Conquistadores de lo imposible. José Ángel Mañas

Conquistadores de lo imposible - José Ángel Mañas


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dejado en Tenochtitlán ochenta españoles para controlar una ciudad de muchos miles. ¿Creéis que lo logrará? —preguntó con malicia. Clavó en el fraile sus ojos, a esas horas ligeramente enrojecidos por el alcohol. Llovía. El día, fuera, estaba triste. Poco había que hacer aparte de beber y lidiar con indios que obedecían de mala gana.

      —Capitán Narváez, yo creo que ochenta no podrán controlar a tantos indios, a menos que Moctezuma lo quiera…, y seguramente, si no ha hecho nada hasta ahora, es porque espera que le hagáis vos el trabajo sucio. Y tampoco cuatrocientos hombres, por mucho que traigan picas largas, podrán contra los más de mil que son los vuestros, y menos si favorecéis con un mínimo de dilación las deserciones. Vuestra merced sabe que las matemáticas son exactas y no mienten.

      —Es lo único aquí que no miente.

      —El problema de la política, capitán Narváez, es que a menudo no entiende de números. Los designios de Dios, bien lo sabemos los españoles, son inescrutables.

      —Es cierto. La fortuna es antojadiza y hasta hoy ha favorecido a Cortesillo, pero veremos en adelante. ¿Bebéis?

      —Es pronto aún. A los frailes no nos conviene abusar del tinto, no se preocupe por mí vuestra merced.

      —¿Qué es ese alboroto?

      En el patio se oían voces. Narváez se levantó: sus hombres venían escoltando a un español que llegaba a pie sujetando las riendas de su caballo.

      —Señor, acaba de llegar el capitán Juan Velázquez de León.

      La noticia euforizó a Narváez.

      —Decidle que pase. ¡Que pase de inmediato!

      4

      Hacía muchos días que Narváez decía que de los hombres de confianza de Cortés el más cercano al gobernador, por vínculos de familia, era Juan Velázquez de León, primo de Diego Velázquez, y enviaba con cada embajador recado para que le recordasen que cuando quisiera lo acogería con los brazos abiertos.

      —¡Va a resultar que tenéis razón, padre! Y es solo el principio —exclamó, con una carcajada satisfecha.

      Olmedo, algo sorprendido, se removió en su silla. El buen fraile no veía claro lo que podía significar la inesperada visita de Juan Velázquez de León. Temía un cambio de planes.

      Pero Narváez ya abría la puerta para que el recién llegado, posiblemente el hombre más apreciado por Cortés después de Alvarado y Sandoval, entrase escoltado por sus soldados.

      Las corazas de ambos se entrechocaron, al estrecharlo en un efusivo abrazo.

      Narváez siempre había dicho que, si Juan Velázquez se pasaba a su bando, Cortesillo era hombre muerto.

      —¡Velázquez, cuánto tiempo, vive Dios!

      —Me alegro de encontraros en buena salud, señor. Y a vuestra reverencia también, padre —repuso Juan Velázquez, tan sorprendido por la cordialidad de la acogida como los demás.

      Quienes venían de fuera llegaban con los cabellos y las barbas mojadas. A partir de finales de mayo llovía mucho por aquella zona de clima generalmente seco y caluroso.

      Viéndole, Narváez, que como buen castellano era dado a los caldos, dijo:

      —Sentaos. Decidle a esos indios, padre, que traigan algo de comer, y sobre todo otro jarro de tinto, que este hombre lo merece.

      —Os lo agradezco.

      Juan Velázquez se había presentado en el palacio del Cacique Gordo, el aliado más fiable de Cortés. Tras encontrarlo deprimido y rodeado de los soldados de Narváez, se había dirigido directamente a la posada donde le dijeron estaba este, no lejos del cu principal.

      Su mozo de espuelas se quedó en el patio con los guardias.

      Hombre de buena presencia y frondosa barba, Velázquez llevaba una cadena grande de oro echada al hombro que le daba dos vueltas debajo del brazo y que lucía bien a la vista.

      —¿Cómo habéis tardado tanto en presentaros? ¡Sentaos, pardiez!

      Narváez mandó traer sillas. Ordenó a sus criados colocar el caballo y el fardaje del recién llegado en su propia caballeriza.

      Pero Velázquez hizo gesto de que no era necesario.

      —¿Cómo no?

      —Solo vengo a presentaros mis respetos, don Pánfilo, antes de volver al campamento con el capitán Cortés. Os traigo recado de que nuestros hombres están a pocas leguas de aquí, y que el capitán está dispuesto a parlamentar cuando lo estiméis conveniente.

      »Fijad vos el lugar del encuentro, tanto para hablar como, si lo preferís, para combatir. Allí donde le emplacéis, estará. Cualquiera de los llanos que rodean Zempoala es bueno para nosotros.

      5

      La expresión de Narváez cambió por completo. El prudente padre Olmedo, en su esquina, evitaba cruzar la mirada con el recién llegado, pese a que a todas luces Juan Velázquez quería transmitirle algo. Pero Narváez se encaró con Velázquez. La amplia sonrisa que le había dirigido a su llegada había desaparecido.

      —¿Cómo es eso?

      —Estoy aquí para preguntaros si estáis dispuesto a llegar a un acuerdo con el capitán Cortés y hacer la paz.

      Narváez se puso en pie bruscamente.

      —¡¿Hacer la paz con un traidor que se alzó contra vuestro primo don Diego Velázquez?! ¿Estáis bromeando?

      —No bromeo. Son las órdenes que traigo y me debo a ellas. El capitán Cortés no es traidor a nadie, y suplico a vuestra merced que no pronuncie esa palabra delante de mí.

      Narváez entendió que la violencia no le llevaría a buen puerto. Conteniéndose, cambió de táctica.

      —Mirad, mi buen Juanillo, que es vuestra oportunidad. Quedaos conmigo, a las órdenes de vuestro primo Diego Velázquez, con la gente de vuestra familia, con el apoyo de los Colón y el obispo Fonseca, y no os arrepentiréis. Seréis mi capitán más apreciado y os daré lo que pidáis. Pensad que la lealtad debe ponerse donde está la ley. Y la ley está con nosotros. Ved que estáis en un error y todavía podéis rectificar…

      —Es posible, capitán Narváez. Pero yo os digo que vale más ser leal errando que desleal estando en lo cierto. Mi mayor traición sería abandonar ahora al capitán Cortés, después de todo lo que ha hecho en la Nueva España en el servicio de su majestad. Y si tenéis cosas que decirle en persona, Cortés no tiene inconveniente en esperaros pasado mañana en los campos que hay al pie de Zempoala…

      Poco a poco iban llegando a la posada más capitanes. Habían tardado lo que tardó en saberse en el campamento de la llegada de Juan Velázquez. Como muchos lo conocían de sus tiempos en Cuba, lo fueron abrazando uno tras otro. Narváez permanecía serio. Todos traían las alpargatas empapadas y dejaban por la sala restos de barro. La lluvia golpeaba contra el tejado y el suelo del patio. Los más traían una manta por encima de sus corazas. Tenían las greñas y los rostros húmedos.

      —Señores, dejad ya vuestros abrazos, que Juan Velázquez no piensa unirse a nosotros, sino que se vuelve con Cortesillo después de haberme hecho una propuesta ofensiva.

      Aquello cayó como un jarro de agua fría. Mudaron los rostros. Se hizo el silencio. Olmedo aprovechó para servirse y beber un trago de vino. Juan Velázquez era el centro de atención. Todos lo miraban esperando que confirmara o desmintiera lo que decía Narváez. Su actitud seria y precavida era elocuente.

      —Si eso es así, ¿por qué no lo prende vuestra merced?

      Algunos asintieron y Narváez dudó. Pero el padre Olmedo reaccionó rápido.

      —Mirad, capitán Narváez, que aunque eso que decís parezca sensato no lo es tanto. Eso desmerecería


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