Una Corona para Los Asesinos. Морган Райс
sobre una rodilla, con la cabeza agachada en reconocimiento a su recién proclamada reina. Sofía se rio, se levantó y tiró de él para que se pusiera de pie.
—No tienes por qué hacerlo —dijo ella—. Tú no tienes que hacerme una reverencia nunca.
—Pero lo hago —respondió Sebastián—. Quiero que la gente sepa que este reino es tuyo. Que la reina eres tú.
—Y pronto tú serás mi rey a mi lado —dijo Sofía. Parecía que quería besarlo y, desde luego, Sebastián quería besarla a ella, pero eso tendría que esperar.
La suma sacerdotisa hizo un pequeño ruido de enfado, como para recordarles que había una boda a la espera.
—Estamos hoy reunidos para presenciar la boda de la Reina Sofía de la Casa Danse con el Príncipe Sebastián de la Casa Flamberg. Están desenmascarados a la vista de la diosa y el uno ante el otro.
Convenientemente omitió la parte en la que ninguno de ellos había seguido la ceremonia tradicional desde el principio. Sebastián lo dejó pasar. El hecho de que se iba a casar con la mujer que amaba era lo único que importaba.
—Ahora la Reina Sofía me dice que desea decir unas palabras en este momento —dijo la suma sacerdotisa—. ¿Su Majestad?
Sofía alargó el brazo para tocar la cara de Sebastián y, en aquel instante, la multitud estaba tan en silencio que la brisa transportaba sus palabras.
—Cuando te conocí —dijo—, no sabía quién era. No sabía cuál era mi lugar en el mundo, o si lo tenía. Pero sabía que te amaba. Esa parte era una constante. Esa parte no ha cambiado. Te amo, Sebastián, y quiero pasar el resto de mi vida contigo.
A continuación, era el turno de Sebastián, pero no se había preparado lo que tenía que decir. Pensaba que cuando llegara el momento lo sabría y así fue.
—Hemos pasado mucho —dijo Sebastián—. Ha habido momentos en los que pensaba que te había perdido y momentos en los que sabía que no te merecía. Intenté seguirte más allá del reino y, al final, fuiste tú la que me encontró a mí aquí. Te amo, Sofía. —Hizo una pausa durante un instante y sonrió—. Nunca pensé que sería yo el que se casaría con alguien de la realeza.
La suma sacerdotisa les cogió las manos y colocó una sobre la otra. El corazón de Sebastián latía a toda velocidad por los nervios. Normalmente, este era el momento en el que los declaraba marido y mujer, pero así no era como Sofía quería las cosas.
En su lugar, sonaron los cuernos.
***
Catalina miró hacia la entrada de la Iglesia de la Diosa Enmascarada, incapaz de contener su emoción por más tiempo. En cualquier otro momento, la coronación y la boda de su hermana ya hubieran hecho de este uno de los mejores días de su vida, pero ahora parecía que ella ya había esperado lo suficiente. Observaba con gran expectación como Will avanzaba.
Ninguno de ellos se veía tan majestuoso como Sofía y Sebastián, pero a Catalina ya le iba bien. Ellos eran soldados, no gobernantes. Le bastaba con que Will fuera el mismo chico guapo que había visto por primera vez cuando este había ido de visita a la forja de sus padres.
Marchó hacia la plataforma y, a medio camino de su trayecto, Lord Cranston y sus hombres desenfundaron sus espadas y formaron un arco de acero bajo el que pasó Will. A Catalina le alegró verlo y le alegraba que estuvieron todos vivos todavía tras las batallas que habían librado.
Will subió a la plataforma y Catalina le agarró ella misma la mano, sin esperar a que una vieja sacerdotisa mustia decidiera que era el momento.
—Cuando te conocí —dijo Will—, pensé que eras testaruda y terca y que era posible que hicieras que nos mataran a los dos. Me preguntaba qué clase de chica había venido a la forja de mis padres. Ahora sé que eres todas esas cosas, Catalina, y esta es solo una parte de lo que te hace tan increíble. Quiero ser tu marido hasta que las estrellas se apaguen tanto que no te pueda ver, o hasta que sea yo el que se apague tanto que empiece a frenarte a ti.
—Tú no me frenas —respondió Catalina—. En primer lugar, mi corazón late más rápido con solo mirarte. Ojalá te pudiera prometer que me asentaré contigo y que haremos las cosas con paz, pero ambos sabemos que el mundo no funciona así. La guerra puede llegar incluso en el momento más feliz y no es propio de mí quedarme sin hacer nada ante ella. Aun así, hasta que una espada, un arco o la edad avanzada nos reclame, quiero que seas mío.
No era la promesa tradicional, pero era lo que había en el corazón de Catalina y ella sospechaba que esta era la parte que contaba. La suma sacerdotisa no parecía especialmente impresionada, pero desde la posición de Catalina, eso era sencillamente una ventaja añadida.
—Ahora que hemos oído vuestras promesas mutuas, te pregunto a ti, Sofía de la Casa Danse, ¿tomas a Sebastián de la Casa Flamberg como tu esposo?
—Lo tomo —dijo Sofía, que estaba al lado de Catalina.
—Y tú, Catalina de la casa Danse, ¿tomas a Will… hijo de Tomás el herrero, como tu esposo?
—¿No es lo que acabo de decir? —puntualizó Catalina, intentando no reírse de que la anciana no fuera capaz de comprender que el hijo de un herrero no tuviera una casa con nombre—. De acuerdo, de acuerdo, lo tomo.
—Sebastián de la Casa Flamberg, ¿tomas a Sofía de la Casa Danse como tu esposa?
—La tomo —dijo Sebastián.
—Y tú, Will, ¿tomas a Catalina de la Casa Danse como tu esposa?
—La tomo —dijo y parecía más feliz de lo que Catalina sospechaba que alguien pudiera estarlo ante la expectativa de unirse a ella de por vida.
—Entonces tengo el placer de declarar que sois uno, unidos ante los ojos de la diosa —entonó la sacerdotisa.
Pero Catalina no la oía. A esas alturas, estaba demasiado ocupada besando a Will.
CAPÍTULO DOS
El Maestro de los Cuervos observaba a su flota con satisfacción mientras esta navegaba hacia la tierra de la costa norte de lo que había sido el reino de la Viuda. La flota invasora era como una mancha de sangre en el agua, los cuervos volaban por encima en grandes bandadas que parecían más nubes de tormenta.
Más adelante se encontraba un pequeño puerto pesquero, apenas un punto de partida adecuado para su campaña, pero después del tiempo que habían pasado en el mar, esta sería una muestra de bienvenida de las cosas que estaban por llegar. Los barcos se detuvieron, a la espera de su señal y el Maestro de los Cuervos se quedó quieto por un instante para apreciar toda aquella belleza, la paz de la orilla iluminada por el sol.
Movió la mano con desinterés y susurró, a sabiendas de que cien córvidos graznarían sus palabras a sus capitanes.
—Que empiece.
Los barcos empezaron a avanzar como las piezas individuales de una hermosa máquina mortal, cada uno se colocaba en el lugar que le había sido asignado mientras se dirigían hacia la orilla. El Maestro de los Cueros imaginaba que los capitanes estarían compitiendo entre ellos para ver quién podía llevar a cabo sus obligaciones con más precisión, para intentar satisfacerlo con la obediencia de sus cuervos. Parecían no aprender nunca que a él le importaban pocas cosas, excepto la muerte que estaba por llegar.
—Habrá muerte —murmuró cuando uno de sus animalitos se posó sobre su hombro—. Habrá tanta muerte como para anegar el mundo.
El cuervo le dio la razón con un graznido, tan bien como pudo. Sus criaturas se habían alimentado bien en las últimas semanas, las muertes de la batalla de Ashton todavía llenaban sus arcas de poder, mientras nuevas muertes brotaban del imperio del Nuevo Ejército a diario.
—Hoy habrá más —dijo con una sonrisa sombría mientras los soldados y los aspirantes a soldado formaban