El Precio Del Infierno. Federico Betti
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El Precio del Infierno
I
Stefano Zamagni era un agente del Departamento de Homicidios. Le gustaba mucho la vida tranquila y en su tiempo libre le encantaba recorrer Bologna con su deportivo de dos plazas color gris plata. Una fría mañana de enero se levantó, se tomó un rápido desayuno a base de zumo de pomelo y algunas rebanadas de pan ácimo y salió para ir a trabajar. Tenía su pistola de calibre 38 en la cartuchera.
En cuanto llegó a vía Rizzoli, al ver que llegaba temprano al trabajo, decidió pararse para saludar a su amigo Mauro Romani en el local de comida rápida del que era propietario, en el número 68 de la misma calle.
En cuanto entró vio a un individuo sospechoso en la otra parte de la barra con una escopeta de cañones recortados en la mano derecha, preparado para hacer fuego sobre el señor Romani si no le daba el contenido de la caja.
Cuando vio el saco del dinero en las manos del atracador y a su amigo Mario libre, sacó la pistola de la cartuchera que llevaba debajo de la chaqueta.
– ¡Quieto, policía! –dijo Stefano esperando que el individuo se parase. Pero eso no ocurrió: el hombre enmascarado se escabulló detrás de una puerta que daba al sótano.
Sin dudarlo un momento Stefano, con el arma en la mano, persiguió al atracador por las escaleras esperando que no hubiese desaparecido en la nada.
Lo intentó durante mucho tiempo pero no lo encontró.
Quizás realmente había conseguido escapar, o quizás no.
Estaba a punto de irse cuando fue atraído por un extraño resplandor rojizo que provenía de detrás de la esquina.
Con mucho cuidado, manteniendo siempre la calibre 38 en la mano, se movió hacia aquella extraña e intensa luz. En dicho lugar había un libro en el suelo. La portada era de raso rojo. Un rojo oscuro. Oscurísimo. Estridente.
No se pudo resistir.
En cuanto Stefano tocó el libro, el resplandor cegador desapareció.
Cogió el libro y se lo llevó a comisaría, donde trabajaba.
Con tranquilidad, se puso a trabajar en su escritorio. Estaba buscando la manera de encontrar a aquel sombrío individuo con el que se había topado en el local de vía Rizzoli.
Tenía un poco de migraña pero no le hizo caso porque después de demasiadas jornadas de intenso trabajo acostumbraba a padecerlas. Después de unos minutos hizo una señal a sus compañeros y se fue a casa.
Subió al deportivo y se puso en marcha con el libro en el otro asiento del coche.
Encendió la radio para escuchar si había novedades sobre lo que le había ocurrido en el local de comida rápida u otras noticias que le pudiesen interesar: le volvían loco aquellas que eran curiosas o se salían de lo común. El locutor no dijo nada de particular, así que Stefano apagó la radio.
En cuanto llegó a casa, cogió el libro que había encontrado por la mañana, lo puso sobre el escritorio de su estudio y se puso a leer el periódico.
Le atrajo inmediatamente un titular en grandes caracteres en la primera página:
INTENTO DE ROBO EN UN LOCAL DE COMIDA RÁPIDA EN VÍA RIZZOLI.
Por lo que leyó comprendió inmediatamente que todavía no habían identificado al atracador. Cerró el periódico.
Para intentar calmarse definitivamente se hizo una infusión a base de menta, hibisco y otras hierbas refrescantes, y se tumbó en el sofá del salón esperando que nadie lo fastidiase con el teléfono o llamando al timbre. No tenía ganas de hablar.
La investigación sobre el atracador y su identidad seguían su curso, aunque Stefano no estuviese en la comisaría.
II
Después de un intenso trabajo en el local de comida rápida y en la comisaría, la policía científica y algunos otros agentes consiguieron la identificación del atracador con el que se había encontrado Stefano Zamagni.
Su nombre era Daniele Santopietro. El hombre tenía antecedentes por atraco a mano armada, violación y violencia durante las actuaciones y encuentros de magia negra.
Decidió tomar el mando de la investigación Alice Dane, una agente proveniente de Scotland Yard, pero de origen irlandés, concretamente de la ciudad de Belfast.
Determinada a encontrar a Santopietro, partió en su berlina deportiva por la carretera estatal que atravesaba la ciudad, para su gusto con demasiado tráfico.
Sabía que lo encontraría por la otra parte de Bologna, en vía Saffi.
En cuanto llegó a esa calle aparcó el coche y se dirigió hacia la casa de Santopietro con la pistola en el bolso. Cuando encontró el edificio que buscaba pulsó el timbre inventándose una excusa para entrar sin levantar las sospechas de nadie.
Después de entrar, le llevó poco tiempo encontrar la puerta con el rótulo SANTOPIETRO.
La puerta estaba semicerrada. Entró con facilidad en el piso. Quizás demasiado fácilmente, pensó ella.
Con la pistola en la mano avanzó por el piso. Parecía que dentro no hubiese nadie. Era un lugar oscuro y tétrico, lo que no le gustaba nada, pero debía seguir adelante. No podía pararse. No ahora que había llegado hasta allí.
Era un piso con muchas habitaciones, todas bastante grandes y amuebladas. Exploró un poco todas: desde la cocina hasta el trastero, desde el dormitorio a otra sala. Todo estaba conectado por largos y oscuros pasillos. En su interior no se veía a nadie.
Estaba a punto de marcharse cuando se dio cuenta de que había pasado por alto una pequeña habitación en el último rincón oscuro.
Siempre con la pistola en la mano se acercó silenciosamente hacia el pequeño cuarto apartado, poniendo cuidado en cada pequeño movimiento que pudiese surgir en cualquier momento. Tenía mucho miedo. No le gustaba nada aquella casa.
No veía la hora de salir de allí. Temblaba.
Echó un vistazo al interior, para ver si, por si acaso, podía encontrar a Santopietro allí. Según la descripción que le habían dado de aquel hombre, se dio cuenta de inmediato que probablemente lo había descubierto.
Estaba sentado a una mesucha lleno de muchos frasquitos de vidrio que contenían líquidos de diversos colores: amarillo, rojo, verdoso. No entendía lo que podían ser.
De repente vio una figura humana escondida detrás de una columna bastante ancha.
Tenía agujas y pequeños tubos de goma en el cuello, en el estómago y en las extremidades. Un líquido del mismo color que había visto poco antes sobre la mesucha salía desde el cuerpo de aquel hombre y, a través de los tubos que tenía encima, llegaba hasta tres frascos iguales que los anteriores.
Sin embargo no conseguía todavía entender qué estaba ocurriendo en aquella maldita habitación y un escalofrío le recorrió la espalda.
Fuese lo que fuese que sucedía allí dentro, Alice estaba decidida a detener a aquel individuo en su piso, esposarlo y llevarlo a la comisaría de policía de Bologna para entregárselo, primero a Stefano Zamagni, al que, además, debería todavía conocer, a continuación a quien tuviese competencia en los rangos más altos del sistema judicial. Pero debía actuar enseguida, sin esperar ni un segundo más, sino sería demasiado tarde, tanto para ella como para aquella pobre persona que se encontraba en las garras de Santopietro.
Mantenía con fuerza la pistola en la mano, preparada para hacer fuego si fuese necesario.
Mientras Santopietro estaba concentrado en su trabajo Alice Dane salió de su escondite.
– ¡Quieto, policía! –gritó.
Santopietro no le hizo ni caso.
– ¡He dicho, quieto! –volvió a gritar con todas sus fuerzas.
Él no movió ni un dedo.
En