La Marcha De Los Reyes . Морган Райс
Copyright © 2013 de Morgan Rice
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Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, empresas, organizaciones, lugares, eventos e incidentes son producto de la imaginación de la autora o son usados de manera ficticia. Cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, es solo coincidencia.
Imagen de la cubierta Derechos Reservados, Bilibin Maksym, usada bajo licencia de Shutterstock.com.
ÍNDICE
“¿Lo que veo frente a mí es un puñal,
Con el mango hacia mi mano? Ven, déjame sujetarte.
No te tengo, pero sigo viéndote”.
—William Shakespeare
Macbeth
CAPÍTULO UNO
El Rey MacGil tropezó en su habitación, había bebido demasiado; el cuarto giraba, su cabeza le punzaba por las festividades de la noche anterior. Una mujer cuyo nombre no sabía, estaba a su lado, con un brazo alrededor de su cintura, la blusa quitada a medias, lo guiaba con una risita hacia su cama. Dos asistentes cerraron la puerta tras ellos y se fueron discretamente.
MacGil no sabía dónde estaba su reina, y esta noche no le importaba. Ya casi no compartían la cama—ella se retiraba a su propia habitación con frecuencia, en especial, en las noches de fiestas, cuando las comidas duraban mucho tiempo. Conocía las indulgencias de su esposo, y parecía no importarle. Después de todo, él era el rey y MacGil siempre había gobernado con prepotencia.
Pero mientras MacGil se dirigía hacia la cama, la habitación daba vueltas con demasiada fuerza, y de repente rechazó a la mujer encogiéndose de hombros. Ya no estaba de humor para eso.
“¡Déjame!”, le ordenó y la empujó para que se fuera.
La mujer se quedó ahí, aturdida y dolida y la puerta se abrió y los ayudantes regresaron, sujetándola cada uno del brazo y guiándola hacia la salida. Ella protestó, pero sus gritos fueron amortiguados mientras se cerraba la puerta detrás de ella.
MacGil se sentó en el borde de la cama y apoyó su cabeza entre las manos, tratando de hacer que su dolor de cabeza se detuviera. Era poco común para él sentir un dolor de cabeza tan temprano, antes de que dejara de tener efecto la bebida, pero esta noche era diferente. Todo había cambiado rápidamente. El banquete había estado yendo muy bien; había tenido la mejor selección de carne y un vino fuerte, cuando ese muchacho, Thor, tuvo que aparecer y arruinar todo. En primera, fue su intrusión, con su tonto sueño; después, tuvo la audacia de derribar la copa de sus manos.
Después, tuvo que aparecer ese perro y lamerlo y caer muerto frente a todos. MacGil se había sentido perturbado desde entonces. Tomar conciencia de ello lo golpeó como un martillo: alguien había intentado envenenarle. Asesinarle. Apenas podía asimilarlo. Alguien se había colado de entre sus guardias, de los catadores de vino y comida. Había estado a nada de morir, y seguía haciéndolo sentir perturbado.
Recordó a Thor siendo llevado hacia el calabozo, y se preguntó nuevamente si había dado la orden correcta. Por un lado, no había manera de que ese muchacho supiera que la copa estaba envenenada, a menos que él lo hubiera hecho, o que fuera cómplice del crimen. Por otro lado, él sabía que Thor tenía poderes extremos y misteriosos—demasiado misteriosos—y tal vez había estado diciendo la verdad: tal vez había tenido ese sueño premonitorio. Tal vez Thor había realmente salvado su vida, y tal vez MacGil había enviado al calabozo a una persona verdaderamente leal.
MacGil sentía que la cabeza le estallaba al pensarlo, mientras se sentaba frotándose la frente, tratando de razonar. Pero había bebido demasiado esa noche, su mente estaba nebulosa, sus pensamientos giraban y no podía llegar al fondo del asunto Hacía demasiado calor aquí, era una bochornosa noche de verano, con el cuerpo caliente por tantas horas de disfrutar la comida y la bebida y sintió que sudaba.
Estiró la mano y se quitó el manto, luego la camisa, hasta quitarse todo, menos la camiseta. Se secó el sudor de la frente, luego de la barba. Se echó hacia atrás y se quitó las enormes y pesadas botas, una a una y enroscó sus dedos del pie mientras estaban en el aire. Se sentó ahí y respiró profundamente, tratando de recuperar el equilibro. Su barriga había crecido y era una carga. Subió las piernas y se recostó, apoyando su cabeza en la almohada. Suspiró y miró hacia arriba, más allá de las cuatro columnas, hacia el techo, y deseó que la habitación dejara de girar.
¿Quién querría matarme?, se preguntó una vez más. Había amado a Thor como a un hijo y parte de él intuía que no podría ser él. Se preguntó quién podría ser, qué motivo tendrían—y