La buena hija. Karin Slaughter

La buena hija - Karin Slaughter


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manos. Le temblaban los huesos de las puntas de los dedos. Aquella sensación fue extendiéndose lentamente, hasta que sintió que se hallaba fuera de su cuerpo, a varios centímetros de distancia, y que cada inspiración era el eco de otra que había efectuado previamente.

      La señora Pinkman le acercó la mano a la mejilla y le limpió las lágrimas con el pulgar. El dolor se había grabado en las profundas arrugas de su rostro. De haberse tratado de otra persona, Charlie se habría apartado. En cambio, se inclinó hacia el cuerpo cálido de la señora Pinkman.

      Habían pasado antes por aquella situación.

      Veintiocho años antes, la señora Pinkman era la señorita Heller y vivía con sus padres a algo más de tres kilómetros de la granja. Fue ella quien salió a abrir cuando oyó que llamaban tímidamente a la puerta y quien vio a Charlie, con trece años, de pie en el porche, cubierta de sudor, manchada de sangre y preguntando si podía darle un poco de helado.

      En eso era en lo que hacía hincapié la gente cuando contaba su historia: no en que Gamma hubiera sido asesinada y Sam enterrada viva, sino en que ella, Charlie, se comió dos cuencos de helado antes de contarle a la señorita Heller que había ocurrido algo terrible.

      —Charlotte… —Huck la agarró del hombro.

      Ella vio moverse su boca cuando repitió aquel nombre que ya no era el suyo. Tenía el lazo de la corbata deshecho. Charlie vio salpicaduras rojas en el vendaje blanco que rodeaba su brazo.

      —Charlotte… —Volvió a zarandearla suavemente—. Tienes que llamar a tu padre. Ahora mismo.

      Ella levantó la vista y miró a su alrededor. El tiempo había seguido pasando sin ella. La señora Pinkman había desaparecido. Los paramédicos se habían marchado. Lo único que seguía igual eran los cadáveres. Permanecían allí, a escasos pasos de distancia. El señor Pinkman, con la corbata echada sobre el hombro. La niña, con su chaqueta rosa manchada de sangre.

      —Llámale —dijo Huck.

      Charlie buscó a tientas el teléfono en su bolsillo trasero. Huck tenía razón. Rusty estaría preocupado. Tenía que avisarle de que estaba bien.

      —Dile que traiga a la prensa —añadió Huck—, al jefe de policía, a todo el que pueda traer. —Desvió la mirada—. No puedo contenerlos yo solo.

      Charlie sintió una opresión en el pecho. Su cuerpo le decía que estaba atrapada en una situación peligrosa. Siguió la mirada de Huck por el pasillo.

      No era ella lo que le preocupaba.

      Era Kelly Wilson.

      La adolescente estaba tumbada boca abajo en el suelo, con los brazos esposados a la espalda. Era menuda, del tamaño aproximado de Charlie, pero la sujetaban como si fuera un delincuente peligroso. Un policía le clavaba la rodilla en la espalda; otro se había sentado a horcajadas sobre sus piernas y otro le pisaba un lado de la cara contra el suelo.

      Aquellas medidas por sí solas podían considerarse admisibles dentro del amplio margen que dejaba la normativa en materia de reducción de un sospechoso, pero no era por eso por lo que Huck le había pedido que llamara a Rusty. Había otros cinco policías de pie, en torno a la chica. Charlie no los había oído antes; ahora, en cambio, los oía con claridad. Gritaban, maldecían, hacían aspavientos. Charlie conocía a algunos de ellos de sus tiempos del instituto o de los juzgados, o de ambas cosas. Sus semblantes reflejaban una misma ira. Estaban furiosos por las muertes, aterrorizados por su propio sentimiento de impotencia. Aquel era su pueblo. Su escuela. Tenían hijos que estudiaban allí, maestros, amigos.

      Uno de ellos dio un puñetazo tan fuerte a una taquilla que rompió la bisagra de la puerta. Otros abrían y cerraban los puños. Varios se paseaban por el corto trecho de pasillo como animales enjaulados. Tal vez fueran animales. Una palabra equivocada podía desencadenar una patada, un puñetazo; después sacarían las porras, las armas, y se arrojarían sobre Kelly Wilson como chacales.

      —Mi hija tiene la edad de esa niña —siseó uno entre dientes—. Iban a la misma clase.

      Otro agente golpeó otra taquilla.

      —Pink fue mi entrenador —dijo uno.

      —Pues ya no volverá a entrenar a nadie.

      Una patada desencajó la puerta de otra taquilla.

      —Ustedes… —A Charlie se le quebró la voz antes de acabar. Aquello era peligroso. Demasiado peligroso—. Ya basta —dijo, y luego añadió en tono suplicante—: Por favor, ya basta.

      O no la oyeron, o no quisieron escucharla.

      —Charlotte —dijo Huck—, no te metas en esto. Limítate a…

      —Hija de perra. —El policía que tenía la rodilla clavada en la espalda de Kelly la agarró del pelo y le levantó la cabeza—. ¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué los has matado?

      —Basta —dijo Charlie. Huck hizo amago de sujetarla, pero ella se levantó de todos modos—. Basta —repitió.

      Nadie la escuchaba. Apenas le salía la voz porque todos los músculos de su cuerpo le gritaban que no se metiera en aquel torbellino de testosterona. Era como intentar impedir una pelea de perros, solo que aquellos perros llevaban pistola.

      —Oigan —dijo, pero el miedo ahogó su voz—. Llévenla a jefatura. Enciérrenla en una celda.

      Jonah Vickery, un bruto al que conocía del instituto, sacó su porra metálica.

      —Jonah. —Charlie tenía las rodillas tan flojas que tuvo que apoyarse en la pared para no caer al suelo—. Tenéis que leerle sus derechos y…

      —Charlotte… —Huck le indicó que volviera a sentarse en el suelo—. No te metas. Llama a tu padre. Él puede detenerlo.

      Tenía razón. Los policías temían a su padre. Conocían sus demandas, su fama. Charlie trató de pulsar la tecla de desbloqueo del teléfono. Pero tenía los dedos agarrotados. El sudor había convertido la sangre seca en una pasta densa.

      —Date prisa —la urgió Huck—. O acabarán matándola.

      Charlie vio que un agente asestaba una patada en el costado a la chica, con tanta violencia que sus caderas se despegaron del suelo.

      Se desplegó otra porra.

      Por fin, Charlie consiguió pulsar la tecla. Una foto del perro de Huck apareció en pantalla. No le pidió el código a Huck. Era demasiado tarde para llamar a Rusty. No llegaría a tiempo. Tocó el icono de la cámara, sabedora de que no era necesario desbloquear el teléfono para ponerla en funcionamiento. Con dos toques más, empezó a grabar. Enfocó la cara de la chica.

      —Kelly Wilson, mírame. ¿Puedes respirar?

      La chica pestañeó. Su cabeza parecía del tamaño de la de una muñeca comparada con la bota policial que oprimía un lado de su cara.

      —Kelly, mira a la cámara —dijo Charlie.

      —¡Por Dios santo! —exclamó Huck—. Te he dicho que…

      —Parad, chicos. —Charlie se acercó despacio, arrastrando el hombro por las taquillas—. Llevadla a comisaría. Fotografiadla. Tomadle las huellas. No os conviene que esto…

      —Nos está grabando —dijo uno de los policías. Greg Brennet. Otro capullo—. Deja esa cámara, Quinn.

      —Es una chica de dieciséis años. —Charlie siguió grabando—. Iré con ella en el asiento trasero del coche. Podéis detenerla y…

      —Que alguien la pare de una vez —ordenó Jonah, el que pisaba la cara de la chica—. Es peor que el cabrón de su padre.

      —Dadle una tarrina de helado —sugirió Al Larrisy.

      —Johan —dijo Charlie—, aparta el pie de su cabeza. —Fue enfocando a los agentes, uno por uno—. Hay un modo adecuado de hacer esto. Todos conocéis el procedimiento. No permitáis


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