos con los fieles habituales, gentes del barrio procedentes de las diversas repúblicas del nuevo mundo. Le parecía estar más cerca de Dios y de los santos al oir en el atrio conversaciones en su idioma. Además, era á modo de un salón por donde transcurrían los grandes sucesos de la colonia sudamericana. Un día era una boda, con flores, orquesta y cánticos. Ella, con su Chichí al lado, saludaba á las personas conocidas, cumplimentando luego á los novios. Otro día eran los funerales de un ex presidente de República ó cualquier otro personaje ultramarino que terminaba en París su existencia tormentosa. ¡Pobre presidente! ¡Pobre general!… Doña Luisa recordaba al muerto. Lo había visto en aquella iglesia muchas veces oyendo su misa devotamente, y se indignaba contra las malas lenguas que, á guisa de oración fúnebre, hacían memoria de fusilamientos y


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