Un Trono para Las Hermanas . Морган Райс
de lo que sucedería pronto.
Al fin y al cabo, hoy cumplía diecisiete años.
Ahora era lo suficientemente mayor para devolver sus años de “cuidado” a manos de las hermanas –para ser contratada y vendida como el ganado. Sofía sabía lo que les pasaba a las huérfanas que alcanzaban la mayoría de edad. Comparado con eso, no había paliza que importara.
De hecho, había estado dándole vueltas en su mente durante semanas. Temiendo este día, su cumpleaños.
Y ahora había llegado.
Para su propia sorpresa, Sofía actuó. Se levantó sin sobresaltos y miró alrededor. La atención de la monja estaba en otra chica, a la que azotaba violentamente, así que solo le costó un momento escabullirse hasta la puerta en silencio. Probablemente las otras chicas ni se habían dado cuenta, o si lo hicieron, estaban demasiado asustadas para decir algo.
Sofía salió a uno de los pasillos blancos lisos del orfanato, moviéndose sin hacer ruido, para alejarse de la sala de trabajo. Por allí había otras monjas, pero siempre y cuando se moviera con decisión, sería suficiente para evitar que la detuvieran.
¿Qué acababa de hacer?
Sofía continuó andando aturdida por la Casa de los Abandonados, sin apenas poder creer que realmente lo estaba haciendo. Había razones por las que no se molestaban en cerrar con llave las puertas delanteras. La ciudad que había al otro lado de las puertas era un lugar duro –y todavía más duro para aquellos que habían empezado la vida como huérfanos. Ashton tenía los ladrones y matones que cualquier ciudad –pero también albergaba a los cazadores que capturaban a los contratados como esclavos que escapaban y personas libres que la escupirían simplemente por lo que era.
Y después estaba su hermana. Catalina solo tenía quince años. Sofía no quería arrastrarla a algo peor. Catalina era fuerte, más fuerte incluso que ella, pero seguía siendo la hermana pequeña de Sofía.
Sofía deambuló hasta los claustros y el patio donde se mezclaban con los chicos del orfanato de al lado, para intentar averiguar dónde estaría su hermana. No podía irse sin ella.
Ya estaba casi allí cuando oyó chillar a una chica.
Sofía se dirigió hacia el ruido, medio sospechando que su hermana se hubiera metido en otra pelea. Pero cuando llegó al patio, no encontró a su hermana en medio de la riña de una multitud, sino a otra chica. Esta era incluso más joven, quizás de unos trece años, y la estaban empujando y abofeteando tres chicos que casi eran lo suficientemente mayores para que los vendieran como aprendices o para el ejército.
—¡Parad ya! —chilló Sofía, sorprendiéndose a sí misma tanto como pareció sorprender a los chicos que había allí. Normalmente la regla era pasar de largo de cualquier cosa que sucediera en el orfanato. Te quedabas quieta y recordabas tu sitio. Sin embargo, ahora ella dio un paso al frente.
—Dejadla en paz.
Los chicos se detuvieron, pero solo para mirarla fijamente.
El más mayor de ellos fijó la mirada en ella con una sonrisa maliciosa.
—Bueno, bueno, chicos —dijo—, parece ser que tenemos a otra que no está donde debería estar.
Tenía rasgos contundentes y el tipo de mirada muerta que solo viene de años en la Casa de los Abandonados.
Dio un paso al frente y, antes de que Sofía pudiera reaccionar, la agarró por el brazo. Ella se dispuso a abofetearlo, pero él era demasiado rápido, y la empujó contra el suelo. Era en momentos como estos que Sofía deseaba tener las habilidades para la lucha de su hermana, la habilidad para reunir una brutalidad inmediata de la que Sofía, a pesar de su astucia, era incapaz.
«De todos modos te van a vender como una puta… también podría aprovechar mi turno».
Sofía se sobresaltó al escuchar sus pensamientos. Daban una sensación casi repulsiva y supo que eran de él. El pánico brotó en ella.
Empezó a pelear, pero él le sujetaba los brazos con facilidad.
Solo había una cosa que podía hacer. Perdió su concentración, apelando a su talento con la esperanza de que esta vez funcionara para ella.
«¡Catalina —envió—, el patio! ¡Ayúdame!»
*
—Con más elegancia, Catalina! —exclamó la monja—. ¡Con mucha más elegancia!
Catalina no tenía mucho tiempo para la elegancia, pero aún así hizo el esfuerzo de verter agua en la copa que sujetaba la hermana. La Hermana Yvaina la contemplaba sentenciosamente desde debajo de su máscara.
—No, todavía no lo tienes. Y sé que no eres torpe, niña. Te he visto haciendo piruetas en el patio.
Pero no la había castigado por ello, lo que daba a entender que la Hermana Yvaina no era de las peores. Catalina lo intentó de nuevo, con la mano temblorosa.
Se suponía que ella y las otras chicas debían aprender a servir las mesas nobles con elegancia, pero lo cierto era que Catalina no estaba hecha para eso. Era demasiado baja y demasiado musculosa para el tipo de feminidad elegante que las monjas tenían en mente. Existía una razón por la que ella llevaba el pelo corto, cortado como a hachazos. En el mundo ideal, donde ella era libre para escoger, anhelaba ser la aprendiz de un forjador o, quizás, de uno de los grupos de actores que trabajaban en la ciudad –o tal vez incluso la oportunidad de unirse al ejército como hacían los chicos. Esta elegante manera de servir era el tipo de lección de la que su hermana, con su sueño de aristocracia, hubiera disfrutado –pero ella no.
Como si el pensamiento la hubiera llamado, de repente Catalina gritó al oír la voz de su hermana en su mente. Sin embargo, dudó; su talento no siempre era tan fiable.
Pero entonces vino de nuevo y entonces también lo acompañaba el sentimiento que había detrás de él.
«¡Catalina, el patio! ¡Ayúdame!»
Catalina podía notar el miedo.
Se alejó bruscamente de la monja, de manera involuntaria y, al hacerlo, derramó la jarra de agua por el suelo de piedra.
—Lo siento —dijo—. Tengo que irme.
La Hermana Yvaina todavía estaba mirando fijamente al agua.
—¡Catalina, limpia eso enseguida!
Pero Catalina ya estaba corriendo. Probablemente después le darían una paliza por ello, pero ya le habían dado una paliza antes. No significaba nada. Ayudar a la única persona en el mundo que le importaba sí.
Corría por el orfanato. Conocía el camino, pues había aprendido cada uno de los giros y vueltas de aquel lugar durante años desde que la abandonaron aquí aquella noche horrible. Tarde de noche, también escapaba de los incesantes ronquidos y del hedor del dormitorio cuando podía, para disfrutar del lugar en la oscuridad cuando era la única que estaba despierta, cuando el único ruido era el tañido de las campanas de la ciudad, y descubría cada recoveco de sus paredes. Tenía la sensación de que un día lo necesitaría.
Y ahora lo necesitaba.
Catalina escuchaba el sonido de su hermana, peleando y pidiendo ayuda. Por instinto, se agachó para entrar en una habitación, agarró un atizador de la chimenea y continuó. Lo que haría con él no lo sabía.
Irrumpió en el patio y el corazón se le cayó al suelo al ver que dos chicos sujetaban a su hermana mientras otro hurgaba torpemente en su vestido.
Catalina sabía exactamente lo que tenía que hacer.
Una furia primaria la abrumó, una rabia que no podía controlar aunque lo quisiera, y Catalina fue a toda prisa hacia delante con un rugido, balanceando el atizador hacia la cabeza del primer chico. Cuando Catalina golpeó, él se giró, así que el golpe no fue tan bueno como ella quería, pero fue suficiente para tumbarlo mientras se cogía con fuerza el lugar donde le había