Monja y casada, vírgen y mártir. Vicente Riva Palacio
el anillo pastoral, y se retiró.
Pocos minutos despues el carruaje del Arzobispo se dirigía á palacio, precedido de un pertiguero montado en una mula blanca, lo cual era indicio que iba dentro del coche su Ilustrísima.
V.
En donde se descubre por qué estaba Doña Beatriz tan preocupada con la fundacion del convento de Santa Teresa.
LA silla que á Doña Beatriz conducia, no se dirigió despues de la misa para la casa de la calle de la Celada, sino que tomó el rumbo de Jesus María y se detuvo en la portería del convento.
Doña Beatriz entró y llamó en el torno sin detenerse.
—Ave María—dijo.
—Gratia plena—contestó dentro del torno una voz cascada:
—¿Qué se ofrece hermanita?
—Madrecita—contestó Doña Beatriz:—¿pudiera yo hablar á la M. Sor Inés de la Cruz?
—Sí, hermanita; aguárdela que á llamársela van:—¿de parte de quién viene?
—De Doña Beatriz de Rivera.
Beatriz se sentó en una banca de madera sin pintar que habia en la portería: poco despues, desde el torno dijeron:
—¿Quién busca á Sor Inés de la Cruz, que aquí está? La voz que esto habia dicho era muy distinta de la que primero hablara, y Beatriz la conocia.
—Yo soy Sor Inés.
—¡Vos, Doña Beatriz! Esperad un momento que voy á pedir la llave del locutorio.
—Sí Madre, porque tengo que hablaros.
—Vuelvo, vuelvo.
Momentos despues sonó una llave que entraba en una cerradura, y una religiosa abrió á Doña Beatriz la puerta del locutorio.
Los locutorios de los conventos son, y han sido siempre iguales, una sala, mas ó menos grande, pintada de blanco, bancas al derredor, el piso de madera, todo perfectamente limpio, en las paredes un inmenso Crucifijo y algunos cuadros con imágenes de santos, algunas veces en los piés de la banca que ocupa el lugar de honor, una estera larga y angosta.
Dos religiosas estaban en el locutorio cuando penetró en él Doña Beatriz: una de ellas, alta, de naríz aguileña, boca grande, labios delgados, ojos pardos redondos, chispeantes, representaba tener cuarenta y cinco años: la otra, baja de cuerpo y con una fisonomía enteramente vulgar.
Doña Beatriz se sentó al lado de aquellas religiosas.
—¿Podemos hablar? preguntó.
—Hablad—contestó la mas alta de las dos religiosas. Sor Encarnacion es de toda confianza, como sabeis.
—Madre—dijo Doña Beatriz—vengo á participaros que hoy he asistido ya á la primera misa que se ha celebrado, en el que ser debe convento de Carmelitas descalzas bajo la advocacion de nuestra Madre Santa Teresa.
—Doña Beatriz,—contestó la monja—desde anoche lo sabia yo.
—¿Lo sabiais?
—Sí, el alma de D. Juan Luis de Rivera apareció á mi espíritu por permision de Dios, y ya no tenia sobre su pecho esa señal de fuego que ha llevado por tantos años el camino de la celeste Jerusalem comienza á abrirse para él; pero no entrará hasta que su voluntad no sea cumplida, y las hijas de Santa Teresa no oren por él en su casa, y esa alma penará errante y vendrá dia á dia á pedir su descanso, no á D. Alonso, corazon empedernido y contumaz, sino á vos que jurásteis sobre su lecho por Dios y por sus santos; á vos, que guardásteis su última voluntad, que estais en el mundo para poder cumplirla.........
La monja se iba inspirando y exaltando gradualmente, y su voz iba tomando un timbre en el que habia algo de amenazador y de irresistible.
Cualquiera pasion grande que domine el corazon engrandece al alma, bien sea el sentimiento religioso, ó el amor, ó el patriotismo; fanatisado el espíritu, el cuerpo se espiritualiza y llega el éxtasis de Santa Teresa, ó la inspiracion sublime y profética del Dante, ó la elocuencia irresistible de Mirabeau.
Doña Beatriz se inclinaba como anonadada, y estremeciéndose cerraba los ojos. Sor Juana de la Cruz habia tomado una de sus manos, y continuaba diciendo llena de entusiasmo:
—Sí, Doña Beatriz, á vos se dirigirá esa alma sin consuelo, ¿lo oís? A vos, porque yo lo sé, porque vos lo sabeis tambien, en medio del silencio de la noche se os presenta, me lo ha dicho; habeis logrado hasta ahora llegar á un término dichoso, ¡ay de vos, Doña Beatriz, si no se consuma la obra! ¡Ay de vos! ¡y ay de cuántos ameis sobre la tierra! La voluntad de un moribundo es sagrada y vuestros juramentos os ligan con el alma de vuestro tio, con lazos que nadie podrá romper sobre la tierra: esa alma como os ha seguido hasta hoy os perseguirá siempre mientras no se cumpla su última voluntad. Dios nos oye, Dios nos ve, Dios nos juzga.
Doña Beatriz habia caido casi de rodillas: con una de sus manos cubria su rostro, y la otra la tenia en la suya Sor Juana que la oprimia convulsivamente, y le hablaba con el aire inspirado de una profetisa.
Sor Encarnacion elevaba las manos enclavijadas y los ojos al cielo.
—Id, Doña Beatriz, continuad en vuestra santa obra, mucho es lo que habeis alcanzado; pero mucho aún lo que por hacer queda: id, y no falteis á decirme todos los dias cuanto en vuestros trabajos consigais; id, y que Dios os guíe.
Doña Beatriz se levantó, besó la mano de Sor Juana, y luego, como vacilante, salió del locutorio densamente pálida, y profundamente conmovida, subió á la silla, y los esclavos, precedidos del negro, se dirigieron á la calle de la Celada.
Sor Juana de la Cruz, era una muger de un espíritu superior, y dotada de una imaginacion ardiente y apasionada; anhelando ser la fundadora del convento de Santa Teresa, en México, llegó á sentirse llamada á ese papel por eleccion divina. El trato de Doña Beatriz, á quien conocia desde niña, le dió sobre ella esa influencia terrible que la habia hecho convertirse en el instrumento de sus deseos. Doña Beatriz llegó á sentirse completamente dominada por Sor Juana, y aquel espíritu fuerte, y superior, hizo nacer en la alma sencilla y tímida de la doncella, esa alucinacion que le traian entre las sombras de la noche, fantásticas y pavorosas apariciones.
Doña Beatriz estaba como magnetizada, y sentia á inmensa distancia el influjo y la atraccion de Sor Juana, y ni un solo dia faltaba del locutorio del convento, y ni un solo dia dejaba de salir, conmovida y aterrada por aquellas palabras ardientes, proféticas, llenas de fé, y como dictadas por los espíritus que habitaban el mundo de las eternas luces.
El fanatismo religioso era en aquellos tiempos el terrible contagio de todas las almas, y Doña Beatriz era la azucena que se marchitaba con el fuego del fanatismo.
VI.
En donde el lector conocerá á la verdadera heroina de esta no menos verdadera historia.
SERIAN las cinco de la tarde, cuando una modesta carroza se detuvo en la gran puerta de la casa de la calle de la Celada, un escudero puso el estribo, y una dama seguida de dos dueñas descendió del coche, y se dirigió á la escalera principal.
Los lacayos y los palafreneros que andaban por el patio, se descubrieron respetuosamente, la dama subió las escaleras y penetró en las habitaciones que estaban al estremo de un corredor sombreado por naranjos y limoneros plantados en magníficos tibores de china.
Un lacayo abrió una mampara de terciopelo, y la dama se encontró en