Una Corte para Los Ladrones . Морган Райс

Una Corte para Los Ladrones  - Морган Райс


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encontrado en la ciudad, cuando ella ya había conseguido esconderse de los buscadores? ¿Cómo habían sabido qué buscar? Cuanto más pensaba en ello Sofía, más convencida estaba de que alguien debía haber mandado noticias de su partida a los buscadores.

      Alguien la había traicionado y ese pensamiento dolía más que lo que lo habían hecho cualquiera de los azotes.

      Meister Karg regresó, arrastrando a una mujer con él. Era unos cuantos años mayor que Sofía y tenía aspecto de haber sido ya esclavizada durante un tiempo.

      —Por favor —suplicaba mientras el esclavista tiraba de ella—. ¡No puede hacerlo! ¡Solo unos cuantos meses y hubiera saldado mi deuda!

      —Y hasta que la hayas pagado del todo, tu dueño todavía la puede vender —dijo Meister Karg. Casi como un reflejo, golpeó a la mujer. Nadie se movió para detenerlo. La gente apenas miraba.

      «O puede hacerlo la mujer de tu dueño cuando esté celosa de ti».

      Sofía lo pilló claramente, comprendiendo en ese momento el horror de la situación en una combinación de los pensamientos de Karg y de la mujer. Se llamaba Mellis y había realizado muy bien el oficio para el que la habían comprado. Tan bien que había estado a punto de ser libre, salvo que la mujer del sombrerero había estado segura de que su marido la dejaría por la mujer contratada tan pronto como esta saldara su deuda.

      Así que la había vendido a un hombre que le aseguraría que nunca más la volvería a ver en Ashton.

      Era un destino terrible, pero para Sofía también era un recordatorio de que ella no era la única allí con una historia dura. Había estado muy centrada en lo que le había sucedido a ella con Sebastián y la corte, pero lo cierto era que probablemente todas tenían alguna historia triste detrás de su presencia en el carro. Nadie estaría allí por elección propia.

      Y ahora ninguna de ellas tendría elección con nada que hicieran en sus vidas.

      —Dentro —dijo Meister Karg bruscamente, lanzando dentro a la mujer con el resto de ellas. Sofía intentó avanzar en los instantes en que la puerta estaba abierta, pero se cerró de golpe otra vez en su cara antes de que se pudiera acercar—. Nos queda mucho terreno por recorrer.

      Sofía pilló el destello de una ruta en los pensamientos de él. Deambularían más por la ciudad, recogiendo sirvientes a los que ya no querían, aprendices que habían conseguido enfurecer a sus maestros. Habría un viaje fuera de la ciudad, hacia las aldeas de la periferia y al norte hasta la ciudad de Hearth, donde aguardaba otro orfanato. Después de esto, había un barco amarrado en la orilla de Firemarsh.

      Era una ruta que llevaría por lo menos dos días de viaje y Sofía no dudaba que las condiciones serían horribles. El sol de la mañana ya estaba convirtiendo el carro en un lugar de calor, sudor y desesperación. Para cuando el sol alcanzara su cénit, Sofía dudaba incluso que pudiera pensar.

      —¿Ayuda! —gritaba Mellis a la gente de la calle. Evidentemente, ella era más valiente que Sofía—. ¿No veis lo que está pasando? Tú, Benna, tú me conoces. ¡Haz algo!

      La gente que había allí continuaba pasando de largo y Sofía veía lo inútil que era. A nadie le importaba o, si lo hacía, nadie pensaba que realmente pudiera hacer algo. No iban a quebrantar la ley por el bien de unas cuantas chicas compradas que no eran diferentes a todas las demás que se habían vendido en la ciudad a lo largo de los años. Probablemente, al menos algunos de ellos tenían a sus propias sirvientas o aprendices compradas. Simplemente gritar para pedir ayuda no funcionaría.

      Sin embargo, Sofía tenía una opción que podría funcionar.

      —Sé que no queréis meteros —exclamó—, pero si lleváis un mensaje al Príncipe Sebastián y le decís que Sofía está aquí, no tengo ninguna duda de que os recompensará por…

      —¿Ya es suficiente! —gritó Meister Karg, golpeando con el mango de su látigo de cochero en las barras. Pero Sofía sabía lo que le aguardaba si se quedaba callada y, sencillamente, no podía aceptarlo. Se le ocurrió que la gente de la calle podrían no ser los adecuados para pedir ayuda.

      —¿Y usted? —le gritó Sofía—. Podría llevarme hasta Sebastián. Esta en esto solo para hacer dinero, ¿verdad? Bueno, él podría darle un beneficio por mí fácilmente y usted tendría el reconocimiento de un príncipe del reino. Me quería como prometida hace dos días. Pagaría por mi libertad.

      Podía ver los pensamientos de Meister Karg al considerarlo. Esto quiso decir que retrocedió en el instante antes de que el mango del látigo golpeara de nuevo las barras.

      —Lo más probable es que te tomara y no pagara ni una moneda doblada por ti —dijo el esclavista—. Eso si te quiere. No, haré dinero contigo de la forma segura. Hay muchos hombres que querrán tener su turno contigo. Quizás pruebe yo cuando paremos.

      Lo peor era que Sofía veía que lo decía en serio. Indudablemente estaba pensando en ello cuando el carro se puso de nuevo en marcha con un retumbo, en dirección a la periferia de la ciudad. En la parte posterior del carro, Sofía hacía todo lo que podía para cerrar su mente ante aquella expectativa. Se apiñó con las demás y sintió el alivio de que fuera a ella y no a ellas a quien el hombre gordo escogiera esta noche.

      «Catalina» —suplicó por lo que pareció la centésima vez. Por favor, necesito tu ayuda».

      Al igual que todas las otras veces, la llamada no fue respondida. Se fue a la deriva en la oscuridad del mundo, y Sofía no tenía modo de saber tan solo si había llegado al objetivo previsto. Estaba sola y eso era aterrador, pues sola Sofía sospechaba que no podía hacer nada para detener todas las cosas que iban a suceder a continuación.

      CAPÍTULO SIETE

      Catalina entrenó hasta no estar segura de si podía aguantar más muertes. Practicaba con espadas y palos, disparaba arcos y lanzaba puñales. Corría y saltaba, se escondía y mataba desde la sombra. Su mente estaba todo el tiempo en el círculo de árboles y en la espada que había en el centro.

      Todavía sentía el dolor de sus heridas. Siobhan había vendado los arañazos de las espinas y el agujero más profundo con hierbas para que ayudaran a curar, pero no habían hecho nada para evitar que doliera a cada paso.

      —Debes aprender a tratar el dolor —dijo Siobhan—. No dejes que nada te distraiga de tus objetivos.

      —Conozco el dolor —dijo Catalina. Por lo menos, la Casa de los Abandonados le había enseñado esto. Había habido momentos en los que esta parecía la única lección que aquel lugar podía ofrecer.

      —Entonces debes aprender a usarlo —dijo Siobhan—. Nunca tendrás los poderes de los de mi especie, pero si puedes llegar a una mente, puedes distraerla, puedes calmarla.

      Entonces Siobhan convocó formas fantasmales de animales: osos y gatos del bosque con manchas, lobos y halcones. Atacaban a Catalina con una velocidad inhumana, sus garras eran tan mortíferas como espadas, sus sentidos podían encontrarla aunque se escondiera. El único modo de ahuyentarlos era lanzar pensamientos en su dirección, el único modo de esconderse de ellos, de tranquilizarlos hasta que se quedaran dormidos.

      Evidentemente, Siobhan no se lo enseñó con paciencia, simplemente la hizo matar y matar hasta que aprendió las habilidades que necesitaba.

      Pero aprendió. Poco a poco, con el constante dolor del fracaso, aprendió las habilidades que necesitaba del mismo modo que había aprendido a esconderse y luchar. Aprendió a ahuyentar a los halcones con destellos de pensamiento, y a calmar su pensamiento tan plenamente que a los lobos les parecía que ella era algo inanimado. Incluso aprendió a tranquilizar a los osos, sosegándolos hasta dormirlos con el equivalente mental de una canción de cuna.

      Durante todo el proceso Siobhan la observaba, sentada en ramas de por allí cerca o siguiéndola cuando corría. Nunca parecía tener la velocidad de Catalina, pero siempre estaba allí cuando Catalina acababa, saliendo de detrás de los árboles


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