Una Justa de Caballeros . Морган Райс
Se incorporó más por primera vez.
El carruaje empezó a ir más despacio, el estruendo de los caballos se redujo un poco, los caminos se volvieron más lisos y mientras estudiaba el nuevo paisaje, Darius vio algo que nunca olvidaría: allí, alzándose en el desierto como una civilización perdida, había el enorme muro de una ciudad, que parecía levantarse hasta el cielo y extenderse hasta que la vista alcanzaba. Estaba marcado por enormes puertas de oro brillantes, sus muros y parapetos estaban repletos de soldados del Imperio y Darius enseguida supo que habían llegado: la capital.
El sonido del camino cambió a un sonido hueco, de madera, y Darius bajó la vista y vio que el carruaje pasaba por un puente levadizo arqueado. Pasaron por delante de cientos de soldados más en fila a lo largo del puente, todos ellos muy atentos a su paso.
Un gran crujido llenó el aire y, al mirar hacia delante, Darius vio las puertas de oro, increíblemente altas, abrirse de par en par, como si lo fueran a abrazar. Vio un atisbo más allá de ellas, de la más magnífica ciudad que jamás había visto y supo, sin lugar a dudas, que este era un lugar del que no se podía escapar. Como para confirmar sus pensamientos, Darius oyó un estruendo en la distancia, que reconoció de inmediato: era el clamor del circo, de un nuevo circo, de hombres deseosos de sangre y de lo que, seguramente, sería su última parada. No tenía miedo; tan solo le pedía a Dios morir de pie, con la espada en mano, en un último acto de valentía.
CAPÍTULO OCHO
Thorgrin tiró por última vez de la cuerda de oro, con las manos temblorosas y con Angel a su espalda, nientras el sudor le caía por la cara y, finalmente, llegó hasta arriba del acantilado, mientras sus rodillas tocaban tierra y él recuperaba la respiración. Se giró para mirar hacia atrás y vio, cientos de metros hacia abajo, los empinados acantilados, las olas del mar rompiendo, su barco en la playa, que se veía muy pequeño, y se sorprendió de lo mucho que habían escalado. Oyó gemidos a su alrededor y, al darse la vuelta, vio a Reece y Selese, Elden e Indra, O’Connor y Matus llegando a la cima, todos ellos subiendo hasta la Isla de la Luz.
Thor estaba arrodillado, sus músculos agotados, y observó la Isla de la Luz que se extendía ante él y su corazón dio un vuelco al tener un nuevo presentimiento. Incluso antes de ver el horrible panorama, podía oler las cenizas ardientes, el pesado olor del humo en el aire. También podía sentir el calor, el fuego ardiente, el daño que dejaron quienes quiera que fueran aquellas criaturas que habían destrozado aquel lugar. La isla estaba negra, quemada, destrozada, todo lo que había tenido una vez de idílico, que había parecido invencible, ahora se había convertido en cenizas.
Thorgrin se puso de pie y no perdió el tiempo. Empezó a adentrarse en la isla, su corazón latía fuerte mientras buscaba a Guwayne por todas partes. Mientras asimilaba el estado de aquel lugar, odiaba pensar con qué se podía encontrar.
“¡GUWAYNE!” gritaba Thorgrin mientras saltaba por las colinas ardientes, levantando ambas manos hasta su boca.
Su voz resonaba contra las ondulantes colinas, como si le estuviera haciendo burla. Y, a continuación, solo se escuchaba el silencio.
Se escuchó un chillido solitario proveniente de algún lugar por allá arriba y, al alzar la vista, Thor vio a Lycoples, todavía volando en círculos. Lycoples volvió a chillar, descendió y se fue volando hacia el centro de la isla. Thor sintió de inmediato que le estaba guiando hasta su hijo.
Thor empezó a ir más deprisa, los otros a su lado, corriendo a través del páramo chamuscado, buscando por todas partes.
“¡GUWAYNE!” gritó de nuevo. “¡RAGON!”
Mientras Thor observaba la devastación del paisaje ennegrecido, sentía la certeza cada vez más grande de que nada podía haber sobrevivido aquí. Estas colinas ondulantes, una vez tan repletas de hierba y árboles, no eran más que un paisaje cicatrizado. Thor se preguntaba qué tipo de criaturas, aparte de los dragones, podían causar semejante destrucción y, lo más importante, quién las controlaba, quién las había enviado hasta aquí y por qué. ¿Por qué era tan importante su hijo para que alguien mandara un ejército a por él?
Thor miraba hacia el horizonte, esperando ver alguna señal de ellos, pero su corazón se hundió al no ver nada. En su lugar solo vio llamas ardientes que contaminaban las colinas.
Quería creer que Guwayne, de alguna manera, había sobrevivido a todo aquello. Pero no veía cómo. Si un hechicero tan poderoso como Ragon no pudo haber parado aquellas fuerzas que habían estado allí, ¿cómo iba a salvar él a su hijo?
Por primera vez desde que habían salido en esta misión, Thor empezaba a perder la esperanza.
Corrían y corrían, subían y bajaban las colinas y, al llegar a la cima de una colina particularmente alta, O’Connor, que iba al frente, señalo con entusiasmo.
“¡Allí!” exclamó.
O’Connor apuntó hacia el lado, hacia los restos de un antiguo árbol, ahora chamuscado, con las ramas retorcidas. Y cuando Thor miró más de cerca, divisó, bajo él un cuerpo que no se movía.
Thor sintió de inmediato que se trataba de Ragon. Y no vio ninguna señal de Guwayne.
Thor, lleno de temor, corrió hacia delante y cuando llegó hasta él, cayó sobre sus rodillas a su lado, buscando por todas partes a Guwayne. Esperaba encontrar a Guwayne escondido, quizás, entre los ropajes de Ragon, o en algún lugar a su lado, o cerca de él, quizás en la grieta de alguna roca.
Pero su corazón se hundió al ver que no estaba por ningún lado.
Thor le dio la vuelta lentamente a Ragon, que tenía la ropa chamuscada, mientras rezaba para que no lo hubieran matado y, mientras le daba la vuelta, sintió un atisbo de esperanza al ver que los ojos de Ragon se movían. Thor se inclinó y lo agarró por los hombros, que todavía quemaban al tocarlos y, al quitarle la capucha a Ragon, se horrorizó al ver su rostro carbonizado, desfigurado por las llamas.
Ragon empezó a respirar agitadamente y a toser y Thor vio que estaba luchando por la vida. Se sentía destrozado al verlo, aquel hermoso hombre que había sido tan amable con ellos, reducido a este estado por defender la isla, por defender a Guwayne. Thor no podía evitar sentirse responsable.
“Ragon”, dijo Thorgrin, con un nudo en la garganta. “Perdóname”.
“Soy yo el que suplica tu perdón”, dijo Ragon, con la voz rasposa, sin apenas poder articular palabra. Tosió durante un buen rato y, finalmente, continuó. “Guwayne…” empezó, después se fue apagando.
El corazón de Thor golpeaba fuerte en su pecho, no quería oír las siguientes palabras, pues temía lo peor. ¿Cómo iba a hacer frente a Gwendolyn de nuevo?
“Dime”, pidió Thor, agrrándole los hombros. “¿Vive el chico?”
Ragon jadeó durante un buen rato, intentando recuperar la respiración y Thor hizo una señal a O’Connor, que estiró el brazo y le pasó un saco de agua. Thor vertió el agua sobre los labios de Ragon y Ragon bebió y tosió al hacerlo.
Por fin, Ragon hizo el gesto de negar con la cabeza.
“Peor”, dijo, su voz apenas era más fuerte que un susurro. “La muerte hubiera sido una indulgencia para él”.
Ragon se quedó callado y Thor casi temblaba por la expectación, deseando que hablara.
“Se lo han llevado”, continuó finalmente Ragon. “Me lo arrebataron de los brazos. Todos ellos, todos vinieron aquí, a por él”.
El corazón de Thor dio un vuelco al pensar que aquellas malvadas criaturas se habían llevado a su querido hijo.
“¿Pero quién?” preguntó Thor. “¿Quién está detrás de esto? ¿Quién es más poderoso que tú para poder hacer esto? Pensaba que tu poder, como el de Argon, era impenetrable para todas las criaturas de este mundo”.
Ragon asintió.
“Para todas las criaturas de este mundo, sí”, dijo. “Pero estas criaturas no eran de este mundo. Eran criaturas no del infierno, sino de un lugar incluso más oscuro: la Tierra