Por y Para Siempre. Софи Лав

Por y Para Siempre - Софи Лав


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para que Jayne no pudiese mirarle el culo a Daniel cuando éste se inclinó―. ¿Podrías llevarlas a la Habitación Uno?

      La habitación de huéspedes original, la Habitación Uno, había sido bautizada de manera afectuosa como «la del señor Kapowski» por Daniel y ella, pero ahora mismo no le apetecía contar esa historia en concreto. Sabía que había sonado extrañamente rígida y formal al pedirle a Daniel que llevase las maletas a la Habitación Uno, pero en aquel momento no le importaba; su único objetivo era alejar a Daniel de Jayne lo más rápido posible, preferentemente sin que ésta se le quedase mirando el culo cuando Daniel subiese las escaleras. La habitación más alejada de la casa parecía ser distancia suficiente.

      Se giró hacia Jayne.

      ―Deja que te enseñe la casa. ―Y con aquello llevó a su amiga hacia el salón.

      ―¡Oh, Dios! ―chilló ésta antes incluso de que la puerta se cerrase a sus espaldas―. ¿Ése es el nuevo hombre en tu vida? ¡Dime que no! ¿En serio? ¿Cómo has podido mantenerlo tan en secreto? ¿Cómo logras no ponerte a llamar a todo el mundo que has conocido en tu vida, incluidos a tu profesora de guardería y al cartero, para decirles que estás saliendo con un leñador que está para mojar pan?

      Jayne hablaba increíblemente deprisa y muy alto; era algo que podía hacerte sufrir dolor de cabeza después de estar cinco minutos en su compañía.

      ―No es un leñador ―susurró Emily, sintiéndose avergonzada. ¿Cómo había podido olvidarse de lo brusca que llegaba a ser Jayne? ¿Qué demonios le había hecho pensar que sería buena idea invitar a su vieja amiga para que fuera al hostal cuando al hacerlo se sometería al escrutinio de su relación? No quería que ahuyentara a Daniel; de aquello ya se había ocupado ella personalmente al soltarle el día anterior que lo amaba.

      ―Pero amiga mía ―continuó Jayne―, sí que está para mojar pan. Eso lo ves, ¿verdad? Quiero decir, sabía que tus gustos se habían vuelto locos en los últimos meses, pero al menos todavía reconoces a un hombre atractivo cuando lo tienes delante, ¿no?

      ―Sí ―susurró Emily con los ojos en blanco―. Por favor, actúa normal con él. Lo nuestro es nuevo, bastante nuevo.

      ―¿Qué quieres decir con que actúe normal?

      ―Quiero decir que no te pongas a hablar de bebés ni de casarse. Y no menciones a Ben, ni a ninguno de mis exnovios. Ni a mi madre. Por favor, Dios, no digas nada de lo loca que está mi madre.

      Jayne se rió.

      ―Te gusta de verdad, ¿no? No te había visto tan nerviosa en mucho tiempo.

      Emily se retorció.

      ―Pues sí, me gusta. Creo que estoy enamorada.

      ―¡No me digas! ―chilló Jayne, alzando la voz varias octavas―. ¿Estás enamorada?

      Justo en aquel momento Daniel entró en el salón. Emily se quedó paralizada y Jayne abrió los ojos de par en par antes de apretar los labios con fuerza.

      ―Ups ―dijo en voz alta, mirando de un rostro mortificado al otro―. Bueno, Daniel ―añadió, rompiendo la tensión que había empezado a llenar la habitación como un globo―, cuéntamelo todo sobre ti.

      Daniel miró de Emily a Jayne y tragó saliva.

      ―Eh, en realidad creo que os dejaré con vuestras cosas. Tengo que pasear a los perros. ―Y salió del salón a toda prisa.

      Emily suspiró, notando cómo se deshinchaba. Le dolía que Daniel actuara de manera tan incómoda con todo el tema de que estuviese enamorada de él. Se giró hacia Jayne.

      ―¿Podemos salir de aquí un rato? Podría enseñarte un poco Sunset Harbor. No has venido nunca, y de niña pasaba gran parte de los veranos en el pueblo. Estaría bien enseñarte los lugares más interesantes.

      ―Cariño, dime qué tipo de zapatos necesito y me apunto. ¿Algo tipo botas de montaña? ¿Zapatillas de deporte?

      Desde luego que Jayne había traído consigo toda clase de zapatos.

      ―En realidad, no he salido a correr desde que me fui de Nueva York ―contestó Emily―. Podría ser divertido. Hace un día demasiado bonito como para pasarlo en el coche, y desde luego cubriríamos más terreno que si vamos andando. Podemos ir por el camino que pasa junto al océano.

      ―Me parece genial ―dijo Jayne―. Ayer, después de acabar de hablar contigo, recibí tantas llamadas que tuve que dejar el entrenamiento durante la milla doce. Me iría bien correr como es debido.

      Emily tragó saliva. Para ella correr como es debido nunca se había prolongado más de cinco millas, y ahora mismo, tras seis meses de indolencia, se sentiría satisfecha si llegaba a cubrir dos.

      ―Voy a cambiarme ―dijo.

      Se apresuró escaleras arriba, dejando el hostal a merced de Jayne. Al llegar al dormitorio se encontró a Daniel tumbado en la cama y con la vista fija en el pecho.

      ―¿Estás bien? ―le preguntó indecisa―. Creía que ibas a sacar a los perros.

      ―Tenía que salir de esa habitación ―contestó Daniel.

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