Facundo. Domingo Faustino Sarmiento

Facundo - Domingo Faustino  Sarmiento


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Las siguientes palabras de Víctor Hugo parecen escritas en la Pampa: «No podría combatir a pie; no hace sino una sola persona con su caballo. Vive a caballo; trata, compra y vende a caballo; bebe, come, duerme y sueña a caballo.»

      Salen, pues, los varones sin saber fijamente adónde. Una vuelta a los ganados, una visita a una cría o a la querencia de un caballo predilecto, invierte una pequeña parte del día; el resto lo absorbe una reunión en una venta o pulpería. Allí concurren cierto número de parroquianos de los alrededores; allí se dan y adquieren las noticias sobre los animales extraviados; trázanse en el suelo las marcas del ganado; sábese dónde caza el tigre, dónde se le han visto los rastros al león; allí se arman las carreras, se reconocen los mejores caballos; allí, en fin, está el cantor, allí se fraterniza por el circular de la copa y las prodigalidades de los que poseen.

      En esta vida tan sin emociones, el juego sacude los espíritus enervados, el licor enciende las imaginaciones adormecidas. Esta asociación accidental de todos los días viene por su repetición a formar una sociedad más estrecha que la de donde partió cada individuo, y en esta asamblea sin objeto público, sin interés social, empiezan a echarse los rudimentos de las reputaciones que más tarde, y andando los años, van a aparecer en la escena política. Ved cómo:

      El gaucho estima, sobre todas las cosas, las fuerzas físicas, la destreza en el manejo del caballo, y, además, el valor. Esta reunión, este club diario es un verdadero circo olímpico, en que se ensayan y comprueban los quilates del mérito de cada uno.

      El gaucho anda armado del cuchillo, que ha heredado de los españoles; esta peculiaridad de la península, este grito característico de Zaragoza: ¡Guerra a cuchillo!, es aquí más real que en España. El cuchillo, a más de un arma, es un instrumento que le sirve para todas sus ocupaciones; no puede vivir sin él; es como la trompa del elefante: su brazo, su mano, su dedo, su todo. El gaucho, a la par del jinete, hace alarde de valiente, y el cuchillo brilla a cada momento, describiendo círculos en el aire, a la menor provocación, sin provocación alguna, sin otro interés que medirse con un desconocido; juega a las puñaladas como jugaría a los dados. Tan profundamente entran estos hábitos pendencieros en la vida íntima del gaucho argentino, que las costumbres han creado sentimientos de honor y una esgrima que garantiza la vida. El hombre de la plebe de los demás países toma el cuchillo para matar, y mata; el gaucho argentino lo desenvaina para pelear, y hiere solamente. Es preciso que esté muy borracho, es preciso que tenga instintos verdaderamente malos o rencores muy profundos, para que atente contra la vida de su adversario. Su objeto es sólo marcarlo, darle una tajada en la cara, dejarle una señal indeleble. Así se ve a estos gauchos llenos de cicatrices que rara vez son profundas. La riña, pues, se traba por brillar, por la gloria del vencimiento, por amor a la reputación. Ancho círculo se forma en torno de los combatientes, y los ojos siguen con pasión y avidez el centelleo de los puñales que no cesan de agitarse un momento. Cuando la sangre corre a torrentes, los espectadores se creen obligados en conciencia a separarlos. Si sucede alguna desgracia, las simpatías están por el que se desgració; el mejor caballo le sirve para salvarse a parajes lejanos, y allí lo acoge el respeto o la compasión. Si la justicia le da alcance, no es raro que haga frente, y si corre a la partida, adquiere un renombre desde entonces que se dilata sobre una ancha circunferencia. Transcurre el tiempo, el juez ha sido mudado, y ya puede presentarse de nuevo en su pago sin que se proceda a ulteriores persecuciones; está absuelto. Matar es una desgracia, a menos que el hecho se repita tantas veces, que inspire horror el contacto del asesino. El estanciero don Juan Manuel Rosas, antes de ser hombre público, había hecho de su residencia una especie de asilo para los homicidas, sin que jamás consintiese en su servicio a los ladrones; preferencias que se explicarían fácilmente por su carácter de gaucho propietario, si su conducta posterior no hubiese revelado afinidades que han llenado de espanto el mundo.

      En cuanto a los juegos de equitación, bastaría indicar uno de los muchos en que se ejercitan, para juzgar del arrojo que para entregarse a ellos se requiere. Un gaucho pasa a todo escape por enfrente de sus compañeros. Uno le arroja un tiro de bolas que en medio de la carrera maniata al caballo. Del torbellino de polvo que levanta éste al caer, vese salir al jinete corriendo, seguido del caballo, a quien el impulso de la carrera interrumpida hace avanzar obedeciendo a las leyes de la física. En este pasatiempo se juega la vida y a veces se pierde.

      ¿Creeráse que estas proezas, la destreza y la audacia en el manejo del caballo, son las bases de las grandes ilustraciones que han llenado con su nombre la República Argentina y cambiado la faz del país? Nada es más cierto, sin embargo. No es mi ánimo persuadir que el asesinato y el crimen hayan sido siempre una escala de ascensos. Millares son los valientes que han parado en bandidos obscuros; pero pasan de centenares los que a estos hechos han debido su posición. En todas las sociedades despotizadas, las grandes dotes naturales van a perderse en el crimen; el crimen, el genio romano que conquistara el mundo, es hoy el terror de los Lagos Pontinos, y los Zumalacárregui, los Mina españoles, se encuentran a centenares en Sierra Leona. Hay una necesidad para el hombre de desenvolver sus fuerzas, su capacidad y ambición, que, cuando faltan los medios legítimos, él se forja un mundo con su moral y sus leyes aparte, y en él se complace en mostrar que había nacido Napoleón o César.

      Con esta sociedad, pues, en que la cultura del espíritu es inútil e imposible, donde los negocios municipales no existen; donde el bien público es una palabra sin sentido, porque no hay público, el hombre dotado eminentemente se esfuerza por producirse, y adopta para ello los medios y los caminos que encuentra. El gaucho será un malhechor o un caudillo, según el rumbo que las cosas tomen en el momento en que ha llegado a hacerse notable.

      Costumbres de este género requieren medios vigorosos de represión, y para reprimir desalmados se necesitan jueces más desalmados aún. Lo que al principio dije del capataz de carretas, se aplica exactamente al juez de campaña. Ante toda otra cosa, necesita valor; el terror de su nombre es más poderoso que los castigos que aplica. El juez es, naturalmente, algún famoso de tiempo atrás, a quien la edad y la familia han llamado a la vida ordenada. Por supuesto que la justicia que administra es de todo punto arbitraria: su conciencia o sus pasiones lo guían, y sus sentencias son inapelables. A veces suele haber jueces de éstos que lo son de por vida y que dejan una memoria respetada. Pero la conciencia de estos medios ejecutivos y lo arbitrario de las penas forman ideas en el pueblo sobre el poder de la autoridad, que más tarde viene a producir sus efectos. El juez se hace obedecer por su reputación de audacia temible, su autoridad, su juicio sin formas, su sentencia, un yo lo mando y sus castigos inventados por él mismo. De este desorden, quizá por mucho tiempo inevitable, resulta que el caudillo que en las revueltas llega a elevarse, posee sin contradicción, y sin que sus secuaces duden de ello, el poder amplio y terrible que sólo se encuentra hoy en los pueblos asiáticos.

      El caudillo argentino es un Mahoma, que pudiera a su antojo cambiar la religión dominante y forjar una nueva. Tiene todos los poderes; su injusticia es una desgracia para su víctima, pero no un abuso de su parte; porque él puede ser injusto; más todavía: él ha de ser injusto necesariamente; siempre lo ha sido.

      Lo que digo del juez es aplicable al comandante de campaña. Este es un personaje de más alta categoría que el primero, y en quien han de reunirse en más alto grado las cualidades de reputación y antecedentes de aquél. Todavía una circunstancia nueva agrava, lejos de disminuir, el mal. El gobierno de las ciudades es el que da el título de comandante de campaña; pero como la ciudad es débil en el campo, sin influencia y sin adictos, el gobierno echa mano de los hombres que más temor le inspiran para encomendarles este empleo, a fin de tenerlos en su obediencia; manera muy conocida de proceder de todos los gobiernos débiles, y que alejan el mal del momento presente para que se produzca más tarde en dimensiones colosales. Así, el gobierno papal hace transacciones con los bandidos, a quienes da empleos en Roma, estimulando con esto el vandalaje y creándole un porvenir seguro; así, el Sultán concedía a Mehemet-Alí la investidura de bajá de Egipto, para tener que reconocerle más tarde Rey hereditario, a trueque de que no le destronase. Es singular que todos los caudillos de la revolución argentina han sido comandantes de campaña: López e Ibarra, Artigas y Güemes, Facundo y Rosas. Es el punto de partida para todas las ambiciones. Rosas, cuando hubo apoderádose de la ciudad, exterminó a todos los comandantes


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