Antes De Que Sienta . Блейк Пирс
de la tarde cuando se estaba poniendo el sol. Podía sentir cómo caía el sol y escuchar algo parecido a un zumbido eléctrico en el aire mientras el mundo se quedaba en silencio, atrayendo el crepúsculo con la noche pisándole los talones.
Por tanto, decidió ir a dar un paseo. Dos personas dentro de la residencia le dijeron adiós, dos voces familiares—una de ellas sonaba aburrida, la otra con un júbilo apagado. Agradeció la sensación del aire fresco en su cara cuando salió al jardín principal.
“¿A dónde demonios vas, Ellis?”..
Era otra voz conocida, el director de Wakeman, un hombre jovial llamado Randall Jones.
“A dar mi paseo habitual”, le respondió.
“¡Pero es que hace tanto calor! Date prisa con ello. ¡No quiero que te desmayes!”.
“O que me salte ese ridículo toque de queda”, dijo ella.
“Sí, o eso”, dijo Randall con algo de ironía.
Continuó con su paseo, sintiendo como la presencia acechante de la residencia se alejaba tras ella. Sintió un espacio abierto por delante, y el jardín que la esperaba. Más allá estaba el pavimento y, media milla más adelante, el jardín de rosas.
Ellis odiaba la idea de que tuviera casi sesenta años y le impusieran un toque de queda. Lo entendía, pero le hacía sentir como una niña. Aun así, aparte de su falta de visión, la verdad es que tenía un buen arreglo en la Residencia Wakeman para Invidentes. Hasta contaba con ese agradable hombre que venía a leerle una vez a la semana—en ocasiones dos. Sabía que también leía para algunos más, pero se trataba de gente que estaba en otras residencias. Aquí en Wakeman, ella era la única a la que leía. Le hacía sentir que era su preferida. Él se había quejado de que a la mayoría de los demás les gustaban las novelas románticas o esos éxitos de ventas para besugos. No obstante, con Ellis, podía leer cosas que le gustaban. Hace dos semanas, habían terminado con Cujo de Stephen King. Y ahora estaban con este libro de Bradbury y—
Hizo una pausa en su paseo, y elevó la cabeza ligeramente.
Pensó que había escuchado algo cerca de ella, pero después de detenerse, no lo volvió a oír.
Seguramente no es más que un animal que está atravesando el bosque a mi derecha, pensó. Después de todo, estamos al sur de Virginia… y hay muchos bosques y montones de bichos que viven en ellos.
Dio unos golpecitos con su bastón por delante de ella, sintiéndose extrañamente reconfortada por el familiar clic-clic que hacía al golpear el pavimento. A pesar de que, obviamente, no había visto jamás el pavimento ni la carretera que la bordeaba, se los habían descrito en varias ocasiones. Además, se había hecho una especia de fotografía mental, conectando olores con las descripciones de las flores y los árboles que le habían proporcionado algunos de los asistentes y cuidadores de la residencia.
En menos de cinco minutos, ya podía oler las rosas que había unos metros más adelante. Podía escuchar a las abejas zumbando a su alrededor. A veces, pensaba que hasta podía oler a las abejas, cubiertas de polen y de la miel que estaban produciendo en alguna otra parte.
Conocía tan bien el sendero que llevaba al jardín de rosas que hubiera podido recorrerlo sin necesidad de usar el bastón. Lo había recorrido al menos mil veces durante los once años que había estado en la residencia. Venía aquí para reflexionar sobre su existencia, sobre cómo se habían hecho tan difíciles las cosas que su marido le había dejado hacía quince años y después su hijo hacía ya más de once. No echaba de menos al cabrón de su marido para nada, pero echaba en falta la sensación de unas manos masculinas en su piel. Si era honesta consigo misma, esa era una de las razones por las que disfrutaba de tocar el rostro del hombre que le leía. Tenía una barbilla saliente, pómulos altos, y una de esas voces con acento sureño que resultaban adictivas. Podría haberle estado leyendo la guía telefónica que ella lo hubiera disfrutado igualmente.
Estaba pensando en él cuando se dio cuenta de que estaba entrando al perímetro familiar del jardín. El cemento estaba endurecido y nuevecito bajo sus pies, pero todo lo demás delante de ella parecía suave y atrayente. Se detuvo por un momento y descubrió que, como solía ser habitual por las tardes, tenía todo el espacio para ella sola. No había nadie más allí.
Una vez más, se detuvo. Oyó algo por detrás suyo.
Lo sentí, también, pensó.
“¿Quién anda ahí?”., preguntó.
No obtuvo respuesta. Había salido así de tarde porque sabía que el jardín estaría vacío. Muy pocos salían después de las seis de la tarde porque la localidad de Stateton, donde se encontraba la Residencia Wakeman para Invidentes, era un lugar diminuto. Cuando había salido a la calle quince minutos antes, había afinado el oído por si había algún movimiento de alguna otra persona en el jardín de la entrada y no había oído a nadie. Tampoco había oído a nadie por el pavimento mientras bajaba al jardín. Cabía la posibilidad de que pudiera haber alguien afuera con la intención de acercársele por detrás y asustarle, pero eso podría resultar arriesgado. En este pueblo, ese comportamiento tenía repercusiones, y había leyes impuestas por un cuerpo de policía tradicionalmente sureño que no se andaba con chiquitas en lo que se refería a adolescentes y abusones locales que trataran de meterse con los discapacitados.
Y, sin embargo, ahí estaba de nuevo.
Escuchó el ruido, y ahora la sensación de que había alguien allí se hizo más intensa. Olió a alguien. No era un mal olor en absoluto. De hecho, le resultaba familiar.
El miedo le recorrió por dentro, y abrió la boca para gritar.
Antes de que pudiera hacerlo, por sorpresa, sintió una presión enorme alrededor de su garganta. También sintió algo más, que emanaba de la persona en cuestión como si fuera calor.
Odio.
Se atragantó, incapaz de chillar, de hablar, de respirar, y sintió cómo se caía de rodillas.
La presión se intensificó alrededor de su cuello y ese sentimiento de odio pareció penetrarle cuando el dolor se expandió por todo el cuerpo y, por primera vez, Ellis se sintió aliviada de estar ciega. Mientras sentía como se le escapaba la vida, se sintió aliviada de no tener que posar la vista en el rostro del mal. En vez de ello, lo único que tenía para darle la bienvenida a lo que fuera que le esperara después de esta vida era esa oscuridad demasiado familiar detrás de sus ojos.
CAPÍTULO UNO
Mackenzie White, siempre en movimiento, estaba encantada de la vida de estar confinada a su pequeño cubículo. Todavía se sintió más feliz cuando, hacía tres semanas, McGrath le había llamado y le había dicho que había un despacho vacío gracias a una ronda de despidos del gobierno, y que era suyo si lo quería. Mackenzie había esperado unos cuantos días, y cuando nadie más se lo quedó, decidió mudarse.
Estaba mínimamente decorado, y solo contaba con su escritorio, una lámpara de mesa, una pequeña estantería, y dos sillas al otro lado de su escritorio. Había un calendario de borrado en seco colgado de la pared. Estaba mirando al calendario mientras se tomaba un descanso entre responder a sus emails y realizar llamadas para averiguar detalles sobre un caso en particular.
Era un caso antiguo… un caso vinculado a la única tarjeta de visita que había sobre el calendario de borrado en seco, pegada con un imán:
Antigüedades Barker
Se trataba del nombre de una compañía que, por lo visto, no había existido jamás.
Todas las líneas de investigación que surgían solían ser descartadas de inmediato. Lo más cerca que habían estado de llegar a alguna parte había sucedido cuando el agente Harrison había descubierto un lugar en New York que podía tener cierta conexión, pero no había resultado ser más que un hombre que vendía antigüedades de saldo desde su garaje en los años 80.
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