Un Rito De Espadas . Морган Райс

Un Rito De Espadas  - Морган Райс


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sofocada larga y sombría.

      "Creo que algún día llegarás a lamentarlo", respondió Rafi. "Mucho, mucho".

      CAPÍTULO DIEZ

      Mientras Rómulo marchaba por el sendero meticulosamente asfaltado, hecho de ladrillos de oro, que conducía hacia Volusia, la capital del Imperio, los soldados ataviados con sus mejores trajes, se pusieron en posición de firmes. Rómulo caminaba delante del resto de su ejército, reducido a unos cientos de soldados, abatido y derrotado por su episodio con los dragones.

      Rómulo estaba furioso. Era la caminata de la vergüenza. Toda su vida había regresado victorioso, desfilaba como un héroe; ahora regresaba al silencio, a un estado de vergüenza, trayendo, en lugar de trofeos y prisioneros, soldados que habían sido derrotados.

      Le quemaba por dentro. Había sido muy tonto de su parte ir tan lejos en busca de la Espada, atreverse a luchar con los dragones. Había sido llevado por su ego; debió haberlo imaginado. Había sido afortunado por el simple hecho de escapar, y en especial con cualquiera de sus hombres intactos. Aún podía escuchar los gritos de sus hombres, aún olía su carne carbonizada.

      Sus hombres habían sido disciplinados y habían luchado valientemente, marchando a sus muertes bajo su mando. Pero después de que sus miles de soldados habían disminuido ante sus ojos a unos pocos cientos, sabía cuándo huir. Había ordenado una retirada apresurada, y el resto de sus fuerzas se había deslizado por los túneles, a salvo del soplido de los dragones. Se habían quedado bajo tierra y habían logrado ir de regreso a la capital, a pie.

      Ahora estaban aquí, marchando por las puertas de la ciudad que se elevaban unos treinta metros hacia el cielo. Cuando entraron a esta legendaria ciudad, fabricada enteramente en oro, miles de soldados del Imperio entrecruzaban por todos lados, marchando en formaciones, revistiendo las calles, poniéndose en posición de firmes cuando él pasaba. Después de todo, no estando Andrónico, Rómulo era el líder de facto del Imperio y el más respetado de todos los guerreros. Es decir, hasta su derrota de hoy. Ahora, después de su derrota, no sabía cómo lo vería la gente.

      La derrota no podría haber llegado en peor momento. Fue el momento cuando Rómulo estaba preparando su golpe, preparándose para tomar el poder y expulsar a Andrónico. Mientras caminaba por esta pulcra ciudad, pasando por fuentes, jardines meticulosamente pavimentados, con sirvientes y esclavos por todas partes, se maravilló de que en lugar de regresar, como había previsto, con la Espada del Destino en sus manos, con más poder del que había tenido, regresaba en cambio con una posición de debilidad. Ahora, en lugar de ser capaz de reclamar el poder que era suyo por derecho, tendría que pedir disculpas ante el Consejo, con la esperanza de no perder su puesto.

      El Gran Consejo. El pensar en ello lo hacía retorcerse por dentro. Rómulo no respondía a nadie, mucho menos a un Consejo formado por ciudadanos que nunca habían blandido una espada. Cada una de las doce provincias del Imperio enviaba a dos representantes, a dos docenas de líderes de todos los rincones del Imperio. Técnicamente, ellos gobernaban el Imperio; pero en realidad, Andrónico gobernaba como deseaba, y el Consejo hacía lo que él ordenaba.

      Pero cuando Andrónico se había ido al Anillo, había dado al Consejo más autoridad que nunca; Rómulo supuso que Andrónico había hecho eso para protegerse y mantener vigilado a Rómulo, para asegurarse de tener un trono al cual regresar. Su movimiento había envalentonado al Consejo; ahora actuaban como si tuvieran autoridad real sobre Rómulo. Y Rómulo, por el momento, tenía que sufrir la humillación de tener que responder a estas personas. Todos eran compinches elegidos por Andrónico, gente que Andrónico había afianzado para asegurar que su reinado nunca acabara. El Consejo buscó cualquier excusa para fortalecer a Andrónico y debilitar cualquier amenaza hacia él – especialmente de Rómulo. Y la derrota de Rómulo les daba un comienzo perfecto.

      Rómulo marchó hasta el brillante Capitolio; un edificio enorme, negro y redondo que se elevaba por lo alto hacia el cielo, rodeado de columnas de oro, con una cúpula dorada brillante. Ahí ondeaba el estandarte del Imperio, y sobre su puerta estaba la imagen de un león dorado con un águila en su boca.

      Mientras Rómulo subía los cien escalones dorados, sus hombres esperaban en la base de la plaza. Caminó solo, subiendo los escalones del Capitolio de tres en tres, con sus armas sonando contra su armadura, conforme avanzaba.

      Se necesitaba una docena de sirvientes para abrir las enormes puertas en la parte superior de los escalones, cada uno de quince metros de altura, hecho de oro reluciente con broches negros a lo largo, cada uno grabado con el sello del Imperio. Ellos abrieron las puertas completamente y Rómulo sintió la fría corriente, erizando los pelos de su piel conforme caminaba hacia el sombrío interior. Las enormes puertas se cerraron detrás de él, y sintió, como siempre que entraba en este edificio, como si estuviera siendo sepultado.

      Rómulo se pavoneó por los pisos de mármol, sus botas resonaban, apretaba la mandíbula, queriendo acabar con esta reunión y seguir con cosas más importantes. Él había oído el rumor acerca de un arma fantástica, justo antes de venir aquí y necesitaba saber si era cierto. Si fuera así, eso cambiaría todo, inclinaría la balanza totalmente a su favor. Si realmente existía, entonces todo esto – Andrónico, el Consejo – ya no significaría nada para él. De hecho, todo el Imperio finalmente sería suyo. Pensar en esa arma era lo único que mantenía a Rómulo confiado y seguro de subir otra serie de escalones, a través de otra serie de enormes puertas y finalmente hacia la sala redonda, donde estaba el Gran Consejo.

      Dentro de esta enorme sala había una mesa negra circular, vacía en su centro, con un estrecho pasadizo para que entrara una persona. Alrededor estaban sentados los del Consejo, eran veinticuatro túnicas negras sentados con seriedad alrededor de la mesa, todos eran hombres de la tercer edad, con cuernos grises y ojos escarlata, escurriendo rojo, por los muchos años de edad. Era humillante para Rómulo tener que enfrentarse a ellos, tener que caminar a través de la estrecha entrada hacia el centro de la mesa, estar rodeado de las personas a las que tenía que dirigirse. Fue humillante ser forzado a girar a todos lados para abordarlos. Todo el diseño de esta habitación, esta mesa, era otra de las tácticas de intimidación de Andrónico.

      Rómulo estaba parado allí en el centro de la sala, en silencio, quién sabe cuánto tiempo, ardiendo. Él estuvo tentado a salir, pero tenía que comprobarlo él mismo.

      "Rómulo de la Legión de Octakin", uno de los concejales anunció formalmente.

      Rómulo se volvió y vio a un concejal delgado, de edad mayor, con las mejillas hundidas y pelo canoso, mirándolo con sus ojos escarlata. Este hombre era un compinche de Andrónico, y Rómulo sabía que él diría lo que fuera para granjearse el favor de Andrónico.

      El viejo aclaró su garganta.

      "Has vuelto a Volusia, derrotado. Caído en desgracia. Eres valiente al venir aquí".

      "Te has vuelto un comandante imprudente y precipitado", dijo otro concejal.

      Rómulo se dio vuelta y vio una mirada desdeñosa hacia él, desde el otro lado del círculo.

      "Has perdido a miles de nuestros hombres en la búsqueda infructuosa de la Espada, en tu imprudente confrontación con los dragones. Le has fallado a Andrónico y al Imperio. ¿Qué tienes que decir?".

      Rómulo lo miró, desafiante.

      "No me disculpo por nada", dijo. "Recuperar la Espada era importante para el Imperio".

      Otro hombre mayor se inclinó hacia adelante.

      "Pero no la recuperaste, ¿o sí?".

      Rómulo enrojeció. Mataría a ese hombre, si pudiera.

      "Casi lo hice", respondió finalmente.

      "Casi no significa nada".

      "Nos encontramos con obstáculos inesperados".

      "¿Con dragones?", comentó otro concejal.

      Rómulo se dio vuelta para mirarlo.

      "¿Qué tan temerario podrías ser?", dijo el concejal. "¿Realmente creíste que podrías ganar?".

      Rómulo aclaró su garganta, su ira aumentaba.

      "No.


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