El caso contra William. Mark Gimenez
Frank veía cuando era pequeño, Leave it to Beaver. ¿Quebrantaría June Cleaver la ley de manera intencionada? Frank no lo creía. Y tampoco lo haría el jurado.
—Notas de agradecimiento, es por eso por lo que está hoy aquí ante ustedes, una senadora de Texas, acusada por un fiscal celoso. El señor Dorkin quiere que la envíen a prisión por unas notas de agradecimiento. Para que cumpla condena con asesinos, violadores y traficantes de drogas. Solo por unas notas de agradecimiento.
Frank Tucker apuntó con el dedo al fiscal del distrito.
—Ha gastado su tiempo y su dinero en buscar venganza. Es un político fracasado que ha querido pagar su frustración contra una acusada inocente. Es igual que un matón de colegio, que quiere usar su fuerza para abusar de sus compañeros de clase. Señoras y señores del jurado, como ciudadanos estadounidenses, ustedes son los compañeros de clase de la senadora. ¿Van a quedarse ahí, sin más, y dejar que acosen a su amiga? ¿O van a levantarse y hacer frente al matón?
* * *
El juez Harold Rooney, al mando en el caso de «el estado de Texas contra Martha Jo Ramsay», mandó al jurado a deliberar a las 11:04 de la mañana. Una vez que el jurado abandonó la sala del juzgado en el centro de Austin, el juez hizo señas a los abogados para que se acercaran.
—Esto podría llevarles unos días, caballeros. Creo que podría estar para el jueves a primera hora.
Después se giró al abogado defensor.
—Frank, si quieres puedes volver a Houston. No leeré el veredicto hasta que puedas volver. La senadora tendría que quedarse aquí, en Texas.
—Gracias, Harold.
Frank sintió que los ojos del fiscal del Estado le taladraban la cabeza. Dick Dorkin y él habían sido compañeros de clase en la Universidad de Texas en la facultad de Derecho hacía veinte años. Frank había sido el número uno de su promoción; Dick había sido el número doscientos treinta y tres. Doscientos treinta y tres de cuatrocientos alumnos. A Frank lo habían contratado en una gran firma de Houston; Dick había conseguido trabajo en la oficina del fiscal del distrito. Frank era un buen abogado; Dick, un buen político. Veinte años después, Frank era socio del bufete en el que trabajaba; Dick era el fiscal electo del distrito en el condado de Travis. Cuando no consiguió un sillón en el Senado, se corrió la voz de que en ese momento tenía los ojos puestos en la mansión del gobernador a tan solo unas manzanas del juzgado. Una condena mediática le podría acercar a su sueño.
Dick Dorkin había sido el rival de Frank en la facultad de Derecho: nunca supo por qué. Ese día, Frank lo había convertido en su enemigo de por vida. Pero era lo que tenía que hacer cuando una acusada inocente se enfrentaba a la pérdida de su libertad. Un abogado tenía que luchar por su cliente, incluso aunque se granjeara alguna enemistad. Un abogado tenía que vivir en comunión consigo mismo. Con su propio veredicto. Consigo mismo.
—Frank —dijo el juez—, he oído que tu hijo es el mejor jugador de fútbol americano de Houston.
—Solo tiene doce años.
—En solo seis jugará para los Longhorns.
El juez también se había graduado en la facultad de Derecho en la Universidad de Texas.
—Bueno, eso es pensar…
—Discúlpeme, juez Rooney.
El alguacil se había acercado al estrado.
—¿Sí?
—El jurado ya tiene el veredicto.
—¿El veredicto? —Miró el reloj. Eran las 11:19—. ¿En quince minutos?
—Sí, señor —dijo encogido de hombros.
El juez miró a los abogados. Con las cejas arqueadas. Luego se dio la vuelta para decirle al alguacil:
—Bien, hágalos pasar.
El jurado absolvió a la senadora de todos los cargos.
Capítulo 6
El primer ojeador universitario apareció cuando William tenía catorce años.
—Es el mejor que he visto nunca, Frank.
Los siguientes dos años trajeron consigo una vorágine de acontecimientos. El caso contra Kobe en Colorado se había desestimado. En Houston, el caso contra Enron, en cambio, no. Kobe pagó una indemnización de millones de dólares a la recepcionista para no ir a juicio. El presidente de la junta de Enron y el director ejecutivo fueron enviados a prisión. La Corte Suprema de Estados Unidos anuló de forma unánime la condena por obstrucción a la justicia del jefe de contabilidad, Arthur Anderson, pero ya nada se podía hacer para salvar a la compañía ni a sus cinco mil empleados. Martha Stewart cumplía condena por usar información privilegiada. El presidente de la Cámara de Representantes, en cambio, no. George W. Bush ganaba la reelección y el huracán Katrina inundaba Nueva Orleans, así como el segundo mandato de Bush. Tom Brady y los Patriots ganaban su tercera Super Bowl. La Major League Baseball estableció un programa de pruebas de detección de uso de esteroides, después de que los bateadores que habían batido el récord de home run de los años noventa se hubieran visto involucrados en un escándalo de sustancias para mejorar su rendimiento. Lance Armstrong ganó su séptimo Tour de Francia consecutivo; al menos parecía que aún quedaba un deportista limpio en Estados Unidos. Librábamos una guerra contra Irak y Afganistán. Habían creado algo llamado Facebook. Creían que miles de personas iban a poner toda su vida ante los ojos del mundo. Frank seguía representando a hombres de negocios en sus juicios y seguía ganándolos todos. William seguía jugando partidos de fútbol americano en su colegio privado y seguía perdiéndolos todos. Un jueves de octubre, entrada la tarde, jugaba un partido con sus compañeros de octavo. Iban perdiendo. Su padre estaba de pie detrás de la verja que rodeaba el campo de la Academia. Sam Jenkins estaba de pie a su lado. Olía a tabaco y Old Spice. Era bajo y fornido. Era un ojeador universitario.
—Tiene catorce años —dijo Frank.
—Es especial.
—Es un niño.
—Es un deportista. Con un gran futuro. Si sabes gestionar su carrera, claro.
—¿Su carrera?
—Sí, claro, su carrera. Una carrera que podría valer más de doscientos millones de dólares, Frank. La élite de los deportistas profesionales gana más dinero que los actores de Hollywood hoy en día… ¡Joder! Y muchísimo más que los picapleitos.
—Solo juega con niños de octavo en un equipo de colegio.
—En tan solo cuatro años podrá jugar en el equipo universitario, y en ocho años en la liga profesional, o puede que en seis si deja la universidad antes de que acabe.
—No lo hará.
—¿Jugar como profesional?
—Dejar sus estudios.
Sam asintió.
—Eso es lo que todos dicen. Pero cuando un equipo de la NFL le ofrezca un contrato millonario, un grado universitario no le parecerá lo más importante.
—¿Cuáles son las probabilidades de que William juegue en la liga profesional?
—¿Cuáles son las probabilidades de ganar la lotería? Pero siempre hay gente que la gana.
Sam exhaló el humo del puro que se quedó flotando en el aire.
—Frank, si William fuese un músico prodigioso, un pianista, ¿no querrías alimentar ese don?
—Por supuesto.
—Vale, es un prodigio del fútbol.
—¿Cuántos pianistas sufren conmociones o daño cerebral a largo plazo?
—¿Cuántos ganan diez millones al año? Frank, tu hijo tiene un don. Llevo treinta años