Tormento. Benito Pérez Galdós
una bofetada a la puerta. Aproxima el baúl vacío. Aparta ese mantón que está sobre la silla. No te quites el sombrero, que aquí no hace calor».
Esto pasaba en el cuartito de la costura, el cual era además guardarropa de Rosalía y estaba lleno de armarios y perchas, con cortinas de percal que defendían del polvo los montones de faldas y vestidos. Baúles enormes ocupaban el resto, dejando tan poco sitio para las personas, que estas, al entrar y al salir, tenían que buscarse un itinerario y muchas veces no lo encontraban.
«¿Y qué es de tu vida?—le pregunto Rosalía—. ¿Has dado ya tu paseo a caballo?… Mira, ponte bien la corbata, que al paso que lleva, el lazo llegará pronto al cogote… ¡Ay, qué desgarbado eres! Si te dejases gobernar, qué pronto serías otro. Tú mismo no te habías de conocer».
–Ya estoy viejo para reformas—replicó Caballero sonriendo—. Déjame como soy. ¿Está bien así la corbata? Vaya unos melindres. Pásmate de lo que te digo: he vivido quince años sin ver un espejo, o lo que es lo mismo, sin verme la fisonomía y sin saber cómo soy.
–¡Jesús!, qué hombre… Y un día por fin te miraste y dijiste, como el de Caspe: «Otra que Dios, yo conozco esa cara…». ¿Oyes, Amparo?
Las dos se reían.
Agustín Caballero no era ya mozo; pero sin duda el cansancio y los afanes de una penosa vida tenían más parte que los años en la decadencia física que expresaba su rostro. En su barba negra brillaban hilos de plata distribuidos desigualmente, pues debajo de las sienes dominaban las canas casi por entero, mientras el bigote y todo lo que caía bajo el labio inferior era negro. El pelo, cortado a punta de tijera, ofrecía también caprichoso reparto de aquellos infalibles signos del cansancio vital: en los temporales escarcha, en lo demás intensa negrura ligeramente salpicada de rayitas argénteas. El color de su rostro era malísimo, color de América, tinte de fiebre y fatiga en las ardientes humedades del golfo mejicano, la marca o insignia del apostolado colonizador que, con la vida y la salud de tantos nobles obreros, está labrando las potentes civilizaciones futuras del mundo hispano-americano.
Siempre vi en Caballero una vigorosa constitución física, medio vencida en ásperas luchas con la Naturaleza y los hombres, una fuerte salud gastada en mil pruebas, una hermosura tostada al sol. Aquella cabeza y aquel cuerpo bien cuidados por peluqueros y sastres, habrían sido algo más que medianamente hermosos. Pero el retraimiento social y un trabajo de Hércules quitaron para siempre a una y otro toda fineza y elegancia, y hasta la posibilidad de adquirirlas. Por esto Caballero, con muy buen sentido, había comprendido que era peor afectar lo que no tenía que presentarse tal cual era a las vulgares apreciaciones de la afeminada sociedad en que vivía. En verdad aquel hombre, que había prestado a la civilización de América servicios positivos si no brillantes, era tosco y desmañado, y parecía muy fuera de lugar en una capital burocrática donde hay personas que han hecho brillantes carreras por saberse hacer el lazo de la corbata. No es esta la primera vez que trasplantado aquí el yankee rudo, ha tenido que huir aburridísimo y sin ganas de volver más. Caballero permaneció más tiempo que otros, y desafiaba lo que podríamos llamar su impopularidad. Había hecho sonreír con trivial malicia a muchas personas; era torpe para saludar o incapaz de sostener una conversación sobre motivos ligeros y agradables. En medio de las expansiones de alegría se mantenía seriote y taciturno. Si no ignoraba las fórmulas elementales del vivir social, era lego en otras muchas de segundo orden, que son producto del refinamiento de costumbres y de las continuas innovaciones suntuarias.
Su despreocupación no era tanta que le permitiese mirar con indiferencia la ridiculez que caía sobre él en ocasiones, y para evitarla, atento a su dignidad, que en mucho estimaba, huía del trato de las personas bulliciosas. Hacía vida muy retirada, y no sostenía relaciones constantes más que con sus primos los Bringas y con dos o tres amigos del comercio y banca de Madrid, a quienes conoceremos más adelante.
En Octubre de aquel año, cansado Agustín de la tediosa vida que en Madrid hacía, marchó a Burdeos, donde tenía algunos negocios. Pero inopinadamente volvió sin explicar el motivo de su pronto regreso. Tan sólo dijo a Bringas: «Allí me aburría más. Pero pienso volver si Dios me da vida y me sale un proyecto que tengo».
Cuando Rosalía con vivas instancias le retenía en su casa después de comer, y casi por fuerza le introducía en la modesta tertulia de su sala, se pasaba toda la noche en un rincón, más callado que si estuviera en misa, o bien aguantando la verbosidad de algún señor mayor o señora entrada en años, de las que hablan a borbotones. Respecto a su fortuna, nadie sabía la verdad. Quien la suponía colosal, quien regularcita y muy saneada; pero el propio misterio en que esta circunstancia estaba envuelta, hacíale más interesante a los ojos de muchos, y familia hubo, entre las relaciones de los Bringas, que le puso con bélico ardor las paralelas de la estrategia social para conquistarle. Pero él, revelando una sutil agudeza, más propia del salvaje que del cortesano, resistía tan valerosamente que los sitiadores levantaban el asedio sin ganas de volverlo a poner. No hay que decir que se le dispensaba mucho por la idea que todos tenían de su desmedida riqueza y de su noble y elevado carácter. Verdaderamente si él hubiera querido ceder a tantas asechanzas amables, sus rudezas habrían pasado como donaires y su sequedad por la más cumplida elegancia.
«Puedes fumar si quieres—le dijo Rosalía—. Ni a Amparo ni a mí nos molesta el humo del cigarro. Repítenos eso del espejo para que nos riamos otro poco. ¡Quince años sin verte la cara!».
–Es cierto… Y durante dos años y medio, estuvimos un amigo y yo en un monte de la Sierra Madre sin tener el disgusto de ver lo que llamamos una persona.
–Eso no necesitas jurarlo para que lo crea. Bien se te conoce. Y cuando llegaste a ver un ser humano echaste a correr, ¿verdad? Esas mañas te han quedado, primo. La otra tarde, cuando estabas en la sala y entraron las de Pez, pegaste un brinco, y te faltaba tierra por donde huir. Yo creí que te tirabas por el balcón. ¿Por qué eres así, por qué tienes miedo a la gente? Haces mal, muy mal. Sin duda crees que no gustas, que se ríen de ti. ¡Ay, bobo, no, no! Todos te respetan y te alaban. Yo sé que no eres desagradable ni mucho menos. Gustas, chico, gustas, yo te lo digo. Eres simpático a muchas que yo me sé, y si tú no fueras tan encogido…
–No me fío, no me fío—murmuró Caballero, como quien sigue una broma.
–¡Qué timidez la tuya! Cuidado que con cuarenta y cinco años… ¿Me equivoco en la cuenta?
–Por ahí…
–Con cuarenta y cinco años no saber… no gustar de los placeres de la sociedad…
–Cada hombre—manifestó Agustín—es hechura de su propia vida. El hombre nace, y la Naturaleza y la vida le hacen. El mismo derecho que tiene esta sociedad para decirme «¿por qué no eres igual a mí?» tengo yo para decirle a ella «¿por qué no eres como yo?». A mí me han hecho como soy el trabajo, la soledad, la fiebre, la constancia, los descalabros, el miedo y el arrojo, el caballo y el libro mayor, la sierra de Monterrey, el río del Norte y la pútrida costa de Matamoros… ¡Ay! Cuando se ha endurecido el carácter, como los huesos, cuando a uno se le ha pintado su historia en la cara, es imposible volver atrás. Yo soy así; la verdad, no tengo maldita gana de ser de otra manera.
–Ya comprendo, sí… Pero no se te pide que hagas el pollo; lo que se te pide es…
Rosalía, que con grandísimo contento se metía en las honduras de este tema sabroso, por la autoridad y tino que en él sabía revelar, interrumpía con no menor disgusto a cada momento sus observaciones para atender a asuntos domésticos. No pasaban cinco minutos sin que entrase Prudencia con un recado tan enojoso como importante: «Señora, el mielero».
–Que hoy no tomo.
–Señora, el del arrope… Señora, el carbonero… Señora, el panadero. ¿Cuánto tomo?… Señora, haga el favor de sacar la sopa… Señora, el vinatero… Señora, un recado de las señoras de Pez preguntando si va usted al teatro esta noche… Señora, jabón… Señora, ¿voy por mineral?
Y la atormentada dama contestaba sin confundirse, y tenía que salir y entrar, y sacar cuartos, y dar órdenes, y pasar a la despensa, y dale y vuelve, y otra vez, y torna y vira… Pero no soltaba en