Jane Eyre. Шарлотта Бронте
sugestionaba mucho el imaginar las heladas riberas de Laponia, Siberia, Spitzberg, Nueva Zembla, Islandia, Groenlandia y "la inmensa desolación de la Zona Ártica, esa extensa y remota región desierta que es como el almacén de la nieve y el hielo, con sus interminables campos blancos, con sus montañas heladas en torno al polo, donde la temperatura alcanza su más extremado rigor".
Yo me formaba una idea muy personal de aquellos países, una idea fantástica, como todas las nociones aprendidas a medias que flotan en el cerebro de los niños, pero intensamente impresionante. Las frases de la introducción se relacionaban con las estampas del libro y prestaban máximo relieve a los dibujos: una isla azotada por las olas y por la espuma del mar, una embarcación estallándose contra los arrecifes de una costa peñascosa, una luna fría y fantasmal iluminando, entre nubes sombrías, un naufragio...
No acierto a definir el sentimiento que me inspiraba una lámina que representaba un cementerio solitario, con sus lápidas y sus inscripciones, su puerta, sus dos árboles, su cielo bajo y, en él, media luna que, elevándose a lo lejos, alumbraba la noche naciente.
En otra estampa dos buques que aparecían sobre un mar en calma se me figuraban fantasmas marinos. Pasaba algunos dibujos por alto: por ejemplo, aquel en que una figura cornuda y siniestra, sentada sobre una roca, contemplaba una multitud rodeando una horca que se perfilaba en lontananza.
Cada lámina de por sí me relataba una historia: una historia generalmente oscura para mi inteligencia y mis sentimientos no del todo desarrollados aún, pero siempre interesante, tan interesante como los cuentos que Bessie nos contaba algunas tardes de invierno, cuando estaba de buen humor. En esas ocasiones llevaba a nuestro cuarto la mesa de planchar y, mientras repasaba los lazos de encaje y los gorros de dormir de Mrs. Reed, nos relataba narraciones de amor y de aventuras tomadas de antiguas fábulas y romances y, en ocasiones (según más adelante descubrí), de las páginas de Pamela and Henry, Earl of Moreland.
Con el libro en las rodillas me sentía feliz a mi modo. Sólo temía ser interrumpida, y la interrupción llegó, en efecto. La puerta del comedorcito acababa de abrirse.
—¡Eh, tú, doña Estropajo! —gritó la voz de John Reed.
Al ver que el cuarto estaba, en apariencia, vacío, se interrumpió.
—¡Lizzy, Georgy! —gritó—. Jane no está aquí. ¡Debe de haber salido, con lo que llueve! ¡Qué bestia es! Decídselo a mamá.
"Menos mal que he corrido las cortinas", pensaba yo. Y deseaba con todo fervor que no descubriera mi escondite. John Reed no lo hubiera encontrado probablemente, ya que su sagacidad no era mucha, pero Eliza, que asomó en aquel momento la cabeza por la puerta, dijo:
—Está en el antepecho de la ventana, Jack. Estoy segura de ello.
Me apresuré a salir, temiendo que si no Jack me sacase a rastras.
—¿Qué quieres? —pregunté con temor.
—Debes decir: "¿Qué quiere usted, señorito Reed?" —repuso—. Quiero que vengas aquí.
Y sentándose en una butaca, me ordenó con un ademán que me acercara.
John Reed era un mozalbete de catorce años, es decir, contaba cuatro más que yo. Estaba muy desarrollado y fuerte para su edad, su piel era fea y áspera, su cara ancha, sus facciones toscas y sus extremidades muy grandes. Comía hasta atracarse, lo que le producía bilis y le hacía tener los ojos abotargados y las mejillas hinchadas. Debía haber estado ya en el colegio, pero su mamá le retenía en casa durante un mes o dos, "en atención a su delicada salud". Mr. Miles, el maestro, opinaba que John se hallaría mejor si no le enviasen de casa tantos bollos y confituras, pero la madre era de otro criterio y creía que la falta de salud de su hijo se debía a que estudiaba en exceso.
John no tenía mucho cariño a su madre ni a sus hermanas y sentía hacia mí una marcada antipatía. Me reñía y me castigaba no una o dos veces a la semana o al día, sino siempre y continuamente. Cada vez que se acercaba a mí, todos mis nervios se ponían en tensión y un escalofrío me recorría los huesos. El terror que me inspiraba me hacía perder la cabeza. Era inútil apelar a nadie: la servidumbre no deseaba mal quistarse con el hijo de la señora, y ésta era sorda y ciega respecto al asunto. Al parecer, no veía nunca a John pegarme ni insultarme en su presencia, pese a que lo efectuaba más de una vez, si bien me maltrataba más frecuentemente a espaldas de su madre.
Obediente, como de costumbre, a las órdenes de John, me acerqué a su butaca. Durante tres minutos estuvo insultándome con todas las energías de su lengua. Yo esperaba que me pegase de un momento a otro, y sin duda en mi rostro se leía la aversión que me inspiraba, porque, de súbito, me descargó un golpe violento. Me tambaleé, procuré recobrar el equilibrio y me aparté uno o dos pasos de su butaca.
—Eso es para que aprendas a contestar a mamá, y a esconderte entre las cortinas, y a mirarme como me acabas de mirar.
Estaba tan acostumbrada a las brutalidades de John Reed, que ni siquiera se me ocurría replicar a sus injurias y sólo me preocupaba de los golpes que solían seguirlas.
—¿Qué hacías detrás de la cortina? —preguntó.
—Leer.
—A ver el libro.
Lo cogí de la ventana y se lo entregué.
—Tú no tienes por qué andar con nuestros libros. Eres inferior a nosotros: lo dice mamá. Tú no tienes dinero, tu padre no te ha dejado nada y no tienes derecho a vivir con hijos de personas distinguidas como nosotros, ni a comer como nosotros, ni a vestir como nosotros a costa de mamá. Yo te enseñaré a coger mis libros. Porque son míos, para que te enteres, y la casa, y todo lo que hay en ella me pertenece, o me pertenecerá dentro de pocos años. Sepárate un poco y quédate en pie en la puerta, pero no lejos de las ventanas y del espejo.
Le obedecí, sin comprender de momento sus propósitos. Reparé en ellos cuando le vi asir el libro para tirármelo, y quise separarme, pero ya era tarde. El libro me dio en la cabeza, la cabeza tropezó contra la puerta, el golpe me produjo una herida y la herida comenzó a sangrar. El dolor fue tan vivo que mi terror, que había llegado a su extremo límite, dio lugar a otros sentimientos.
—¡Malvado! —le dije—. Eres peor que un asesino, que un negrero, que un emperador romano...
Yo había leído History of Rome, de Goldsmith, y había formado una opinión personal respecto a Nerón, Calígula y demás césares. E incluso había en mi interior establecido paralelismos que hasta aquel momento guardaba ocultos, pero que entonces no conseguí reprimir.
—¡Cómo! —exclamó John—. Eliza, Georgiana, ¿habéis oído lo que me ha dicho? Voy a contárselo a mamá. Pero antes...
Se precipitó hacia mí, me cogió por el cabello y por la espalda y me zarandeó bárbaramente. Yo le consideraba un tirano, un criminal. Una o dos gotas de sangre se deslizaron desde mi cabeza hasta mi cuello. Sentí un dolor agudo. Aquellas impresiones se sobrepusieron a mi miedo y repelí a mi agresor enérgicamente. No sé bien lo que hice, pero le oí decir a gritos:
—¡Condenada! ¡Perra!
No tardó en recibir ayuda. Eliza y Georgiana habían corrido hacia su madre y ésta aparecía ya en escena, seguida de Bessie y de Abbot, la criada.
Nos separaron y oí exclamar:
—¡Hay que ver! ¡Con qué furia pegaba esa niña al señorito John!
—¡Con cuánta rabia!
La Mrs. ordenó:
—Llévensela al cuarto rojo y enciérrenla en él. Varias manos me sujetaron y me arrastraron hacia las escaleras.
II
Resistí por todos los medios. Ello era una cosa insólita y contribuyó a aumentar la mala opinión que de mí tenían Bessie y Miss Abbot. Yo estaba excitadísima, fuera de mí. Comprendía, además, las