El Don de la Batalla . Морган Райс
Volusia se secó las lágrimas y miró hacia fuera, más allá del límite de la ciudad, más allá de los muros de la capital, en lo profundo del horizonte. Estaban allí acampados y sus ejércitos estaban aumentando. La estaban rodeando lentamente, reuniendo a millones de todos los rincones del Imperio, todos preparándose para invadir. Para aplastarla.
Recibía bien el enfrentamiento. Sabía que no necesitaba a los Volks. No necesitaba a ninguno de sus hombres. Podía matarlos ella sola. Al fin y al cabo, era una diosa. Hacía tiempo que había dejado el reino de los mortales y ahora era una leyenda, una leyenda que nadie, ni ningún ejército del mundo podía detener. Los recibiría ella sola y los mataría a todos, para siempre.
Entonces, por fin, no quedaría nadie que se enfrentara a ella. Entonces, sus poderes serían supremos.
Volusia escuchó un crujido tras ella y percibió movimiento por el rabillo del ojo. Vio que Brin se levantaba de la cama, apartaba las sábanas y empezaba a vestirse. Vio que se marchaba con cuidado de no ser visto, de no hacer ruido y ella se dio cuenta de que quería escaparse de la habitación antes de que lo viera, para no tener que volver a mirarla a la cara. Aquello ya era el colmo.
“Oh, Comandante”, le llamó con desinterés.
Vio cómo se quedaba paralizado de golpe por el miedo; se daba la vuelta y la miraba de mala gana y, cuando lo hizo, ella le sonrió, torturándolo con sus grotescos labios derretidos.
“Ven aquí, Comandante”, dijo. “Antes de que te vayas, quiero mostrarte algo”.
Él se giró lentamente y cruzó la habitación andando hasta llegar a ella y se quedó allí mirando hacia fuera, mirando a cualquier lugar menos a su cara.
“¿No tienes un dulce beso de despedida para tu Diosa?” preguntó.
Vio cómo se resistía siempre muy ligeramente y sintió de nuevo la ira ardiendo en su interior.
“Déjalo”, añadió con una expresión sombría. “Pero, por lo menos, hay algo que quiero mostrarte. Mira. ¿Ves allí, en el horizonte? Mira más de cerca. Dime lo que ves allá abajo”.
Él dio un paso adelante y ella le colocó la mano encima del hombro. Se inclinó hacia delante y observó la línea del horizonte con atención y, mientras lo hacía, ella vio que fruncía el ceño confundido.
“No veo nada, Diosa. Nada fuera de lo normal”.
Volusia hizo una amplia sonrisa, sintiendo que el viejo deseo de venganza crecía dentro de ella, sintiendo la vieja sed de venganza, de crueldad.
“Mira más de cerca, Comandante”, dijo.
Él se inclinó un poco más hacia delante y, con un movimiento rápido, ella lo agarró por detrás de su camisa y, con todas sus fuerzas, lo lanzó de cara por la ventana.
Brin chillaba mientras agitaba brazos y piernas y volaba por los aires, cayendo a unos treinta metros, hasta que finalmente fue a parar de cara a la calle allá abajo, muriendo al instante. El golpe seco resonó en las calles que, por lo demás, estaban tranquilas.
Volusia hizo una amplia sonrisa, examinó su cuerpo, sintiendo finalmente una sensación de venganza.
“Te ves a ti mismo”, respondió. “¿Quién es el menos grotesco de los dos ahora?”
CAPÍTULO DOCE
Gwendolyn caminaba por los sombríos pasillos de la torre de los Buscadores de la Luz, con Krohn a su lado, subiendo lentamente por la rampa circular que había a los lados del edificio. El camino estaba bordeado de antorchas y fieles al culto, de pie atentos en silencio, con las manos escondidas en sus sotanas y la curiosidad de Gwen crecía mientras continuaba subiendo un piso tras otro. El hijo del rey, Kristof, la había acompañado medio camino tras su encuentro, después había dado la vuelta y había bajado, dándole instrucciones de que tendría que completar el viaje sola para ver a Eldof, de que ella sola podía enfrentarse a él. Por la forma en que todos hablaban de él, parecía que se tratase de un dios.
Un suave canto llenaba el aire cargado de incienso, mientras Gwen subía la suave rampa y se preguntaba: ¿Qué secreto guardaba Eldof? ¿Le daría la información que necesitaba para salvar al Rey y a la Cresta? ¿Podría sacar a la familia del Rey de aquel lugar alguna vez?
Cuando Gwen giró una esquina, la torre se abrió de golpe y se quedó sin aliento ante lo que vio. Entró en una habitación elevada con un techo de unos treinta metros, con las paredes llenas de vitrales que iban del suelo hasta el techo. Una tenue luz lo inundaba todo, llena de escarlatas, violetas y rosas, dándole a la habitación una cualidad etérea. Y lo que hacía todo aquello más surrealista era ver a un hombre sentado solo en aquel enorme lugar, en el centro de la habitación, los rayos de luz bajaban sobre él como iluminándolo a él y solo a él.
Eldof.
El corazón de Gwen latía con fuerza al verlo allí sentado al fondo de la habitación, como un dios caído del cielo. Estaba allí sentado, con las manos plegadas dentro de su brillante manto dorado, con la cabeza completamente calva, en un enorme y magnífico trono grabado de mármol, con antorchas a ambos lados del mismo y en la rampa que llevaba hacia él, iluminando indirectamente la habitación. Aquella habitación, aquel trono, la rampa que llevaba hasta él, eran más impresionantes que acercarse a un Rey. Entendió enseguida por qué el Rey se sentía amenazado por su presencia, su culto, aquella torre. Todo estaba diseñado para intimidar e inspirar sumisión.
No le hizo ninguna señal, ni siquiera respondió a su presencia y Gwen, sin saber qué más hacer, empezó a subir la larga y dorada pasarela que llevaba hasta su trono. Mientras avanzaba vio que no estaba allí solo después de todo, pues ocultos en las sombras había hileras de fieles todos en fila, con los ojos cerrados, las manos metidas dentro de sus sotanas, puestos en fila en la rampa. Se preguntaba cuántos miles de seguidores tenía.
Finalmente se detuvo a pocos metros de su trono y alzó la vista.
Él bajó la vista para mirarla con unos ojos que parecían viejos, de un azul claro, brillantes y mientras le sonreía, sus ojos no tenían ninguna calidez. Eran hipnotizadores. Aquello le recordaba cuando estaba en presencia de Argon.
No sabía qué decir mientras la miraba fijamente; parecía que estaba mirando fijamente a su alma. Se quedó allí en silencio, esperando a que él estuviera listo y podía sentir que Krohn se ponía tenso a su lado, igualmente nervioso.
“Gwendolyn del Reino Oeste del Anillo, hija del Rey MacGil, la última esperanza para ser el salvador de su pueblo y del nuestro”, pronunció lentamente, como si estuviera leyendo algún texto antiguo, su voz era más profunda de lo que ella jamás había escuchado, se escuchaba como si resonara de la misma piedra. Sus ojos se clavaron en los de ella y su voz era hipnotizadora. Mirarlos fijamente le hacía perder toda noción del espacio, del tiempo y del lugar y Gwen ya sentía cómo la absorbía su culto de personalidad. Se sentía embelesada, como si no pudiera mirar a ningún otro lugar, aunque lo intentara. Inmediatamente sintió como si él fuera el centro del mundo y de golpe entendió cómo todas aquellas personas habían venido a adorarlo y a seguirlo.
Gwen lo miró fijamente, quedándose por un momento sin palabras, una cosa que raramente le había sucedido. Nunca se había sentido tan deslumbrada, ella, que había estado ante muchos Reyes y Reinas; ella, que era Reina; ella, la hija de un Rey. Aquel hombre tenía una cualidad, algo que no sabía cómo describir; por un instante, incluso olvidó por qué había venido.
Finalmente, aclaró su mente el tiempo suficiente para poder hablar.
“He venido”, empezó, “porque…”
Él se rió, interrumpiéndola, con un ruido corto y profundo.
“Ya sé por qué has venido”, dijo. “Lo sabía incluso antes de que tú lo hicieras. Sabía de tu llegada a este sitio -de hecho, lo supe incluso antes de que cruzaras el Gran Desierto. Supe de tu partida del Anillo, de tu viaje