Huevos franceses. El libro de relatos de amor. Gleb Karpinskiy

Huevos franceses. El libro de relatos de amor - Gleb Karpinskiy


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      El libro de relatos de amor

      Gleb Karpinskiy

      Translator María Labay

      Photograph Gleb Karpinskiy

      © Gleb Karpinskiy, 2020

      © María Labay, translation, 2020

      © Gleb Karpinskiy, photos, 2020

      ISBN 978-5-4498-4876-5

      Created with Ridero smart publishing system

      El último día en Tenerife

      Las cosas fueron mal desde la mañana y parecía que la tarde no iba a ser mejor. Pablo estaba sentado en el Harry’s bar y sin entusiasmo alguno miraba hacia abajo, a la variedad de colores con los que brillaba el fuente principal del Centro Comercial Safari. Lo había visto miles de veces y no compartía la admiración de los turistas que ya tomaron unos cuantos tragos. En el bar había mucha gente. Todo el mundo se lo estaba pasando bien, algunos bailaban, pero Pablo no tenía ningunas ganas de divertirse. Eran sus últimos cien euros y todavía tenía que pasar por Botanico, ordenar alguna comida tailandesa para ablandar a su querida que le estaba esperando en casa. A ella le gustaban platos con chile.

      Él pensaba que cuando volviera a casa, Sosa le recibiría como siempre, amable y obediente después de yoga. Ella le recibiría al salir de ducha, con el pelo negro mojado, vestida de ligeros pantalones de casa y una camiseta blanca, bastante transparente para ver el pecho joven, y por supuesto en las zapatillas rosas que recientemente fueron regaladas por Pablo, ya cansado del par previo. Le recibiría sin reproches y con un beso suave, cuando él le entregara un paquete con la comida de restaurante. Luego Sosa le preguntaría si había aprobado su examen de inglés, pero esto sería una pregunta hecha solamente por cortesía. Seguramente él le respondería algo rudo, ella sonreiría y diría que el año siguiente él, por cierto, tendría éxito. Luego ella tranquilamente iría a cenar ante la tele, y él, Pablo, muy borracho y enojado, también se derrumbaría sobre el sofá a su lado para mirar aquellos culebrones malditos, sorbiendo de una botella los restos de cerveza hasta dormirse en la mitad de la serie. Si no equivocaba, la última vez se durmió aun más temprano, al principio.

      Pablo se dio la vuelta y miró al desconocido quien se sentó a su mesa. Podría haberle dicho que no quería ninguna compañía, pero en el Harry’s no había puestos libros, y por eso no dijo nada en contra. Pablo ya estaba al punto de irse, pero el chaval empezó a contarle sus conquistas. Quería entretener a Pablo, cuyo mal humor era obvio.

      – No puedes imaginarte lo bien que lo chupa. ¡Es algo increíble, tío, en serio! —le dio a Pablo una palmada en el hombro sin ceremonia alguna—. ¡Te lo digo, realmente! ¡No te imaginas! Necesitas una noche libre, tío, mira a estas chicas. Mira, eh, creo que les gustas.

      Pablo no pudo evitar echar un vistazo a la mesa donde se sentaban, tomando unas copas de vino, dos rubias guapísimas. Sus vestidos eran muy provocativos: faldas cortas, tacones altos… Todo esto no era nada nuevo para Pablo. Las rubias susurraban, riéndose de la atención que les prestaba el chaval de color con el que Pablo compartía su mesa.

      Pablo pidió la cuenta y la pagó.

      – ¡Vaya, tío, vaya! No te imaginas… Cuando ella chupa, te consuma, absorba tu alma de ti… —exclamaba el africano, tratando de mantener su atención.

      Si no fuera por la música alta que silenciaba el alarde ridículo, todo esto sería muy incómodo para Pablo. Él jadeó y se apresuró a escaparse de allí. Por suerte, pudo tomar un taxi rápidamente.

      “Quizás todos saben ya de mi fracaso en el examen. Cuarenta y cinco euros, ¿y qué? Gran cosa. Nada mortal, simplemente hay que dejar de vagar tanto por los bares y gastar dinero en taxi”.

      Pablo trabajaba como profesor de matemáticas en la escuela pública de Tenerife. Cada año él intentaba aprobar un examen de inglés para conseguir el certificado. Así podría ganar una prima de 45 euros. No era mucho, pero en época de crisis cada euro contaba. Pablo solía trabajar en la escuela privada, pero allí le pagaban poco. Sin embargo, los alumnos eran más obedientes y los padres más adecuados, mientras que el trabajo nuevo era una verdadera pesadilla. No es que a él no le gustaba su trabajo, no, pero es que en la escuela nueva había muchos problemas. Especialmente con los niños migrantes que no entendían nada, no obedecían, faltaban de tacto y además de conocimientos buenos de español.

      “Ya no aguanto más —pensó Pablo casi durmiendo—. Es mejor que me vaya al continente. Dicen que allí hay trabajo. Pero… ¿Qué hacer con Sosa? No podré llevarla conmigo. Sus estudios, y clases de yoga, y amigas… Todo está aquí. ¿Y que van a decir los padres sobre mi posible traslado? ¡No, no! Tenerife es el mejor lugar. ¡Oh, ese maldito examen!

      Cuando Pablo regresó a casa, las luces estaban apagadas. Pasó un rato delante de la puerta, buscando llaves.

      ¿Acaso Sosa ya duerme? ¿O es que apagó la luz para ahorrar? Las últimas facturas de electricidad son algo locas”.

      Entró con cuidado en la habitación, esperando a ver Sosa durmiendo en el sofá y abrazando dulcemente la almohada, pero allí no había nadie. Se sintió muy lastimado, pero decidió evitar convertir esto en un escándalo y solo marcó el número de Sosa. Dentro de los sonidos apagados de música pudo oír la voz bien conocida.

      – Pablo, no te ofendas. Estaba con mis amigas y perdí la noción del tiempo, ya es tarde para ir a la tuya, me quedaré esta noche en la casa de mi mamá. Te quiero. ¡Besos!

      Pablo se sentó en el sofá. Moría de hambre y se arrepentió de no haber pasado por el restaurante tailandés, para cenar necesitaba algo más que cerveza con nada. En la cocina se hizo un bocadillo y se sirvió un té helado. Luego fue a la habitación y se sentó delante de la pantalla parpadeante. Entró en el chat. Era un chat interno que reunía a sus conocidos en Tenerife y compañeros de trabajo. Ya era tarde, la mayoría estaba durmiendo. Pablo pensó en llamar a Sosa otra vez para contarla cuánto la echa de menos, pero cambió de idea. La única persona que estaba activa en aquel momento en el chat era Elisa, la nueva profesora de historia. Pablo frunció el ceño. Recordó a esta mujer impresionante, su apariencia, su voz estricta y poderosa. Elisa tenía cuarenta y cinco años, era quince años mayor que él. Una bestia pelirroja de pelo rizado. No tenía niños, nunca se había casada y, tal vez, estaba obsesionada con el sexo. Se podía sentirlo en todo, desde su manera de caminar y hablar hasta sus vestidos.

      Vivía a 5 minutos a pie de la casa de Pablo. Una vez por la semana se veían de camino al trabajo, en la parada de autobús. Ella solía asentir con la cabeza, devolviéndole a Pablo el saludo suyo, y no hablaba mucho. Por la mañana, cuando se acercaba un autobús lleno, amablemente dejaba Elisa entrar primera y observaba sus nalgas firmes moviéndose enérgicamente mientras ella subía las escaleras del bus. En tales momentos involuntariamente se preguntaba cómo Elisa sería en la cama. Ese pensamiento obsceno no se sentía bien, pero ayudaba a Pablo a distraerse del examen y de problemas que tenía en el trabajo y en casa.

      Pablo justificaba su lujuria por el hecho de que todavía no era muy feliz y tenía el derecho de pensar en tales cosas hasta aprobar el examen. En frente de ella, agarrándose al pasamanos e intercambiando de frases sencillas como “hoy hace viento en el mar” o “las palmas de Tenerife son las más bonitas”, estaba admirando sin temor su cara bella y los ojos, tan grandes y azules como el océano Atlántico. Le gustaba que a veces, cuando Elisa buscaba la respuesta, ella se lamía los labios finos. La mirada de Pablo también pasaba por el cuello blanco de cisne, pero lo que le gustaba más en Elisa eran sus rizos pelirrojos, muy a menudo trenzados como si fuera una niña.

      Y entonces ayer la tocó. La tocó, aunque esto no era propio de él. El autobús iba en círculo y se inclinó un poco, por ello un mechón pelirrojo rizado cayó sobre el cuello de Elisa, y Pablo lo arreglo, mientras Elisa estaba mirando hacia el horizonte. La mujer no parecía notar estos toques y Pablo, como si se hubiera electrocutado, no apartaba el mano hasta que Elisa misma le pidió hacerlo.

      – ¡No, no! Déjalo.

      ¿Por


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