Dulce y sabrosa. Jacinto Octavio Picón

Dulce y sabrosa - Jacinto Octavio Picón


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una revista, manojo de desvergüenzas mal escritas, adornado con música populachera de aires franceses disfrazados a la chulesca.

      La esperanza del éxito estaba fundada en media docena de decoraciones y en los trajes de las actrices, o, más claro, en la poquísima ropa que habían de ponerse. Cristeta tenía que salir con el pelo suelto, corpiño liso, muy escotado, de raso azul eléctrico, zapatos de lo mismo, nada en los brazos y en las piernas mallas hasta la cintura; es decir, desnuda: porque aunque de sus carnes sólo habrían de verse el escote y brazos, todas las líneas y prominencias del cuerpo quedaban de manifiesto.

      Cuando una de sus compañeras se lo explicó detalle por detalle, la pobre muchacha se puso como la grana y su primer impulso fue decir que renunciaba a ser cómica, pero le dio vergüenza avergonzarse. Volvió a su casa malhumorada, se encerró en su cuarto y estuvo llorando hasta la hora de tornar al teatro.

      Seguramente hubo por fuerza de ocurrírsele mucho tiempo antes que aquello había de llegar, mas no lo imaginó para tan pronto; así que su sorpresa fue terrible. Si al menos hubiese salido a escena un día muy de corto y otro muy escotada... pero así, de repente, sin preparación... ¡y casi desnuda! Buscando luego paliativos a su disgusto, se dijo que el exceso de pudor ahogaría su porvenir artístico. ¡Pues qué! ¿No había visto, por ejemplo, y nada menos que a célebres cantantes, lucir las piernas haciendo el paje de los Hugonotes, y algo más que las piernas en la Venus del Tannhauser? En realidad, lo que le enfadaba extraordinariamente no era ostentar sus encantos, porque estaba cierta de no hacer gesto, ademán ni movimiento indecoroso: la causa principal de su enojo era el tener que salir entre otras mujeres desapudoradas y venales que alardeaban de su desnudez, y con quienes había de alternar y confundirse. Esto la sacaba de sus casillas. En vano tenía ya acostumbrados los oídos al grosero lenguaje usado en lo interior del teatro y a las frases soeces con que algunos gomosos la perseguían; su mirada severa y su ceno adusto ponían a todo el mundo a raya; pero ahora, obligada a circular por entre bastidores de aquel modo, ¿cómo evitar las bromas insolentes, los dicharachos lascivos? Y luego, al salir a escena, ¡cómo caerían sobre su cuerpo las miradas! ¡Qué vergüenza!... En cambio, no se reirían de ella, cual les acontecía a algunas de sus compañeras que tenían los brazos flacos, las piernas torcidas, las caderas desconcertadas y el escote huesoso. Segura estaba de obtener un triunfo la noche en que se estrenase la revista, porque el espejo y la comparación de sí misma con aquellas desdichadas le habían dicho que su cuerpo era un prodigio de hermosura.

      En tales dudas y vacilaciones dejó pasar días y días, hasta que se echó encima la víspera del estreno. Entonces tuvo miedo del ridículo, pensó que aquello no era más que una contrariedad inherente a su profesión, y cuando al concluir el ensayo general le preguntó la sastra que a qué hora podría ir a probarla el traje, la citó sin oponer resistencia para la misma tarde, sumisa e indiferente como si se tratase de un asunto zanjado.

      Llegó la hora convenida, fue la sastra a su casa, entró en el cuartito de Cristeta y comenzó ésta a desnudarse, dejando por fin caer sobre la estera de cordelillo las ropas y prendas dichosas que llevaba más inmediatas al cuerpo. Entonces la encargada de vestir y desnudar cómicas, según los casos, no pudo reprimir una exclamación de sorpresa y, haciendo ademán de santiguarse, dijo:

      —¡Bendito sea Dios! ¡Ay, señorita; mujeres hermosas tengo vistas, pero como usted, ninguna!

      Cristeta se sintió halagada y su pudor murió a manos de su vanidad.

      Letra y música de la revista fueron estrepitosamente silbadas, contribuyendo esto a realzar el triunfo de Cristeta porque cuando mayores eran las muestras de desagrado, salió ella a las tablas y, lo mismo fue verla el público, que acallarse el bastoneo y los chicheos. En seguida cantó bien dos o tres coplas, de esas que luego alcanzan los honores del organillo, y aquella música, que por sí sola no hubiese arrancado una palmada, fue aplaudida. Al terminar hizo la artista una pirueta, dio un saltito muy mono, y se metió entre bastidores.

      Lo que entonces estalló no fue entusiasmo, sino delirio: el público quiso que se repitiera la canción, no por oírla, sino por ver nuevamente a Cristeta; y ésta, animada con aquel éxito personalísimo, cantó mejor y aún se movió con más libertad. Las mujeres pensaban mirándola: «¿Qué harán estas bribonas para ponerse tan guapas?» Los hombres se la comían con los ojos.

      A partir de aquella noche, no hubo trapero literario de los que surten de majaderías propias y ajenas a los teatros de último orden, en cuyas cavilaciones no entrasen como elemento dramático los encantos corporales de Cristeta.

      El empresario recibió muchas obras, donde se adjudicaban a la nueva artista papeles que requerían poquísima ropa, con lo cual la pobre muchacha se persuadió de que no eran su voz y su talento los que la iban sacando a flote, sino su belleza.

      Esta fue su primera desilusión.

      Los pretendientes cayeron sobre Cristeta como moscas sobre pastel fresco; mas por ninguna de aquellas conquistas se sintió halagada. Cuantos hombres se le acercaban traían imaginado que era cosa de llegar y besar el santo, con tal de echar antes alguna limosna en el cepillo. Un banquero riquísimo, y muy conocido en Madrid por la protección que dispensaba a las chicas de vida alegre, le propuso descaradamente amueblarle un entresuelito y ponerle coche; un caballerete trapisondista y jugador intentó llevársela una noche a cenar, imaginando que cuatro copas de Champaña y un gabinete de fonda le asegurarían la conquista; un autor le ofreció un papel de gran lucimiento a cambio de una cita, y hasta el director de escena se brindó a solicitar para ella un beneficio, a condición de que ensayasen a solas lo que hubiera de cantar. A ser ella interesada o de temperamento fácilmente inflamable, pronto hubiera sucumbido: su salvación estuvo, por entonces, en que ni la deslumbraba el brillo del oro, ni la imaginación se le exaltaba hasta poner en peligro su castidad; antes al contrario, aquella larga serie de acometidas bruscas, en que sin poesía ni delicadeza trataron de comprar barata su belleza, concluyó por darle asco. No se le exacerbó la virtud, pero vio claro el peligro.

      Alguna vez, al refugiarse en el cuarto del teatro, contemplando a solas su gallarda figura ante el espejo, sintió deseo de riqueza; quizá, ebria de adulaciones, resplandores y músicas, soñó despierta con la realidad del amor, mas ni el fantasma del lujo ni la tentadora voz de la Naturaleza lograron rendirla, porque se sentía humillada de no despertar en los hombres más que la misma impureza que les inspiraban aquellas de sus compañeras, viciosas o hambrientas, que se vendían por un traje o se prostituían por una joya. ¿Era esto castidad ingénita, frío cálculo, tibieza de sangre o señal de orgullo?

      Cristeta no era hipócrita ni desdeñosa del amor, ni de las que, por lo ariscas, hacen antipática la virtud; pero instintivamente consideraba su hermosura como complemento de su corazón: quien no poseyese éste, no disfrutaría de aquélla. Se reconocía hermosa, y no concebía que pudiera tasarse su belleza. Era capaz de disimular el enojo y hasta de no enojarse contra un buen mozo que, atrayéndola con exquisito arte o por sorpresa, la besase, imprimiendo al beso aquella deliciosa ingenuidad del niño que se apodera de una golosina; pero a cuantos se atrevieron a propasarse con ella ofreciéndole dinero, les recibió como se recibe a un perro en un juego de bolos. En su corazón tenían entrada libre la impremeditada flaqueza que vence el ánimo más fuerte, la voluptuosidad que a veces flota en el ambiente y se desliza suavemente por los sentidos hasta lo más recóndito del alma, la ocasión traidora que llega cuando menos se piensa; en una palabra, todos los estimulantes del amor; en cambio, su pensamiento estaba cerrado al interés. Un día de campo, un rayo de sol o cuatro frases dichas a tiempo, podían hacer que Cristeta cayese trémula en los brazos de un hombre; pero quien se arriesgase a proponerle crudamente la compra de sus labios, los vería trocados en manantial de indignación; el enojo de Lucrecia fuera pálido comparado con el suyo.

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