Una Promesa de Hermanos . Морган Райс
cuerno bajo y suave sonó en el aire, sonando intermitentemente cada pocos segundos, alertando a los otros barcos de su flota de la presencia de la niebla.
“Aquel cuerno podría delatarnos”, le dijo Strom a Erec.
“¿Ante quién?” preguntó Erec.
“No sabemos qué nos acecha tras la niebla”, dijo Strom.
Erec negó con la cabeza.
“Quizás”, respondió. “Pero el mayor peligro por ahora no es el enemigo, sino nosotros mismos. Si chocamos entre nosotros, podemos hundir la flota entera. Debemos hacer sonar los cuernos hasta que la niebla se levante. Toda nuestra flota entera podemos comunicarnos de esta manera y, igual de importante, no alejarnos mucho los unos de los otros”. En la niebla, el cuerno de otro de los barcos de la flota de Erec resonó, confirmando su posición.
Alistair miraba hacia la niebla y reflexionaba. Sabía que les quedaba mucho por recorrer, que estaban en la otra parte del mundo respecto al Imperio y se preguntaba cómo llegarían alguna vez a tiempo hasta Gwendolyn y su hermano. Se preguntaba cuánto tiempo habían tardado los halcones con el mensaje y se preguntaban si todavía estaban vivos. Se preguntaba qué había sucedido con su querido Anillo. Qué manera tan horrible de morir para todos ellos, pensó, en una orilla extranjera, lejos de su tierra.
“El Imperio está al otro lado del mundo, mi señor”, le dijo Alistair a Erec. “Será un viaje largo. ¿Por qué estás despierto aquí en cubierta? ¿Por qué no vas abajo, a la bodega, y duermes? Hace días que no duermes”, dijo ella, viendo las bolsas oscuras bajo sus ojos.
El negó con la cabeza.
“Un comandante nunca duerme”, dijo él. “Y además, casi hemos llegado a nuestro destino”.
“¿Nuestro destino?” preguntó ella, perpleja.
Erec asintió y miró hacia la niebla.
Ella le siguió la mirada pero no vio nada.
“La Isla del Peñasco”, dijo él. “Nuestra primera parada”.
“¿Pero por qué?” preguntó ella. “¿Por qué paramos antes de llegar al Imperio?”
“Necesitamos una flota más grande”, se entrometió Strom, respondiendo por él. “No podemos enfrentarnos al Imperio con unas cuantas docenas de barcos”.
“¿Y encontraréis esta flota en la Isla del Peñasco?” preguntó Alistair.
Erec asintió.
“Podría ser”, dijo Erec. “Los hombres del Peñasco tienen barcos y hombres. Más de los que nosotros tenemos. Y han servido a mi padre en el pasado”.
“¿Pero por qué deberían ayudarte ahora?” preguntó ella desconcertada. “¿Quiénes son estos hombres?”
“Mercenarios”, interrumpió Strom. “Hombres duros forjados por una isla agreste en mares revueltos. La lucha por el mejor postor”.
“Piratas”, dijo Alistair con menosprecio, al entenderlo.
“No exactamente”, respondió Strom. “Los piratas luchan por el botín. Los hombres del Peñasco viven para matar”.
Alistair observó a Erec, y pudo ver en su cara que era cierto.
“¿Es noble luchar con piratas por una causa verdadera y justa? ¿Con mercenarios?”
“Es noble ganar una guerra”, respondió Erec, “y luchar por una causa justa como la nuestra. Los medios para librar una guerra así no son siempre tan nobles como nos gustaría”.
“No es noble morir”, añadió Strom. “Y el juicio sobre la nobleza lo deciden los vencedores, no los perdedores”.
Alistair frunció el ceño y Erec se dirigió a ella.
“No todo el mundo es tan noble como tú, mi señora”, dijo él. “O como yo. Así no es cómo funciona el mundo. Esta no es la manera cómo se ganan las guerras”.
“¿Y te puedes fiar de unos hombres así?” le preguntó ella finalmente.
Erec suspiró y se giró para mirar al horizonte, con las manos en las caderas, mirando fijamente como si se preguntara lo mismo.
“Nuestro padre confió en ellos”, dijo finalmente. “Y su padre antes que él. Nunca le fallaron”.
“¿Y significa esto que no os fallarán a vosotros ahora?” preguntó ella.
Erec examinó el horizonte y, al hacerlo, de repente la niebla se levantó y el sol se abrió camino. La panorámica cambió radicalmente, de repente ganaron visibilidad y, en la distancia, el corazón de Alistair dio un vuelco al ver tierra. Allá, en el horizonte, se elevaba una isla hecha de sólidos acantilados, levantándose directo hacia el cielo. Parecía que no hubiera lugar para la tierra, la playa, una entrada. Hasta que Alistair miró más arriba y vio un arco, una puerta tallada en la misma montaña, contra ella salpicaba el océano. Era una entrada grande e imponente, guardada por una compuerta de rejas de hierro, una pared de roca sólida con una puerta tallada en la mitad. No se parecía a nada que jamás hubiera visto.
Erec miró fijamente al horizonte, examinándolo, la luz del sol caía sobre la puerta como si iluminara la entrada a otro mundo.
“La confianza, mi señora”, contestó él finalmente, “nace de la necesidad, no del deseo. Y es algo muy frágil”.
CAPÍTULO SIETE
Darius se encontraba en el campo de batalla, empuñando una espada hecha de acero y miró a su alrededor, contemplando el panorama. Tenía una naturaleza surreal. Aunque lo estaba viendo con sus propios ojos, no podía creer lo que acababa de suceder. Habían derrotado al Imperio. Él, solo, con unos pocos centenares de aldeanos, sin armas reales -y con la ayuda de los pocos centenares de hombres de Gwendolyn- habían derrotado a este ejército profesional de cientos de soldados del Imperio. Ellos habían llevado las armaduras más finas, habían empuñado las armas más finas, habían tenido zertas a su disposición. Y él, Darius, apenas armado, había dirigido la batalla y los había derrotado a todos, la primera victoria contra el Imperio de la historia.
Aquí, en este lugar, donde había esperado morir para defender el honor de Loti, se había alzado victorioso.
Un conquistador.
Mientras Darius inspeccionaba el terreno vio, entremezclados con los cadáveres del Imperio, los cuerpos de montones de sus propios aldeanos, docenas de ellos muertos, y su alegría se alteró por el dolor. Flexionó sus músculos y sintió heridas recientes, cortes de espada en sus bíceps y muslos y sintió el escozor de los latigazos todavía en su espalda. Pensó en las represalias que vendrían y sabía que su victoria había llegado a un precio.
Pero, reflexionó una vez más, toda libertad lo hace.
Darius notó un movimiento y al darse la vuelta vio que sus amigos, Raj y Desmond, se estaban acercando, heridos pero vivos, pudo ver con alivio. Podía ver en sus ojos que lo miraban de forma diferente- que todo su pueblo ahora lo miraba diferente. Lo miraban con respeto – más que respeto, con asombro. Como una leyenda viva. Todos habían visto lo que había hecho, hacer frente al Imperio solo. Y derrotarlos a todos.
Ya no lo miraban como a un chico. Ahora lo miraban como a un líder. Un guerrero. Era una mirada que nunca había esperado ver en los ojos de estos chicos mayores, en los ojos de los aldeanos. Siempre lo habían subestimado, nadie había esperado nada de él.
Acercándose hacia él, junto a Raj y Desmond, había docenas de sus hermanos de armas, chicos con los que había entrenado y peleado día tras día, quizás unos cincuenta, a pesar de sus heridas, poniéndose de pie y reuniéndose junto a él. Todos lo miraban con asombro, allí de pie, sujetando su espada de acero, cubiertos de heridas. Y con esperanza.
Raj dio un paso hacia delante y lo abrazó y, uno a uno, sus hermanos de armas también lo abrazaron.
“Fue insensato”, dijo Raj con una sonrisa. “No pensaba que tuvieras esto