Jane Eyre. Шарлотта Бронте
bastan para cubrir los gastos y vivimos gracias a los que se suscriben con dádivas fijas.
—¿Y quiénes se suscriben?
—Señoras y caballeros generosos de los contornos y de Londres.
—¿Quién era Naomi Brocklehurst?
—La señora que reconstruyó la parte nueva de la casa. Es su hijo quién manda ahora en todo esto. —¿Por qué?
—Porque es el tesorero y director del establecimiento.
—¿De modo que la casa no pertenece a esa señora alta que lleva un reloj y que mandó que nos diesen pan y queso?
—¿Miss Temple? ¡No! Sería mejor, pero no... Ella tiene que responder ante Mr. Brocklehurst de todo lo que hace. Es él quien compra la comida y la ropa para nosotras.
—¿Vive aquí?
—No. A dos millas de distancia, en un palacio muy grande.
—¿Es bueno ese señor?
—Dicen que hace muchas caridades. Es sacerdote. —¿Y la señora alta es Miss Temple?
—Sí.
—¿Y las otras profesoras?
—La de las mejillas encarnadas es Miss Smith, y está encargada de las labores. Ella corta nuestros vestidos. Nosotras nos hacemos todo lo que llevamos. La bajita del pelo negro es Miss Scartched: enseña historia y gramática y está encargada de la segunda clase. La del chal y el bolsillo atado a la cintura con una cinta amarilla se llama Madame Pierrot. Es francesa y enseña francés. —¿Son buenas las maestras? —Sí, bastante buenas.
—¿Te gusta la del pelo negro y la señora... esa francesa? ¡No puedo pronunciar su nombre!
—Miss Scartched es un poco violenta. Debes procurar no molestarla. Madame Pierrot no es mala persona. —Pero Miss Temple es mejor que todas, ¿no? —Miss Temple es muy buena y muy inteligente. Por eso manda en las demás.
—¿Llevas mucho tiempo aquí? —Dos años.
—¿Eres huérfana? —No tengo madre. —¿Eres feliz aquí?
—¡Cuántas preguntas! Yo creo que ya te he dado bastantes contestaciones por ahora. Déjame leer.
Pero en aquel momento tocaron a comer y todas entramos en la casa. El aroma que ahora llegaba del refectorio no era mucho más apetitoso que el del desayuno. La comida estaba servida en dos grandes recipientes de hojalata y de ellos se exhalaba un fuerte olor a manteca rancia. Aquel rancho se componía de patatas insípidas y de trozos de carne pasada, cocido todo a la vez. A cada alumna se le sirvió una ración relativamente abundante. Yo comí lo que me fue posible, y me consternó pensar en que la comida de todos los días pudiera ser siempre igual.
Inmediatamente después de comer volvimos al salón de estudios y las lecciones se reanudaron y prosiguieron hasta las cinco de la tarde.
El único incidente digno de mención consistió en que la muchacha con quien yo charlaba en la galería fue castigada por Miss Scartched, mientras daba clase de historia, a salir al centro del salón y permanecer allí en pie.
El castigo me pareció muy afrentoso, particularmente para una muchacha de trece años o más, como representaba tener. Creí que daría muestras de nerviosidad o vergüenza, pero con gran asombro mío, ni siquiera se ruborizó. Permaneció impertérrita y seria en medio del salón, sirviendo de blanco a todas las miradas.
"¿Cómo podrá estar tan serena? —pensaba yo—. Si me hallase en su lugar, creo que desearía que la tierra se abriese y me tragase. Sin embargo, ella mira como si no pensara en que está castigada, como si no pensase siquiera en lo demás que la rodea. He oído decir que hay quien sueña despierto. ¿Será que está soñando despierta? Tiene la mirada fija en el suelo, pero estoy segura de que no lo ve. Parece que mirara dentro de sí. A lo mejor está recordando cosas de antes y no se da cuenta de lo que le pasa ahora... ¡Qué niña tan rara! No se puede saber si es mala o buena."
Poco después de las cinco hicimos otra comida, consistente en una taza de café y media rebanada de pan moreno. Comí el pan y bebí el café con deleite, pero hubiera tomado mucho más de ambas cosas. Seguía hambrienta.
Luego tuvimos otra media hora de recreo. Después volvimos al estudio, más tarde nos dieron el vaso de agua y el pedazo de torta de avena, y al fin nos acostamos. Así transcurrió el primer día de mi estancia en Lowood.
VI
El día siguiente comenzó como el anterior, pero con la novedad de que tuvimos que prescindir de lavarnos. El tiempo había cambiado durante la noche y un frío viento del Nordeste que se filtraba por las rendijas de las ventanas de nuestro dormitorio había helado el agua en los recipientes.
Durante la hora y media consagrada a oraciones y a lecturas de la Biblia me creí a punto de morir de frío. El desayuno llegó al fin. Hoy no estaba quemado, pero en cambio era muy poco. Yo hubiera comido doble cantidad.
Durante aquel día fui incorporada formalmente a la cuarta clase y me fueron asignadas tareas y ocupaciones como a las demás. Dejaba, pues, de ser espectadora para convertirme en actriz en la escena de Lowood. Como no estaba acostumbrada a aprender de memoria las lecciones, al principio me parecieron difíciles y largas y pasar frecuentemente de unos temas a otros me aturdía, así que me sentí aliviada cuando, a las tres, Miss Smith me entregó una franja de muselina de dos varas de largo, aguja, dedal, etc., y me envió a un rincón de la sala con instrucciones sobre lo que debía ejecutar. Casi todas las demás muchachas cosían también, pero había algunas agrupadas alrededor de Miss Scartched y se podían, pues, oír sus explicaciones sobre la lección, así como sus reprensiones, de las que se deducía qué muchachas eran objeto de su animadversión. Comprobé que lo era más que ninguna la niña con quien yo trabara conversación en la galería. La clase era de historia de Inglaterra. Mi conocida, que al principio estaba en primera fila, al final de la lección se hallaba detrás de todas, pero aun allí la profesora la perseguía con sus amonestaciones:
—Burns (aquel debía ser su apellido, porque allí a las niñas les llamaban por su apellido, como a los muchachos), no pongas los pies torcidos. Burns, no hagas este gesto. Burns, levanta la cabeza. Burns, no quiero verte en esa postura.
Etcétera, etcétera.
Después de haber leído dos veces la lección, se cerraron los libros y todas las muchachas fueron interrogadas. La lección comprendía parte del reinado de Carlos I y versaba esencialmente sobre portazgos, aduanas e impuestos marítimos, asuntos sobre los cuales la mayoría de las alumnas no supieron contestar. En cambio, Burns resolvía todas las dificultades. Había retenido en la memoria lo fundamental de la lectura y contestaba con facilidad a todo. Yo esperaba alguna frase encomiástica por parte de la profesora, pero en vez de ello, lo que oí fue esta inesperada increpación:
—¡Oh, qué sucia eres! ¡No te has limpiado las uñas esta mañana!
Burns no contestó. Yo estaba asombrada de su silencio.
"¿Cómo no responderá —pensaba yo— que esta mañana no ha sido posible lavarse por estar el agua helada?" Miss Smith me llamó en aquel momento y me hizo varias preguntas sobre si había ido al colegio antes, si sabía bordar, hacer punto, etc. Por esta razón no pude seguir los movimientos de Miss Scartched; mas cuando volví a mi asiento, vi que ésta acababa de dar una orden que no entendí, pero a consecuencia de la cual Burns salió de la clase y volvió momentos después trayendo un haz de varillas de mimbre atadas por un extremo. Los entregó a la profesora con respetuosa cortesía, inclinó la cabeza y Miss Scartched, sin pronunciar una palabra, le descargó debajo de la nuca una docena de golpes con aquel haz.
Ni una lágrima se desprendió de los ojos de Burns, ni un rasgo de sus facciones se alteró. Yo había suspendido la costura y contemplaba la escena con un profundo sentimiento de impotente angustia.
—¡Qué