Conquistadores de lo imposible. José Ángel Mañas

Conquistadores de lo imposible - José Ángel Mañas


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se dirigieron al ushnu, la plataforma sagrada elevada en mitad de la Huacaypata.

      Al frente marchaba, precedido por las antorchas, el veterano Inca. Era la única ceremonia en la que ejercía de sumo sacerdote.

      Huayna Cápac frisaba la sesentena. Grandes pendientes dorados estiraban sus orejas, y la mascapaicha, la borla imperial, símbolo de su poder, le cruzaba la frente.

      Todos se habían preparado para las celebraciones con un ayuno riguroso de tres días en los que nadie tomaba sino maíz crudo y agua. Durante ese tiempo no se encendía fuego en todo Cuzco y los hombres se abstenían de yacer con sus mujeres.

      Ya la noche anterior los sacerdotes habían sacrificado carneros con que alimentar a los asistentes y las vírgenes del Sol habían amasado multitud de panecillos redondos de maíz, los zancu, del tamaño de una manzana, para la familia del Inca; las demás mujeres los preparaban para los millares de personas que esperaban a que saliese el sol repartidos por las dos plazas.

      Una brisa andina hacía encogerse a todo el mundo en sus mantas.

      El gentío miraba en silencio hacia el oriente por donde paulatinamente aclaraba el cielo por encima del Caricancha, el templo del Sol.

      El horizonte se iba volviendo rosa…

      Al asomar los primeros rayos, millares de súbditos congregados en la Huacaypata y la Cusipata se acuclillaron con los brazos abiertos, las manos alzadas delante del rostro, y dieron besos al aire en señal de reverencia, al tiempo que entonaban cánticos en tono creciente.

      En lo alto del ushnu, a espaldas de Huayna Cápac aguardaban los de su sangre, por orden de edad y dignidad.

      El viejo Inca se puso en pie. Mientras sus súbditos permanecían en cuclillas, tomó dos grandes vasos de oro llenos del brebaje ceremonial. Como primogénito del Sol, alzó el vaso de su mano derecha en dirección a la luz y pronunció las palabras en quechua que pronto repetirían al unísono las dos plazas:

      —¡Oh, gran Sol, te adoramos!

      Huayna Cápac derramó el líquido en una tinaja de oro de la que salía un caño hasta el templo del Sol, el Coricancha: era la manera de convidar a Inti. Tomó un trago del otro vaso y se lo pasó a los familiares de sangre real más cercanos, que, empezando por su esposa, fueron cada cual dando un pequeño sorbo mientras en la Huacaypata los cuzqueños y en la Cusipata los curacas hacían lo propio.

      A continuación, siguiendo a Huayna Cápac, tomaron todos el camino que salía hacia el norte, en dirección al Coricancha. Al llegar a doscientos pasos se descalzaron todos salvo el Inca, que lo hizo a la puerta del templo. Llevaban como ofrendas sus vasos dorados.

      El Inca penetró en el edificio y adoró al dios Sol. Detrás entraron los orejones, que le imitaron en su adoración. Los curacas quedaron fuera del Coricancha, ya que al no ser de sangre real tenían prohibido entrar.

      Mientras el Inca permanecía en el interior, los sacerdotes salieron a recibir las ofrendas de los curacas que esperaban a las puertas en orden riguroso de antigüedad, establecida esta en función de cuando habían sido reducidos por el imperio. Las ofrendas eran sus vasos y estatuillas de animales que traían de sus tierras, labrados en oro y plata.

      Para entonces estaban en el patio del Coricancha los primeros animales para el sacrificio.

      El Inca los dispuso mirando hacia el oriente, y tres o cuatro hombres asieron a un cordero y lo sujetaron para que el sacerdote le abriese el costado izquierdo y le sacase el corazón y los pulmones.

      Al hacerlo, corrió un rumor por entre los presentes: el cordero, asustado, había logrado soltarse.

      Era un mal augurio y, pese a que pudo ser reducido, cuando le arrancaron sus órganos con las manos, como mandaba la tradición, no salieron enteros.

      El sacerdote ató el cañón del despojo y apretó los pulmones con las manos para ver si se hinchaban con el aire que todavía había en ellos: cuanto más se hinchaban mejor era el augurio…

      El anciano no parecía contento. La inquietud se expandió por el patio y, cuando llegó la voz, también por la plaza.

      El anciano, encarándose al Inca, se sintió obligado a proclamar:

      —¡Inti, nuestro padre está enojado por alguna falta o descuido que hemos cometido!

      Se sucedían murmullos entre los orejones.

      Ese año corrían noticias sobre la aparición, por el norte, de gentes extrañas venidas de allende los mares, y algunos vaticinaban que le arrebatarían su imperio al Inca. El propio Huayna Cápac se mostraba preocupado.

      Tras el sacrificio, el sacerdote cogió un brazalete grande parecido a los que llevaba el Inca en la muñeca. Ese brazalete tenía por medallón un vaso cóncavo, como media naranja, muy bruñido, que alzó contra el sol para que los rayos que se reflejaban en el vaso cayeran sobre unas mechas de algodón dispuestas a sus pies, prendiéndolas.

      Cuando las llamas se avivaron —luego el fuego sería trasladado a la casa de las vírgenes del Sol, donde se guardaría todo el año hasta el siguiente Inti Raymi—, el sacerdote echó en ellas el corazón del cordero.

      Satisfecho con el resultado, se volvió hacia Huayna Cápac:

      —Los dioses te dicen que no hagas nuevas conquistas, y que vivas en calma y quietud a la espera de lo que pueda venir por la mar…

      El sol ya iluminaba todo Cuzco y calentaba las calles, cuando un estremecimiento recorrió la multitud de la plaza. Todos alzaron la vista.

      En lo alto apareció un águila real. La perseguían cinco o seis cernícalos y otros tantos halconcillos. Las aves más pequeñas se alternaban a la hora de atacar con sus picos.

      Se veía que el águila no aguantaría mucho.

      Al cabo, el ave herida se dejó caer en medio del patio, justo entre los hijos de Huayna Cápac. Huáscar, el primogénito, se agachó para examinarla.

      Estaba llena de sarna, casi pelada de plumas. Viéndolo, Huáscar llamó a uno de sus sirvientes para que trajera agua y se la hiciera beber.

      —No servirá de nada… —dijo un orejón—. Morirá en cuestión de horas.

      * * *

      Casi simultáneamente, millares de leguas al norte, en otra gran ciudad del continente, la majestuosa Tenochtitlán, en mitad del lago Texcoco, hacía varias semanas que una espiga de fuego se levantaba en el horizonte, como si sangrara el cielo; ardía desde la medianoche hasta el amanecer, y solo desaparecía al levantarse el sol.

      Desde el principio, entre los moradores de Tenochtitlán se multiplicaban los comentarios. Se decía que había ardido el templo de Huitzilopochtli con sus columnas, y eso pese a que llegó mucha gente a apagar el fuego con cántaros de agua.

      Por eso llamaba el huey tlatoani Moctezuma a sus sacerdotes, sus papas.

      Todos discutían sobre los presagios, que se repetían desde que unos hombres barbudos ocupaban las islas hacia el este.

      —El mes pasado fue herido por un rayo un templo de Xiuhtecuhtli en el barrio de Tlacateco. No se oyó el trueno —dijo el papa más anciano—. Y la semana pasada, un fuego surgido del poniente se dividió en tres y fue derecho a donde sale el sol, como si fuera una brasa. Iba cayendo como una lluvia de chispas, con una cola larga…

      »Y ayer por la tarde, en el lago hirvió el agua y el viento la alborotó. Se levantó hasta que llegó a las casas y las anegó.

      Eso Moctezuma lo sabía: quienes trabajaban en las granjas acuáticas, las chinampas, habían encontrado un pájaro ceniciento, una suerte de grulla. Se lo trajeron a la misma Casa de lo Negro donde ahora se hallaba. El animal tenía en su mollera una especie de rodaja de huso que, a modo de espejo, reflejaba el cielo y las estrellas. Cuando Moctezuma lo miró, lo que vio allí fueron unos extraños hombres en la lontananza que venían deprisa, dando empellones, guerreando


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