Letras. Rubén Darío
Los impresores y los encuadernadores son los arquitectos de las ideas congregadas. Ellos les levantan sus palacios, o las alojan en casas burguesas; las adornan de formas elegantes, caprichosas, modernas, graves, cómicas; las ilustran, las refinan o las ponen en aislados ghetos; las colocan, las recaman de oro como si fuesen personas imperiales; tapizan sus casas con las pieles de los animales, con costosos pergaminos, telas ricas, sedas y galones. Muchas, fastuosas y vulgares, moran en palacetes opulentos de keapsake; otras, hermosísimas, puras, nobles, llevan pobremente en ediciones modestas su perfecta gracia gentilicia.
Las primeras son semejantes a ricas herederas, feas y estúpidas; las otras a princesas olvidadas, hijas de reyes caídos, virginales, supremas, avasalladoras por la sola virtud de su potencia nativa. Hay unas heroicas, yámbicas, masculinas. Hay las soldados, espadachines, verdugos, perros furiosos. ¡No toquéis a los que manejan ideas!
Allí viven las ideas en sus casas, en sus ciudades e imperios, las bibliotecas; tienen sus Parises, sus Londres, sus aldehuelas, sus villas. En las puertas de sus mansiones se ven nombres anunciadores de sus jerarquías, desde la Biblia hasta Bertoldo, desde Hugo hasta el Sr. X. Pues todo en ellas sucede como en los hombres, y así, son unas porfirogénitas, otras plebeyas. Y como el hombre también, unas mueren y caen en el olvido; otras ascienden a la inmortalidad, por la suma gloria del genio.
PARÍS Y LOS ESCRITORES EXTRANJEROS
L influjo y el encanto de París son los mismos para todos; mas cada cual los recibe conforme con su temperamento y su manera de encarar la vida. París es embriagante como un alcohol; hay personas refractarias a todas las alcohólicas intoxicaciones. Hay quienes hacen de París su vicio. Hablo del París que produce la parisina, del París en que la existencia es un arte y un placer. Tal París embriaga de lejos. El chino, el japonés, el negro, el ruso, el yanqui, el criollo, sufren su atracción de la misma manera. El paraíso, un verdadero paraíso artificial, se reconoce a la llegada. El hechizo está en el ambiente, en las costumbres, en las disposiciones monumentales, y sobre todo, en la mujer. La parisiense sólo existe en París, afirmarían nuestros queridos maestros M. de la Palice y Pero Grullo. Mas el efecto de París se aminora o se agranda según la edad, los elementos de vida, los caracteres y las aspiraciones. No se trata de razas ni de países. Conozco por ejemplo dos vascos, Miguel de Unamuno y Ramiro de Maeztu, en quienes el influjo parisiense es nulo; en cambio hay innumerables vascos que gastan su dinero y dan placer a sus sentidos y a su imaginación en París, de la manera más meridional del mundo. En los escritores, en los artistas, se nota la diferencia de comprensión y de impresiones. La inoculación de parisina en unos es activa, en otros de mediana fuerza, en otros inocua. De los metecos, son los rumanos y levantinos los más accesibles a la parisinación completa. Los españoles resisten fuertemente, en tanto que los originarios de la América latina cuentan entre los que más se asimilan al medio y entre los refractarios. Véanse algunos ejemplos.
El marqués de Rojas vivía en París hace larguísimos años. Antiguo diplomático, ha conocido buen número de testas coronadas y ha permanecido en casi todas las cortes de Europa. Sus estudios preferidos han sido investigaciones históricas, la literatura, y sobre todo, los asuntos financieros, disciplina en que sobresale. Sus gustos, sus hábitos eran los de un gran señor; y la vida de París le sentaba tan bien, que ostentaba, no sin un justo orgullo, una florida y animada senectud. Mas una vez que se le conocía y se le trataba, se veía que el venezolano persistía, a pesar del tiempo, del medio y de las frecuentaciones. Y en sus libros se revela poderoso el espíritu hispanoamericano. Lo propio puede decirse de un cubano eminente, D. Enrique Piñeyro. Crítico de alto valer, pensador ponderado, muy erudito en literaturas extranjeras y en la española, sobre todo, guarda en su espíritu la savia cubana, el aliento del terruño. Antiguo compañero de colegio, amigo de la infancia, amigo hasta los últimos días, de José María de Heredia, el poeta francés, ha publicado, después de varios libros sobre asuntos literarios diversos, una monografía sobre José María de Heredia. ¿El cubano francés? No, el cubano del todo, el autor de la oda al Niágara. En ese trabajo, dice un periódico, «discurre el señor Piñeyro con su acostumbrada sobriedad acerca de la vida breve y agitada del cantor del Niágara, y a través de su prosa clara como las ondas de un río, se destaca con calor y vida la figura del gran poeta; se le ve muy joven estudiando a Homero y leyendo la Biblia en la ciudad oriental; más tarde le vemos investirse de abogado ante la Audiencia de Camagüey y ejercer la carrera al lado de su tío Ignacio en la poética Matanzas.
En esta ciudad se le ve esconderse y huir fugitivo para desembarcar luego tiritando de frío en Boston, peregrinar en varias ciudades americanas enseñando el español, sin saber aún el inglés, hasta que apoyado con la influencia poderosa de Roca Fuerte, surge en Méjico como uno de los consejeros de Guadalupe Victoria, el primer presidente constitucional de aquella república. Allí trabaja tranquilo, crea familia, y como obedeciendo a un sino incontrastable, le vemos pronto envuelto en los tormentosos acontecimientos políticos que señalaron el paso por el Gobierno mejicano del general Santa Ana. Mientras tanto aquí en Cuba se le había condenado a muerte, y cuando, decepcionada el alma y desfallecido el cuerpo, pidió y obtuvo regresar a la patria para abrazar a su madre, no encontró nave que le trajera a tiempo, pues antes la muerte, que le venía acechando, le arrebató la vida a los treinta y seis años escasos de haberla padecido. Y ni aun sus restos han podido recogerse, pues cerrado el cementerio en donde fué enterrado, se mezclaron las osamentas para conducirlas al azar a otra parte.»
Tal es la vida del egregio poeta cubano; tal es la gran figura literaria cuya biografía traza con mano firme y límpida el señor Piñeyro. Si en el renombrado crítico hubiese prendido bien la parisina, la monografía hubiera sido escrita sobre el famoso sonetista, miembro de la Academia francesa. La hubiera escrito en francés o la habría hecho traducir, para que fuera gustada, ante todo, por el público parisiense; habría hablado muy poco de la época de los primeros estudios en la Habana, y habría sido minucioso en recuerdos respecto a la intimidad de Heredia con Hugo, con Gautier y con todos los parnasianos; habría hablado de su salón literario, de su biblioteca, de sus obras de arte, y el escritor no habría revelado su origen de ninguna manera. Para el parisiense no existe otro lugar habitable más que París, y nada tiene razón de ser fuera de París. Se explica así la antigua y tradicional ignorancia de todo lo extranjero y el asombro curioso ante cualquier manifestación de superioridad extranjera. Ante un artista, ante un sabio, ante un talento extranjero, parecen preguntar: ¿Cómo, este hombre es extranjero y sin embargo tiene talento? Y el meteco que se parisianiza llega al mismo grado de exclusivismo que el legítimo parisiense de París.
El poeta cubano Augusto de Armas llegó a la gran ciudad ya poseído de la locura de París.
Escribió versos franceses admirables, se llenó del espíritu luteciano, fué en el barrio latino como cualquier joven poeta francés de ensueños y melena—y se lo comió París. No existía entonces el arribismo. El pobre criollo vivía en su ilusión de gloria, dedicó poesías a todos los mamamuchis de entonces, y fuera de Banville, que le escribió una carta amable, nadie le hizo caso.
Muchos de los que hemos venido a habitar en París hemos traído esa misma ilusión. Mas hemos tomado rumbos diferentes. Yo he sido más apasionado y he escrito cosas más «parisienses» antes de venir a París que durante el tiempo que he permanecido en París. Y jamás pude encontrarme sino extranjero entre estas gentes; y ¿en dónde están los cuentecitos de antaño...? Gómez Carrillo es un caso único. Nunca ha habido un escritor extranjero compenetrado del alma de París como Gómez Carrillo. No digo esto para elogiarle. Ni para censurarle. Señalo el caso. El es quien dijo, yo no recuerdo dónde, que el secreto de París no le comprendían sino los parisienses. Los parisienses ¡y él! Si no